LOS OJOS AVECINDADOS EN EL COGOTE
NINGUNA LITERATURA europea frisó tan alto como el alarde que realiza don Francisco de Quevedo en el Buscón.
Yo soy paisano del Domine Cabra aquel clérigo converso que se metió a maestro de primeras letras y mataba de hambre a sus pupilos de la puerta del Socorro en el arco de san Andrés donde estaba la judería vieja. De Segovia.
Tenía los ojos avecindados en el cogote, dormía de medio lado para no gastar las sabanas y decía a sus seminaristas a la hora de cenar nabos hay no hay perdiz que se les iguales… coman, coman, que son mozos y yo me huelgo de verlos comer.
Quevedo nos enseñó el camino del aprendizaje. Con él supimos reírnos de todo, excepto de las verdades evangélicas porque debajo de su piel burlona se escondía un místico cristiano.
Para el autor de soneto amoroso más sublime que se escribió en castellano polvo seré mas polvo enamorado en este libro de juventud el tema radical no es el amor, es el hambre y su jurisdicción.
El buscón don Pablos era hijo del verdugo de Segovia y de una señora de virtud dudosa que obispó cuando la inquisición por bruja.
En el libro las carcajadas son la terapia contra la crueldad y el dolor. Pero no quiero extenderme más.
Yo demuestro en mi libro “El doctor Laguna escribió el Lazarillo” cómo la picaresca nació bajo los arcos del Acueducto en boca de los Perailes y de la gente de bronce que pululaba por los figones y mesones de la vieja ciudad ibera.
Eran mis paisanos
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