2021-03-19

 

UNA NOVELA DE SEGISMUNDO LUENGO

Por Antonio Parra.

Tuvo Zamora siempre fama justa de ser tierra de buenos novelistas, escritores y periodistas. Por citar unos nombres: Rufo Gamazo, Agustín García Calvo, Bartolomé Mostaza. Comarca fronteriza, presenta una serie de variantes dialectales y léxicas que son de monto y que honran la literatura castellana desde los primeros poetas del Rimado de Palacio hasta aquel cisterciense que colgó los hábitos por ir a servir al emperador a tierras europeas, y que se llamaba Cristóbal de Castillejo, el defensor del viejo metro castellano en contra de los modernistas italianizantes y que estuvo poco reconocido siempre por los manuales regalistas. Pero eso es siempre Zamora que unos llevan el agua dejando el acarreo de la fama para otros; esto no embargante, es épica desde la primera victoria de los mesnaderos castellanos contra Abderramán III, quien a la puertas de la heroica ciudad mascó el polvo de una de sus pocas derrotas. Al gran emir de los abasidas los acontecimientos de este verano en la peripecia de la Isla de Perejil con las reivindicaciones trasnochadas del autócrata del Magreb lo han colocado en la punta de lanza de la actualidad. Zamora, por más que orillada, es para los apasionados de la literatura fuego perenne. Las largas horas del verano con sus ocios y esparcimientos me han permitido leer de un tirón una bella obra de Segismundo Luengo, hermoso libro y de una acción intensa y trepidante aunque adolezca de los manidos defectos de las producciones primerizas.

Los vagabundos no mueren del autor sayagués fue saludada por la crítica como un suceso y con un alborozado “novelista tenemos” que dejó caer judicante desde las páginas de “Arriba” Eduardo Haro Tecglén - ¡lo que cambian los tiempos, hay que ver este hombre, admirable en su capacidad tornadiza, en qué sitio escribía a la sazón!- y por el propio Camilo José Cela quien había prologado un libro anterior de Luengo, El Duero baja negro. Alfredo Marquerie encuentra en esta novela concomitancias con los maestros rusos. Y todos por lo general se hacen lenguas de ella, dada la agilidad y garbo, sin dar de lado a la riqueza de estilo y a la propiedad del lenguaje en que está escrita.

Aunque el autor sitúa la acción de los “Vagabundos no mueren” a primeros de la pasada centuria lo cierto es que la trama se ambienta en el Madrid de principios de los años 40 con su clima de calma chicha, de refugiados nazis y de agentes comunistas, periodistas incendiarios con una tea en una mano y en la otra el cálamo. Tampoco falta el amor. Precisamente su protagonista, un periodista integro por nombre Patricio, por su renuencia a aceptar aquello que va contra su conciencia, acabará pidiendo limosna. “Los vagabundos” es la historia de un ascenso. El del amor. Y de una caída. El desamor. Lo mejor de su vida, dice, fue Berta, que marcó a fuego a Patricio. Igual que si fuera una res. Berta venía huyendo del Berlín hitleriano y encontró en España un país que la llena de entusiasmo. Amó el paisaje pero desconocía el paisanaje.

Berta y Patricio llegan a encontrarse trabajando en La Hora, un periódico que tenía establecida su sede en la calle de la Montera y cuyo propietario era una tal don Zacarías, oscuro personaje y que actuaba como hombre de paja de una red de estraperlistas internacionales que mezclaba las ideologías con la trata de blancas, la extorsión y el chantaje. Los problemas que plantea el libro no pueden ser más actuales. Patricio trabaja para este consorcio pero se niega a vender su pluma a sus amos. Estos a lo primero se sorprenden. Luego se irritan y optan en ultima instancia por quitarselo de enmedio. Una tarde le envían dos “negros” pero se equivocan de individuo y matan por error a una amigo, un vasco que se había hecho cargo de la dirección del rotativo mientras el protagonista pasaba unos días de luna de miel en su tierra zamorana. Estas vacaciones en Galende lo libraron del filo de la navaja

El tempo.

El tempo de una buena historia tiene algo del ajetreo de un martillo pilón. La vida no es más que un golpe de rodezno. Arriba, abajo, afuera, adentro, delante, detrás. El movimiento de la naturaleza es pendular. Y el modelo elegido no es la trayectoria homogénea del dardo desplazándose en una sola dirección para vencer la ley de la gravedad. Se parece más al movimiento de círculo. Tiene que ver con el acaso y con las alternancias de la casualidad o los binomios de la paradoja que sobrecogen a por igual a entusiastas y a escoliastas. Luengo (sus amigos preferimos siempre llamarle Segis) en esta novela tan ponderada y que contó con los elogios del Dr. Marañón, aparte de los epígonos arriba consignados, de rasgos biográficos, penetra a golpes de azud en los entresijos anímicos de los encartados. Proliferan las buenas observaciones sobre el paisaje y las gentes que lo pueblan. Hay una buena visión del mundo. El estilo es recio, tan pronto amargo como de una ternura sublime. La noria novelística de Luengo se mueve con estridencias barojianas. Hay un pensamiento que se perfila como mensaje críptico a lo largo de la redacción de la obra. Y es que el destino se ensaña inexorablemente con los mejor preparados mientras trata con benevolencia a los inicuos y mediocres. No es cuestión de pedir peras al olmo. La naturaleza es injusta, desordenada e imprevisible sobre todo en lo que hace referencia al comportamiento. Para el bueno no hay piedad. Esa es la fija. De manera que Patricio, un perdedor, pega tumbos por la trama. Se había enfrentado al sistema y nostramo se ensaña con los que le hacen momos. Le queman el periódico, lo intentan asesinar, envían anónimos delatores a su novia alemana “que había traicionado a la causa”. El héroe se enfrenta a la fatalidad aun a sabiendas de que lleva las de perder puesto que ellos son demasiado poderosos. Hay atisbos autobiográficos dispersos por toda la narración. Los que conocimos personalmente a Segis - un astur leonés enteco, bajito de cuerpo pero grande de espíritu y con un par de lo que hay que tener- sabemos que era proclive a enfrentarse hasta con el mismo lucero del alba. Cuando se cabreaba hasta las colecciones de los más sesudos periódicos que se conservaban en la Hemeroteca Nacional se echaban a temblar. El narrador no habla por tanto de oídas sino que aporta datos de su propia vividura.

La busca.


Los personajes se hallan trazados a soga y tizón. Hay un buen andamiaje arquitectónico. Pero son bocetos acaso de una novela más larga que el autor se proponía transcribir. Obligado por la necesidad o por la falta de espacio y de tiempo de su perentoriedad periodística las cosas quedan como colgando in medias res. Hasta en eso. En su nerviosidad e intrepidez se nota que el libro ha salido del magín de un reportero. Parecen los personajes daguerrotipos de Baroja y hacen pensar en los desarrapados de “La Busca”. La vida de un periodista con sus agujeros negros iluminados de bohemia tiene puertas encantadas que conducen a la planta noble de la gloria. Por más que - también - balcones que se asoman al abismo. Nostramo no perdona, como consecuencia de su intento de agresión al juez durante el auto de procesamiento a los culpables del asesinato de su amigo es condenado el protagonista a cinco años de destierro en Las Hurdes. Intenta huir del cepo que le tienden las fuerzas oscuras que conspiran contra su destino pero hay alguien arriba que decide por nosotros, y no somos libres. Resulta víctima de su propio pathos y a esta adversa circunstancia se añade su mal carácter que le hace ir dejando jirones de su propia alma en cada zarza poniendo la vida al tablero a la menor eventualidad. Patricio acaba de bacinero (mendigo). En los primeros capítulos la descripción de la vida miserable - la pobreza le ha devuelto la libertad- se alcanza el punto de inflexión. Es lo mejor del libro hasta el punto de crear escuela. Cela, Bartolomé Soler, Sebastián Juan Arbó. Emilio Romero en el Vagabundo pasa de largo, y otros, abordan la misma cuestión de los hombres derelictos, quizás con más éxito y fanfarria pero sin la originalidad de Segismundo Luengo quien aquí rampa como un verdadero Cid Campeador de la novelística de su tiempo. Es tan psicólogo como Rafael Sánchez Mazas y tan eximio relator como Manuel Pombo Angulo. Por lo que contiene de reto a las fuerzas oscuras y la crítica a los poderes fácticos, de los que no sale indemne la Iglesia (resulta pertinentísima la descripción del cura de aldea repartiendo sopapos entre sus monaguillos para luego predicar el que os améis los unos a los otros como yo os he amado) esta novela es un exorcismo contra los demonios familiares que nos cercan. Alguien dijo que escribir es llorar, más bien se trata de un ejercicio espiritual en el que se suplica la gracia y el perdón por un mundo maravilloso pero sin sentido en el que resulta poco recomendable meterse a redentor. Porque los males arrancan de antiguo y carecen de solución. Basta con mirar lo que acontece y hurgar en la basura bardanera de los traspatios. Los escritores de la leva zamorana de postguerra, inmensamente rica, no eran paniaguados, contra el criterio que se viene anunciando a bombo y platillo, del régimen sino que con frecuencia vapuleen al sistema con más margen de crítica y cociente de libertades que hay hoy frente al rodillo que se cierne sobre nuestras cabezas. Este sistema que encontró precisamente en sus versos y en su prosa una válvula de escape. Las normas de publicación no eran tan férreas como en la actualidad, a raíz de la llegada de los émulos a la demócrata del Gran Inquisidor y la irrupción de los magnos visires del pensamiento, los veedores y mozos de espuela del Supremo, los zascandiles de Nostramo.

Las cabezadas del rodezno.


Segismundo Luengo blandea en algunos trancos de la narración la tea de los grandes libertarios a sabiendas de que la “rebelión contra los magnates” no la perdonará ningún jefe de negociado, que el criminal se resguarda a veces bajo la misma cobija que el santo y que también los hay desafortunados, puesto que criados con leche de llueca acabaron destinados a las pocilgas del fracaso. ¿Pero qué es el éxito y qué es la derrota? No hay baremos. Todos ellos acabaron humillando la cerviz bajo la testuz de la libélula apocalíptica y sometidos a los golpes del rodezno de maldades que pega cabezadas a diestro y siniestro y manda intrigas y traiciones. Todo aquello que es parte y aditamento de la existencia humana. La rueda dentada cabecea indiscriminadamente convirtiendo en golpes de melancólico son todo su trajín. ¡ Cuán bellos paisajes! Pero ¿cabría decir lo mismo del paisanaje? Su barbara geografía - comenta - hace a los españoles seres diferentes y como extraños a sí mismos. ¿Están los españoles a la altura de su paisaje? El Escorial es magnifico pero aguarda que suba todo el personal que hace trasbordo en Venta de Baños. Si quieres sentir pena por la humanidad vete a una corrida de toros o metete en un tablao flamenco mientras haces tiempo para tomar el tren burra a las dos de la mañana que pasa por Medina del Campo. Sumergete en los abismos de la telebasura. La inquisición ha resucitado de la mano de la prensa rosa. Lo que decía Cánovas, se es español porque no se puede ser otra cosa. A lo que el mártir José Antonio quiso poner proponer diciendo que era de “lo más serio que se puede ser en esta vida” (Ciertamente los escritores falangistas nos sacaron de la cutrez, mala gana y desasimiento en postración en que había estado el alma hispana durante centurias, pero no fue más que un inciso, una excepción a la regla general esta racha para caer en esta desesperación demócrata separatista que nos desgobierna). Cuando la vulgaridad hace presa en España somos capaces de dar lecciones de cutrez a media humanidad. Las bailadoras llevan una faca en la liga, según observó Próspero Merimée. Es la imagen que ha dado la vuelta al mundo aunque en el fondo nos desconocen. Pasa un campesino en chanclos, un marranero agita la tralla en mitad del andén, cerca de una señora de luto que sentada sobre una maleta de hatillos da de mamar a un niño. En la estación no hay bancos y los del vagón son de madera. He aquí a los habitantes desesperados del triste paraíso. Un estremecimiento anarquista, una desesperación sin límites, recorre todo este libro. Luengo recuerda en la manera de narrar a los maestros rusos. El suyo es un ejercicio de puro nihilismo, un descenso a las zahurdas del subconsciente donde Pedro Botero agita los cuerpos de los condenados en el calderón incombustible. Hasta se escucha una melopea infernal. Todos los españoles en alguna ocasión hemos escuchado esa cantilena. Patricio nos ha descubierto parcelas insospechadas e incontroladas de nuestro yo inerte. En todos nosotros duerme un andarríos como el protagonista de la novela, contrariado y triste, que duerme en la hura de un pajar. Cuando el almud de la existencia se convierte en arma arrojadiza contra nuestro propio destino es para echarse a temblar. No hay solución ni escapatoria posible. Cualquier día te llevan preso los “charoles” o te tienden boca arriba entre cuatro cirios. Esa es la fija. “Los vagabundos no mueren” fue publicada en 1951. Al cabo de más de medio siglo mantiene su lozanía e interés. Y sigue siendo actual ante la invariabilidad del ser humano que sin variar un punto ni un barrunto siguen los mismos. Sólo mudan siquiera levemente las situaciones. Su estilo tan zurrador y poético como el Viaje a la Alcarria, cuyos pasajes recuerda, conserva su carácter de golosina para los catadores de la buena literatura. Por eso la obra del sayagués tendrá que ser revisada, es una injusticia que yazga en el olvido.

Antonio Parra Galindo

5 de noviembre de 2002



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