AVE COLOR VINI CLARI
primeros trancos de
una novela onlines
EL ESTUDIANTE DE ALCALÁ QUE SE
REENCARNÓ EN ARCHIVERO
La impresión que
tuve cuando en el año 2009 llegué a Alcalá una madrugada de enero a cumplir con
mi último año de archivero[1]
hube la impresión tenaz de que yo había estado allá antes, quizás una vida
pretérita, había paseado por aquellas calles, guarecido del sol y la lluvia
bajo los soportales del Calle Real, haber tenido a un físico la bacinilla
mientras practicaba una sangría a un paciente de bubas en el hospital de
Atarazanas por cuyas crujías iba y venía un postulante cojo que era cojo y
calvo y hablaba con ese tonillo de los de Azpeita proflglando su
discurso de concordancias vizcaínas, trayendo orinales y pericos, gasas,
sanguijuelas y pomadas, con mucha diligencia pero con algún asco pues había
tomado el oficio de enfermero como penitencia por los pecados de su vida
anterior, que el veterano de las guerras de las comunidades aseguraba haber
sido muchos, y por los que lloraba constantemente hasta salirle surcos en las
mejillas de los regueros de tanto llanto, inflamado de orgullo humano y amor
divino - yo no lo vi, claro, me lo contaron los que daban ejercicios-, pero
cuando lo dicen… Iba el buen donado arrastrando la pata chula que la tenía
tiesa desde que le pegaron un zambombazo en el castillo de Pamplona. Decían que
había sido soldado, acérrimo del emperador- y como buen realista nos miraba por
encima del hombre a nosotros pobres comuneros- y que estaba allá viviendo de la
caridad de unos teatinos aunque se juntaba con alumbrados y gente de dudosa
procedencia.
También me había
cruzado con otro estudiante zambo, corto de vista y largo de lengua, el que
luego tendría entre sus dedos la pluma mejor tajada para contarnos cómo España
por defuera y por de dentro con sus versos castellanos, con sus decires, coplas
y donaires, en verso y en prosa. Éste andaba con los cuadrilleros dando
novatadas y cobrando el portazgo a los novatos del convite al banquete nada más
ingresar al pupilaje, La Patente, que se dice, y a unos les arrebataban
el sombrero a otros les ponían perdida de gapos la capa nueva, o les traían un
jarro para darles a beber cerveza y no era cerveza pues aquella maldita encella
había sido utilizada como sillico donde meara toda la cuadrilla a escote, y de
hoy en un año; a otras les mandaban echar calle arriba a la pata coja y les
lanzaban piedras mientras el cachicán del rey de gallos prorrumpía en
estentóreas risotadas:
-¿Ponen las
gallinas?
-Creo que sí. Ya es
san Antón. La gallina pon y cacarean las pitas por los corrales, que las estoy
oyendo, y se está bien al sol.
-De ¿Dónde es vuesa
mercé?
-De Carrión de los
Condes, señor.
-No me digas señor.
Dime coleguita. Y ahora para ver como andas de recursos te vamos a mantear.
-No. No por vida de
mi madre.
Protestas inanes.
Entre cuatro o cinco trajeron una cortina de paño morado con las que se atapan
los altares en tiempos de Pasión y alzaron por los aires al palentino una y
otra vez. Lo subían, lo bajaban y hacían como querer dejarlo caer en el santo
suelo hasta descoyuntarse como si fuese una manta palentina a la que la
doméstica zurra el polvo en el balcón. Uno de los manteadores dominado por el
estro profético había leído el futuro y pronosticó la llegada de guerreros por
el aire.
-Así volarán algún
día los paracas[2].
-Bajarme de aquí
fementidos, hideputas.
-No. Bartolo, no
aguanta, no seas caguita. Los soldados de Cristo han de soportar todas las
pruebas con buen talante.
-No ésta- exclamó
el palentino- que voy a vomitar.
Implacables no se
apiadaron de las voces que daba el neófito que no paraba de gimotear y de
proferir ayes y de llamar a su madre.
-Ay madrecita mía
que mal día amaneció para mí.
-¿Cómo te llamas?
-Teofilo
-Pues Teofilo te
vas a acordar del día de san Antón hasta tu graduación cuando vuelvas a tu
obispo con tu bonete y tus cartas dimisorias de misacantano.
Poco después
corrieron el gallo y hubo otras bromas, muchas jácaras. Decían que el masto lo
había traído de Mastrique un luterano con lo que fue mayor el ahínco con que le
sacudían estopa al animalito y el enojo con el que le arrancaron el pescuezo
aquellos malos cristianos.
-¿Qué hacéis hijos
del gran demonio?
-Pues no lo ves.
Cortarle la cresta al hereje.
-Al hereje. Al
hereje- gritaron todos a coro.
Los estudiantes
estaban ya beodos. Puede decirse que al cuadrillero mayor de estas justas que
era un teólogo portugués que de allí a poco iría a parar como capellán
santiguador a uno de los tercios viejos creyendo que el ave era el que más
zurraba al rey de gallos y cabalgó su jumento a los cuatro pies exhibiendo su
trofeo chorreando sangre hasta la plaza.
Tan divertidas
escenas no las padecí yo, que siempre me suelo hacer el longuis y escurrir el
bulto en tales situaciones de pintar bastos, por vivencia material, aunque sí
espiritual. Creo que las había leído en algún libro picaresco o a lo mejor
fueron una nefasta experiencia de los estudiantes de latinidad de los que formé
parte en la vida que me precedió.
Iban avanzando las
nubes del entrelubricán y remejaban las sombras los campos yertos con alguna
claridad. Amanecía dios igual que entonces sobre las riberas del Henares, y la
vida tiritaba bajo la helada, se escuchaba el campanil de las clarisas, y en
otras muchas iglesias de la población anunciando que ya habían dado cuenta de
maitines y laudes. Sobre la cúpula de la catedral de los Santos Niños las cigüeñas
complutenses que son las más elegantes y majestuosas de la península ibérica –
se las nota en el volar- descabezaban su último sueño con su singular modo de
dormir a la pata coja pues la cigüeña según dice el refrán alta vive, alta
vuela y en lo alto toca la castañuela.
-Diga usted que sí.
Cigüeñas vigilantes del Henares donde las ninfas moran crotorando silogismo.
Son la viva imagen de la castidad, la fidelidad y la paciencia.
A Teofilo por fin
lo dejaron en paz los tunos y vino a recogerlo una mujer que, movida a piedad,
lo llevó a su aposento donde lo lavó, cepilló su capa llena de salivazos e
indignidades.
-Hijo, te han
vuelto eccehomo. Dichosos muchachos.
El manteado nada
dijo pero las caridades de la dueña le hicieron revivir. Fue al arca y extrajo
un bodigo de la última cocedura cortó el corrusco y se lo entregó junto con un
dedal de aguardiente. Su desfallecimiento se debía no al manteamiento sino que no
había comido en dos días.
Alcalá lo
resucitaba de la misma forma que me reencarnó a mí. Pues yo también volví en la
españolísima ciudad a la vida por un complicado proceso de metempsicosis
intelectual. Podía ser uno de aquellos estudiantes y continos que arrastraban
la loba sin mangas y flameaban becas al viento multicolores cada uno con el
color y la divisa del colegio del que procedían (granate el de los ildefonsos,
amarillos los de atarazanas y verdes los de san Marcos, blancos los
cistercienses y dominicos. Acabada la cátedra de prima aquel abigarrado mundo
de estudiantes era un espectáculo. Teólogos y minoristas usaban sotanas y los
canonistas portaban un bonete de tres puntas en la cabeza que entre los
jesuitas era bisunto. Poco después de entrar yo al Estudio General los
licenciados en Artes empezaron a gastar balandrán cubridero por cima de los
hombres y teja (sombrero sin alas que llevaron los clérigos españoles toda la
vida).
Como venía aterido
y en tren de cercanías no había calefacción, para entrar en calor me arrimé a
la barra de una taberna e estaba frente por frente de un gran seminario vacío
de traza neogótica. El chigrero un rumano por nombre Ventila salió a
servirme. Le pedí un aguardiente de los Carpamos zwuiska de 40 grados.
-Bona zwuiva.
-Buenos días.
Se sorprendió
Ventila de mis conocimientos de la lengua románica hablada a orillas del Ponto
por los soldados de Trajano que guarda su raíz latina en conjugación con muchos
aditamentos eslavos y turcos por lo cual conserva una prosodia endiablada.
-Sé también decir Xristós
enviat[3].
-Ahora no es Pascua.
-Si me das otro
chupito de ese coñac hablaré no sólo el rumano sino el griego, el búlgaro y
hasta el húngaro que no es idioma indoeuropeo.
-Birak[4]
- repuso Ventila que era de una región del Danubio frontera con Hungría,
frotándose las manos. A la legua se notaba que aquel fondista extranjero no era
tan cruel y áspero como los taberneros nacionales gente odiosa y encanallada y
que sabía seguir la corriente a los borrachos y aguantarlos. No echarlos a la
calle o pegarles.
Sin embargo aquel
aguardiente de los Cárpatos tenía poco que ver con aquel vino chirle que nos
servían en el refectorio los días de fiesta de guardar y con el que ayunábamos
el viernes Santo para refrescar el gañote de nuestros queridos domines cuando
andábamos a pupilaje. De mis labios surgieron cantos de alabanza al dulce
néctar traicionero que pasa bien pero luego habrá que mearlo. Entra acariciando
Baco en sus dominios y se apodera. Los que sucumben a los falaces halagos de la
bebida saben que no hablo a humo de pajas:
Ave color vini clari
Ave sapor sine pari
Tua nos inebriari
Digneris potantia
Oh felix venter ubi intraris
Et felix guttur
Quam rigabis
Oh felix os
Quod lavabis
Oh beata labia[5]
Y a través de
aquellas coplas tabernarias en latín surgió el monje giróvago que llevo dentro
de mí. Los parroquianos me admiraban por mi capacidad de ingesta y el don de
lenguas aunque estaba inspirado más por Baco que la Blanca Paloma. A sus ojos
yo era un resucitado, un español que no se parecía a esos otros españoles
taciturnos y reconcentrados en sí mismos del siglo XXI que nada tenían que ver
con sus predecesores y me deseaban buena madrugada. Buona diminuta. De
todas las horas del día era la amanecida la que más me gustaba. Puerta por
puerta de la cantina del dacio estaba la iglesia ortodoxa. Celebraban la
navidad. Olía a incienso. Un orfeón esparcía por la nave de la antigua católica
preces de un maravilloso y concento retando a las preces que decía deprisa un
diacono muy gordo desde el antifonal. Prostérneme en tierra y besé los santos
íconos y los ecos de la plegaria diaconal me transportaron miraculosamente al
sopista con poca fortuna que había sido hará lo menos quinientos años.
Clareaba el día y Alcalá
se había transformado. La vía del tren volvía a ser la estrata romana que había
sido durante mil años y los regimientos ilustres como el Villaviciosa XIV
volvieron a su antiguo ser de los castra romanos donde practicaban los equites
las artes desultorias. Recordando que allí estuvo de asiento la Victrix o
la invencible con todos sus escuadrones y acies los cuales dieron el
relevo a los tercios viejos los que combatieron en Italia y en Flandes. Por el
camino pasaban estudiantes. Me sumergí en aquel bullicio juvenil de mozos
camino de la docta casa, la universidad recién fundada por Gonzalo de Cisneros.
Y aquel gentío buscando las aulas entremezclado con los escuadrones de soldados
que salían al campo a ejercitarse en la instrucción de sus armas me recordó la
gran verdad de que la pluma y la espada son hermanas y que la lengua va de
cómitre con el imperio. No hay vuelta de hoja. Todos llevaban capa corta, un
puñal al cinto, y en la otra cadera colgaban del cinto los cartapacios, las
pizarritas los plumieres y los recados de escribir. Confundidos entre la
multitud se veía a algún catedrático de mucetas coloradas, amarillas o azules
según la disciplina que enseñaran, tocados de la orla con plumas de avestruz.
La cátedra de prima comenzaba a las ocho de la mañana. Un bedel somnoliento se
acercaba al estrado precediendo al profesor batía sus palmas y formulariamente
rezaba una oración luego de lo cual abría las puertas del aula y exclamando en
voz alta Propinquate, alumni, lectio incipit se dirigía a los estudiantes
y luego al facultativo: magíster, aperta est cátedra . Los
pupilos llenaban el aula. Por falta de bancos muchos se sentaban en el suelo.
Todos portaban recado de escribir y rayajeaban las palabras del catedrático
sobre un palimpsesto en forma de pizarra que luego pasaban a limpio los
oidores. Sólo se hablaba en latín. Transcurrida hora y media regresaba el ujier
valonado luciendo un espadín y un sombrero chambergo y volvía a dar unas
palmadas.
-Satis.[6]
A esta señal el
catedrático se quedaba con la palabra en la boca y los alumnos salían al patio
en medio de un gran alboroto.
Pasaba entonces un
fraile benito cuya presencia de padre del desierto discordaba con la de la
alegre muchachada. El benedictino caminaba con los ojos bajos y el rostro
inclinado tapándose con la cogulla. Avanzaban todos atropelladamente. Si veían
a alguno de su aldea iban a darle los días y a recibir nuevas de la aldea. Los
más vivaces espantaban el frío y los sabañones arrojándose bolas de nieve. Uno
de los proyectiles alcanzó a un catedrático de hebreo en todo el occipucio.
Rodó por los suelos el bonete bisunto en medio de los gritos y juramentos del
Dómine en la lengua que enseñaba y el cual yacía por el suelo cual largo era
buscando a tientas las antiparras que también se le habían caído y sin las que
no veía dos en un burro. Sonaron a su lado carcajadas, maldiciones y porvidas.
Uno de los tunos
dijo:
-Comed nieve de una
vez, padre mío, ya que nunca os empacharéis de jalufo.
Montó en cólera el
cristiano nuevo y retumbaron excomuniones por la Calle de la Hueva
-Pronto pagareis
bien caro vuestras truhanerías. Os vamos a echar del mundo, voto a bríos.
Se encocoró el
estudiante el muy cabrito hizo la señal de la cruz, después el buz y acto
seguido empezó a gritar al hebraísta:
-Marrano… Marrano.
Cómete tus biblias. Eres hereje, luterano encubierto y alumbrado.
Oído esto, el
catedrático que debía de ser converso cobró temor y levantándose como pudo y
sacudiéndose el barro y la nieve de la sotana tomó el portante y enfiló por una
calle adyacente pues alguien había mentado al Santo Oficio. Con la bulla se
hicieron presentes los corchetes. Los estudiantes de que los vieron pusieron
aina pies en polvorosa. La concurrencia asistía alborozada a la escena y todos
se hacían lenguas de la puntería con que aquel bellaco había descalabrado al
converso pero al pasar junto al portal de la iglesia de la Compañía le echaron
mano los alguacilillos, lo trabaron, manearon y subiéndolo en un asnillo las
manos atadas; él caminaba cara atrás como los condenados a muerte y así lo
llevaron preso a la cárcel del arzobispo. Cuatro días a pan y agua y cien
azotes. Lo soltó el alcalde bajo advertencia de que si incurría en otra
travesura semejante de descalabrar a un “judío” iría a galeras. Así que por san
Antón la gallina pon. Se había acabado Michelmas y empezaba el de Santomatía.
El más frío y desabrido. Estudiantes a estudiar pechando contra los cierzos
rigurosos que os arrebatan la capa cuando salís del portal y la nieve y el
pedrisco jugaban al chito con nuestros respetivos cogotes cuando no eran
gargajos de algún truchimán imbele pero maligno. Había venido yo de sopista con
mi amo que era de Soria y que se llamaba don Martín de Agreda y bajo la
vigilancia de su ayo Muriel de Torrelaguna el cual por ser paisano del
Cardenal tenía fuero. Nuestra lavandera era una tal Doña Guiomar que
aparte de la colada se encargaba de planchar el hábito y coser los botones que
eran 75 en recuerdo de los 75 azotes que dieron a Cristo. Habíamos venido desde
la alta paramera aquellas navidades por muy malos caminos en una recua de
jumentos pero con buenas alforjas y provisiones y una no menguada bolsa pues
nuestro señor y padrino el Duque de Agreda era hombre rico. Conducía la recua
un arriero morisco el cual en cuanto nos descuidábamos nos sisaba hurgando en
nuestros bolsillos estando dormidos y el maldito cuando nos topábamos con una
cruz de humilladero se reía o le lanzaba gargajos. Iba en su mula cantando
lilailas y no faltaban zalemas y abluciones al alba y a la atardecida ante
nuestras propias narices. Pasado Almazán nos encontramos con una estantigua que
llevaba el cadáver de un fraile que había muerto santo en Andalucía a un pueblo
de Castilla. Recalamos en Aranda en una posada donde a mi amo le robaron un
crucifijo de oro que traía. Fue un asunto de picos pardos. Don diego se dejó
engañar por unas izas que operaban en conchabanza con unos malandrines, el uno
era su cohén y el otro su rufián. Era gente muy despiadada como también lo era
el arriero morisco aquel Antón Muñoz fanático de Mahoma. Y a la que
nosotros bajábamos para Alcalá por el camino real de Francia subían soldados de
las últimas leves que iban a combatir por nuestro rey y nuestra santa religión
a Flandes. Unos llevaban escapularios que les regalaron sus madres como por
ejemplo una imagen de san Vitorino todo llagado después del tormento al que fue
sometido en Panonia. Debía de ser bisoño. Un furriel contaba que en la guerra
los santos y las reliquias no sirven para nada. Sólo el valor y la fortuna.
Pasábamos mucho frío porque los días fueron perversos. Hacíamos hogueras y a
veces Antón Muñoz perdía su ruta borrada por la nieve y blasfemando contra todo
lo divino y humano perdía el tino aunque no se acordaba del maldito Mahoma.
Únicamente de Dios y la Virgen. ¿No ahorcarían a aquel malvado?
[1] Me tocaron unos años difíciles de la transición cuando la
globalización mandó al desván al arte, a la literatura, el buen gusto y vino la
ginecocracia embalada. Seguía siendo a mis 64 años un escritor en barbecho, un
autor en busca de editor.
[2] En Alcalá desde los años 50 está ubicada de guarnición la
Brigada Paracaidista
[3] Cristo resucitó
[4] flores
[5] salve color del clarete, salve sabor sin igual, dignate
emborracharnos con tu divina potencia. Dichoso el vientre que te porta, dichoso
el gañote que regarás, oh feliz boca y dichosos sean los labios que estampan un
beso al jarro.
[6] Basta
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