LLEGA ENERO QUE ABRE TODAS LAS PUERTAS Y TODOS EN LA COCINA, QUIETOS
Me veo de niño al calor de la
lumbre de aquella cocina de carbón (la llamaban la económica) y ya soy un
viejo.
─Cerrad la puerta que se escapa
el gato.
─Uy que frío, chiquitos. Está nevando
por los puertos.
─Pues a arroparse y en casa, quietos
Mi padre venía del cuartel el
capote blanco. Copos de nieve se le posaron en el chápiro y hasta en el
barbiquejo
Para los gélidos inviernos de
Segovia no había nada como aquellas cocinas de hierro. No había calefacción
central. El marranillo gruñía en la cohorte, las gallinas, aseladas en los
palos del gallinero, ni se movían a causa del frío extremo. Lo malo era la hora
de acostar.
Un ladrillo de las obras de las
casas militares o una caneca de agua caliente hacían el avío contra las
tiritonas. Mi hermano y yo dábamos diente con diente.
Habían pasado las navidades, se
terminó el turrón, se acabaron los canticos ancestrales, los villancicos, recogíamos
el belén y mamá cocinaba soplillos que estaban buenos con leche. Venían los
vecinos el sr. Jacinto, el teniente Ricardo y el sr Conrado maestro ajustador y
hacíamos filandón.
Nuestros padres hablaban de la
guerra y los chicos nos calentábamos las orejas con el juego del zorro pico zaino
que consistía en darse trompazos. Cocábamos a los borrachos al salir de la
escuela pues en Segovia no faltaban tabernas para calentar el vientre con
aguardiente y cantábamos aquella canción de corro que aprendimos en las
poesías de Góngora:
Almuerzo
como un tudesco
Echo
siestas como un obispo
Al
salir de misa
Si
es verano en el jardín
Si
es invierno
En
la cocina
La cocina era nuestro nido en las
tardes de febrero. No se recaban algunos de llamarnos cocinillas y las viejas
murmuraban: si vas de romería, golfo y si
te quedas en la cocina maricón
─¿Marica yo? Amos anda. Soy frugífero.
Los tengo bien puestos
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