lunes, 04 de mayo de 2020
Vamos y venimos. No somos nadie y,
menos en tiempos de peste. La llaman la Pequinesa porque es un regalo
envenenado de los chinitos y yo soy Polendos, Medel Polendos Juarrillos para
servirles y me acaban de dar de alta del hospital. Curado del vitrón colérico
una vitamina sintetica diseñada para matar gente no sé si la elaboraron los
chinos o los norteamericanos o los israelitas en su ánimo de venganza por el
tema del Holocausto, ese factótum reivindicativo que tenemos los europeos hasta
en la sopa. Hoy se cumplen tres cuartos de siglo del asalto a Poznam. Menuda
carnicería que prepararon los rusos del mariscal Yukov en Berlín pasan los
noticieros imágenes apocalípticos de aquellos combates. Aquello fue entonces
pero ahora es el virus siniestro tósigo y ponzoña que ha abrió de par en par
los hornos de Ausschwitz en el supuesto de que allí hubiese hornos crematorios
que el diablo el gran entrometido se inventa cosas y es el gran fabulador el
que inventa embustes. Actualmente es el campeón de las fredes. Kissinger ese
animal satánico inventor de la política del paso a paso cuando era secretario
de Estado insta a la vacunación masiva. Sí. Sí. Los satanistas quieren
tallarnos. nuevo orden mundial para su egida el orden del anticristo. Pues ya digo yo me contaminé de ese bacilo
letal en un viaje que hice con los viejos a Salamanca. Regresé tosiendo, me
dolía la cabeza, tuve que ir al baño no sé cuantas veces a cagar agua. Mi mujer
la pobre me llevó en el pequeño utilitario que tenemos a Puerta de Hierro. Allí
me vio una doctora que era una chica joven metiome dos palillos por las fosas
nasales di positivo y con las mismas se ordenó mi traslado a un sanatorio en El
Escorial. Me instalaron en la crujía de los apestados y vi el rostro fatídico
de la muerte aquella noche. Vía la luz
al otro lado del túnel y estuve a un paso de la eternidad pero una señora
misericordiosa, mujer de luz, me acogió en su regazo, volví a sentir las
caricias maternales, era. Ella mi madre celeste, y regresé a la vida. El cuerpo
transparente vestida de sol calzada de
luna se subía a una tarima bajo la cual
reptaba enfurecida la serpiente. Yo flotaba sobre la cama del hospital en medio
de aquel delirio causado por los 39 de fiebre me vi salir por la ventana de la habitación 666 del dispensario cerca de
la Cruz que quieren derribar los satanistas. Yo cabalgaba en una nube y no
hacía caso a la enfermera ecuatoriana que me atendió solicita durante la
pandemia que angustiada me llamaba por mi nombre Medel ven acá, no te vayas y
yo le dije ya soy viejo, querida enfermerita he vivido bastante, cariño. Hay
que dejar hueco a los jóvenes.
─Eso es precisamente lo que
quiere el Maligno. Sacaron este virus de un matraz y engañando a todos lo
saltaron como si fuese el ave de la muerte. Le encomendaron acabar con los
viejos. Si no haces por tu vida, les vas a dar la razón a ellos. No te rindas,
Medel. No me rendí. Un legionario de Cristo nunca entregará la cuchara, aunque
lo maten ni entregará la plaza al enemigo.
Yo no la escuchaba, (tenía que cumplir una misión
aun me queda mucho por hacer, tengo las manos vacías, muerte no vengas) pero el
virus se pegaba a mis carnes abriendo sus fauces como la hidra de seis cabezas
dispuesta a devorarme. Yo trataba de huir y de encaramarme a la azotea del
empíreo pero cuanto yo más trataba de zafarme sus mandíbulas apretaban con
mayor fuerza. ¿Es allí donde se encuentra el Paraíso? No importa si esta noche
es la última. Vino un camillero y me ataron a la cama. Me suministraron una
droga gruesa casi como una manzana color
mazarrón que amargaba y casi me ahogaba, no pasaba el aire por el diafragma
empecé a expulsar bilis negra me iba por arriba y por abajo, bajó la fiebre y a
la mañana estaba sentado en la cama rezando el rosario. Es de lo que me acuerdo
de lo vivido aquella noche pasada en los dolores de la crucifixión. Tengo una
sensación vesicante del rostro de aquella monjita que se me acercó vestida de
un blanco manto y un sayal pardo su expresión era muy dulce. Las enfermeras que
me cuidaban tres ecuatorianas y una almeriense que no le dio importancia a la
cagalera que me entró de repente, una navaja me perforó las tripas salió sangre
fecal toda negra:
─No tiene importancia con tal que
te cures, hijo.
Me entró mucha desazón aquella
noche. No sólo creía que era el termino de mi existencia sino que también veía
el final de los tiempos. Todo el mundo al valle de Josafat. Escuché el sonido
de la trompeta del juicio final.
─No es posible que esto se acabe.
La profecía dice que antes se tendrán que reconciliar los cristianos con los judíos
y que las tres religiones únicas hubiesen convivido un tiempo en hermandad.
─Esos son cuentos chinos que se inventan los popes─
dijo un diablo que estaba a la cabecera de la cama dispuesto a llevarme consigo
a las calderas en cuanto yo exhalase el último suspiro;
había muerte y angustia y las
radios y las teles no cesaban de proferir calamidades. Los periodistas y las
chicas de la tele también se habían hecho apocalípticos. Profetizaban un baño
de sangre. El Trampas un hombre muy poderoso residente en la Gran Mampara
(decían que él era el que había puesto en circulación el desastroso miasma que
atacaba a los pulmones, provocaba cagaleras y en última instancia apneas y
faltas de respiración) se flotaba las manos. Convocó a sus asesores y les
informó de que el remedio surtió efecto
─Había demasiada gente en el mundo más de
siete mil millones. Buen procedimiento de diezmar población sin recurrir a la
bomba atómica.
Un fraile del barrio franciscano
vino a verme a la mañana siguiente para darme la extremaunción y yo le dije que
naranjas de la china hoy no me muero de ninguna de las maneras:
─Yo, padre, no necesito viáticos
administrado por gente tan chaquetera e hipócrita como ustedes los católicos,
sois los aliados del maligno. Me hicisteis los curas mucho daño en mi vida y no
os perdonaré en la hora de la muerte. Que os perdone Dios. Sois gente mala y
artera.
─Mira, hijo─ exclamó amenazante─
vas a morir sin confesión. Irás al infierno de cabezas.
─Allí estaré calentito, fray
Enebro.
Me sentí orgulloso de haberle
dado calabazas a este confesor. Cuando marchó, apreté mi crucifijo que siempre
llevo entre los dedos y vi a la monja benefactora sonreírme. Recé entonces el
yo pecador.
La pandemia había llegado sin
avisar como un ciclón. Todo el globo se vio infectado. Hispania peccatrix. Sí,
nos lo merecemos. Castigo de dios El gran Perico llamó al Coletas y declaró el
estado de excepción. Era una encerrona. Nadie podía salir de la habitación. A mí
se me confinó en mi casa. Todo el personal del hospital se sentía fascinado por
mi pronta recuperación y cuando abandoné la crujía salí a hombros como un torero
en tarde triunfal. Afuera la brisa jugaba con las hojas de los castaños que
acababan de brotar. Del monte de las Machotas circulaban nubes preñadas de agua
y la lluvia estaba a punto de descargar sobre los muros ciclópeos del Escorial
inescrutables como siempre. No había tráfico en la carretera, Madrid parecía una ciudad fantasma. Las
campanas de las iglesias convocaban a la sextaferia del perdón. Mientras viajaba
por los espacios infinitos en vuelo hacia el infierno para no caer al vacío yo
me así a las cernejas del caballo del Apocalipsis montado por el Quinto Jinete
que tocaba la trompeta
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