LOS SIETE DOMINGOS SAN JOSÉ
Es el santo del silencio, dicen que
nunca desoye las súplicas de los necesitados. Tú, Tirso Artedo, mucho hablas
sin estar seguro de nada, dices lo que sabes sin saber lo que dices.
Cantábamos el "iste confessor" los siete domingos del
patriarca venerable, días fríos del invierno. Enero cuando
nos íbamos a lavar encontramos helada la palangana, ay dios, y
yo estaba todo meado en la cama. La enuresis no me abandonaba hasta que pequé
el primer estirón. El recuerdo de aquellos sinsabores helados me viene envuelto
entre los cánticos y el incienso al glorioso San José en las mañanas josefinas
de febrero.
Algunos se arremangaban la sotana y usaban la beca roja de los
filósofos a manera de bufanda, buen tababocas... el bonete de cuatro picos el
viento se lo llevaba y en las aguas del Eresma se escuchaba la canción
profética de tú no serás cura, no sé que coños pintas en este seminario sujeto
al bulling y a la befa de tus camaradas que te proclaman "meona".
Pecho descubierto a los cierzos,
hermano, cara siempre al viento. Eran solemnes los aires de posguerra.
Sentíamos en el pecho la ilusión de crecer pasando las hojas del Raimundo de
Miguel, aquel gran diccionario. Vivimos entregados a la liturgia de los latines
y a las cláusulas del reglamento. Sentíamos la llamada del deseo y nos
masturbábamos en el silencio de la noche y la soledad de nuestra camarilla.
Aquello se nos empinaba. Padre, mire
cómo estoy, qué hago yo con esto?... Duchas de agua fría, hijo, y encomendarse
a san Luis Gonzaga... ya lo hago padre bendito pero como si nada.
Cuando íbamos en la
terna avanzando con el balón de reglamento recién inflado,
Dios qué bien botaba sobre la tierra pedregosa del campo de Baterías, mirábamos
para otro lado cuando pasaban las concepcionistas. Eran chicas, mujeres, y
el padre Muñana nos repetía no miréis, hijos, para ellas: Mulier aquilonis percussio et aula diaboli” (son el golletazo del alacrán
y el aula del diablo) aquel jesuita quería caparnos.
Circulando por las callejas
medievales tres en fondo cuando pasaba un cura saludábamos quitándonos el
bonete. En el ventanal gótico el espectro de una mujer asesinada cantaba el dies
irae.
Porque se nos dijo que en casa
abandonada moraban espectros palacio del marqués de Buitrago.
Acto seguido regresábamos a la gran iglesia jesuítica a cantar
vísperas. Eran los siete domingos de san José. Al volver al estudio por los
largos corredores en silencio
Parecía que a su vera el futuro nos
saludaba con un salutem plurimam.
A la sombra de la aguja de la Aceitera, la
torre de la iglesia, la torre Carchena con vistas a la huerta del Judío,
sentíamos una cierta protección pero no estábamos a salvo de la vorágine que
por doquier estallaba.
Para merendar en el refectorio
lonchas de queso americano.
Valdesimonte leía el martirologio y cuando terminaba la relación de los santos
del día daba carpetazo... y en otras
partes otros muchos santos mártires confesores viudas y santas vírgenes. De
tanto oírla nos aprendimos la coletilla.
Yo tenía una estampa en mi camarilla
de san Pichaque. Siete domingos de san José... oficios largos y un cierto
cansancio curial de sonrisas heladas. De aquellos domingos invernales conservo
el picor de los sabañones. Y la voz de Valdesimonte dando lectura a los santos
del día que nos adoctrinaban de una hagiografía maravillosa alternadas con
novelas de Julio Verne y Emilio Salgari.
Vivir en Capadocia. Cabalgar con el
llanero solitario por los campos abiertos de Kentucky, invocar a santa Bárbara
Bendita cantando el himno final de los siete domingos josefinos, una larga
novena novelada aunque no superábamos a quien cantábamos o veneráramos.
Apóstol de la iglesia
Préstanos tu favor
A la lucha catando marchemos
Expansivo el corazón
Entonces vi sonreír a san Francisco
de Borja desde la hornacina del cuadro donde aparecía destapando en Granada el
féretro de la emperatriz Isabel.
Desde entonces el duque de Gandía
optó por no servir a un señor que pudiera corromperse como
el cadáver de aquella reina conceptuada como la más bella dama de
Europa.
El eco de nuestras voces se perdía en la gran bóveda de la iglesia del
seminario. Una paloma se asomaba por el ventanal y volaba del caño al coro por
las bóvedas de luneto.
Dentro de mil años aquellas voces juveniles serían recogidas por la gran antena
parabólica de
Y volveríamos a venerar al patriarca
silencioso, el casto José con su florida vara... San José el silencioso del que
apenas sabemos nada, porque en todos los evangelios no dice ni una palabra.
¿Quien era el casto José?
Es mencionado sólo un par de
veces en
Con el se identifican los artesanos
carpinteros, los maridos sufridores y los padres putativos que se preguntan
sobre si serán o no serán por nosotros engendrados los hijos nuestros... Yo
sólo sé que pagué el bautizo.
Nos garantiza siempre una buena agonía. Que no nos ahogue entre sus
criminales arillas de los celos y sospechas la serpiente maligna.
Él oyó el silbo de la culebra que le advertía que diese a María libelo de
repudio pero al escuchar la voz del ángel se quedó en lo putativo.
Las dudas del varón siempre las carga
el diablo. Fue un santo oscuro. Su culto cunde gracias a los jesuitas en el
siglo XVI.
Aquellos fríos domingos del invierno segoviano oramos al santo del silencio.
Al que le crecía una vara de nardo en
las estatuas. En los apócrifos se nos cuenta que san José no era carpintero
sino albañil y se ganó la vida en Egipto poniendo ladrillos.
Los maronitas le pintan no con un
serrucho sino con una paleta y una hilada.
El evangelio de la infancia cuenta que tuvo en el Cairo un maestro que se
llamaba Gamaliel quien le enseño el Aleph pero el abecedario hebreo ya se lo
sabía nuestro Señor que como hijo de Dios gozaba del don de la ciencia infusa y
este Gamaliel era algo zoquete y un poco bruto, partiendo del axioma de que la
letra con sangre entra.
Un día le dio de palos al divino
Maestro. Se abrieron los cielos y el dómine cayó muerto. En la sinagoga
por lo visto acusaron a José de ser padre de un muchacho que tenía tratos
con el diablo. Muy afligido el santo varón pidió al Niño que
devolviera a la vida al iracundo maestro. Jesús obedeció. Impuso las manos
sobre el difunto y éste resucitó. Bonita historia apócrifa. Por eso mismo, yo
creo... quia absurdum
No hay comentarios:
Publicar un comentario