Enrique CASTRO BERMUDEZ
RIP ERA EN MI AMIGO EN AQUELLOS TIEMPOS DE MI ADOLESCENCIA EN COMILLAS
Acaba de fallecer a los 80
de un cáncer por el tabaco el cura rojo de Entrevías, era aquel amigo y valedor
en el seminario de Comillas cuando mis padres que eran pobres no podían pagar
la mesada ni comprarme otra sotana pues había crecido y la que vestía me
quedaba corta.
Todos se reían de mí, yo
era aquel adolescente muy bueno en latines pero un cero patatero en matemáticas
y en física y química que nos daba el padre Rábago, aquel jesuita santanderino
que ofició como traductor en el encuentro de Franco con Eisenhower.
El prefecto de los retóricos un vasco con muy
mala leche un tal Eguillor me cogió ojeriza desde el principio, me mandó al
pelotón de los torpes, no despreciaba ocasión para humillarme en público. Me dijo
una frase que aun me está hiriendo y contra la cual me he rebelado toda mi
vida:
──Tú no vales para
Comillas, Careces de nivel, nunca serás nada.
Se me cayeron los palos
del sombrajo y yo que quería ser obispo…
Sin embargo, Enrique
Castro que era de un curso superior vino a pedirme disculpas y consolarme al
verme llorar por los pasillos.
Siempre le estaré agradecido
al cura rojo, el amigo de los pobres y marginados, el contestario el que se las
tuvo tiesas con el nefasto cardenal Rouco. y en su óbito me acuerdo del titulo
de una novela de Cebron los santos van al infierno.
Seguramente que a estas horas el padre Enrique
el que se quitó la sotana y daba rosquillas y vino en la eucaristía está ahora
gozando de la gloria del Padre.
Formando parte del cupo
de los elegidos del cupo de los justos de Israel.
El verano de 1959 fue
traumático en mi vida. Yo despuntaba en el seminario de Segovia como latinista
y era un adolescente piadoso.
El rector don Julián
García Hernando de feliz memoria le dijo a mi padre que yo tenía madera de
obispo que me mandaran a Comillas el seminario de elite. Eché la instancia y
fui aceptado.
Le llevé la carta a mi
padre que entonces estaba en el campamento de Robledo instruyendo a los de la
IPS y a los quintos y me dijo: Comillas es más caro que el seminario de
Segovia, no tenemos beca, pero haremos un sacrificio.
Vino mi tía Dominica del
pueblo y ayudó a mi madre a preparar el ajuar. Todas mis prendas habían de
llevar bordado un número, recuerdo ese número: 288 no se me olvidará nunca.
Lleno de ilusión la
noche del uno de octubre tomamos el Correo de Santander tren nocturno que llegaría
al amanecer a Torrelavega, yo con mi cofre, el rosario en la chaqueta, el pelo
al cero y toda una vida por delante, quería ser obispo.
En la estación de Medina del Campo subieron todos
los aspirantes de Zamora, Ávila, Palencia y Valladolid. Entre los de Valladolid
se encontraba Enrique.
Había venido a
despedirle su padre un coronel de Aviación que mandaba la base de Villanubla y
unas hermanas muy guapas.
Enrique amable
dicharachero y hasta diríase que guapo con una gafas sin montura y hablando un
poco pijo causaba impresión por su afabilidad y simpatía.
Ya se veía que era un líder
y yo estaba un poco atemorizado porque mi padre no era más que un pobre
sargento de artillería y entre los vascos que se agregaron en Venta de Baños se
encontraban hijos de poderosos industriales y empresarios vizcaínos. Temí no
estar altura.
Enrique Castro nos
divertía contándonos las aventuras de aquel verano. Recuerdo los nombres de José
Manuel Roque de Miguel y un tal Vaquerizo que debió de ser el padre de ese
famoso que anda en lenguas por las redes sociales un si es no es de los que
pierden aceite.
Aquel largo viaje en el correo de Santander no
lo olvidaré jamás.
Por primera vez vi el mar
y olí el perfume de la hierba y de los pastizales cántabros tan diferentes de los
barbechos castellanos.
En Torrelavega nos
aguardaban dos maestrillos gallegos. Uno era el padre Cavada que nos ayudó a
cargar nuestros baúles en una camioneta, yo aferrado a mi baúl y aferrado al
rosario que llevaba en el bolso de mi chaqueta de pana. Tuve una expresión
mayestática al subir la Cardosa la cuesta que bordea el seminario entre rosales
y tamarindos. Fue una sensación mágica.
Allí me encontré a un
vasco que se llamaba a Aramburo me enseñó todas las galerías y dependencias del
enorme caserón.
Fuimos a saludar al
padre Mayor que era el encargado de la clase de Griego para los Retóricos, me
produjo una sensación de humildad aquel sabio helenista que conocía todos los intríngulis
de la lengua de Homero y que el día de San Juan Crisóstomo escogía a uno de sus
alumnos más destacados para pronunciar una de las filípicas de Desmóstenos
desde el pupito a la hora del desayuno. Aramburu
creo que fue uno de los dos de mi curso que llegó a cantar misa, el otro fue
Antonio Pelayo famoso periodista del YA y corresponsal de la Cope en el
Vaticano.
Sin embargo, he de confesar que fuimos los últimos
de Filipinas. Con nosotros empezó la desbandada. Los seminarios vacíos que fue
el tema de mi libro.
El Concilio vació los
seminarios y todos colgaron la sotana. Aquel año en Comillas me marcó, acentuó
mi rebeldía contra ciertas malas praxis del nacional catolicismo, la obsesión
sexual que pudo convertirse en verdadera tortura, el “streaming” promocionar a
los que valen y a los hijos de los ricos. Sobre todo a los vascos.
Ahora entiendo la frase de por qué ETA nació en
un seminario.
La condena de Eguillor
sobre mis capacidades con aquella crueldad din miramientos en los que son
verdaderos artífices los jesuitas me hizo contestario. Comillas fue para mí la
forja de un rebelde.
Lo cual no es óbice que
sintiera admiración y recuerde con cariño a otros jesuitas como el padre
Martino, el padre Heras el maestrillo que me venia a avisar a las tres de la
madrugada para que me levantara al baño. Yo padecía enuresis, y me meaba en la cama,
se dispararon mis complejos de inferioridad.
En el pelotón de los torpes
estaba Juan Bedoya que también llegó lejos en el periodismo.
Fue corresponsal religioso
del país y por lo que a mí respecta que se chinche Eguillor alcancé el summum
del periodismo: las corresponsalías de Washington y Londres.
Nos juntábamos a leer la Colmena de Cela
frente al mar sentados en un desmonte de Peña Castillo y por las tardes cantábamos
la Salve en el Stella Maris.
A Enrique de Castro Bermúdez
no volví a verlo hasta los años 90, estaba muy cambiado, no era aquel
adolescente guaperas y dicharachero de Comillas sino un señor con la mirada
doliente, sus ojos habían penetrado en la realidad española, yo le dije que
recordaba con cariño aquellas misas en latín y aquellas salves en el Stella
Maris, hizo un mohín, pero inmerso en su caridad no quiso reprobar mi actitud
algo carca en dicho instante.
Torció el gesto y se
despidió. Pienso que la iglesia es multifaria y el rostro de Cristo tiene
muchos ángulos de visión innumerables facetas.
Los escolásticos los denominan
“suum cuique” y yo estoy por una iglesia donde la liturgia y la tradición son
el baluarte.
Por eso sigo entusiasmado
a los rusos que conservan eso que nosotros hemos perdido la fe prístina sin
aditamentos. Estoy en las antípodas de los postulados de Enrique pero los dos vamos
a lo mismo.
Fuimos amigos, La secularización
tiene sus peligros, pero soy amigo de los musulmanes repruebo la crueldad católica
ya fustigada por Francisco de Quevedo y trato de hacerme ingenuo como un niño.
Aquel niño que fui en
Comillas maltratado y lanzado a las tinieblas exteriores por los Eguillores de
turno, los intolerantes, los montanos que quieren una iglesia a su medida solo
para santitos, no la iglesia no puede convertirse en un problema de bragueta.
Esa es gasolina con la
cual quieren incendiar a la iglesia sus enemigos. Es caridad, es quietud, es oposición
a los poderes facticos.
Enrique de Castro Bermúdez
hizo de su vida la regla de oro de San Agustín; ama et fac quod vis, ama
y haz lo que te pete. Por eso fue un gran cura un cura de mi generación la del
68.
No es verdad, Cebron,
los santos ya no van al infierno, Van al cielo de cabeza,
Descanse en paz, Dios lo
tenga en su reino.
15 febrero 2023
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