ABUELO BENJAMÍN
El abuelo Benjamín era otra
cosa. Casi fue el que me crio en la aldea de Fuentesoto pueblo también románico
con una vega triunfal camino de los monasterios de Cardava a la cual se asomaban
los somos, cañadas y eriazos. Por lo menos no me tiraba piedras cuando pisaba
sus viñas que el otro estuvo a punto de deslomarme de un cantazo.
Aquellas vivencias hicieron
de mí un escritor, acaso un escritor iconoclasta y a redropelo del sentir general.
Mala cosa llevar la contraria pero yo siempre me mantuve en mis trece
seminarista fracasado pasado por el filtro de la literatura pero mi alma se
moldeó en aquel seminario cuyas vivencias rememoro cuando estoy aquí postrado
en la cama del hospital recién operado de la próstata.
Las ideas se agolpan, quieren
salir a toda prisa, pues siempre pensé y escribí a gran velocidad y me
aturullo, me atasco y pierdo el anhélito, vuelve el ritmo pero mi vida es un
eterno combate con las ideas y los formularios volcados en palabras, angustia
vital, desazón, vértigos, el vértigo del escritor que sólo se cura bufando
pipadas de humo o camino de la despensa, somos propensos a criar carnes, la
furia del español sentado en su sillón que se desgañita contra la injusticia contra
esto y lo otro. Extraño mi cachimba que ha sido compañera de mis largas
vigilias, mi ametralladora, mi “novia” y mi tormento, que a veces no me deja ni
respirar. Saltan las imágenes de un lado a otro, se enredan las palabras. Viene
Maite la dulce enfermera. ¿Cómo estás, cariño? Quisiera fumarme una pipa, no se
puede, corazón. Dentro de un rato vendremos a hacerte una extracción, más tarde
la compañera te tomará la tensión. La urraca del patio central faltaba poco
para acabar de construir su nido. Las noches se hacían largas e insomnes. A la
madrugada el diligente córvido seguía su labor. Pronto te darán de alta. Esto
no ha sido nada. ¿Nada? Un cáncer, hoy el cáncer si se coge a tiempo es
curable. Más duro lo tenías si fuese de pulmón. Era lo que temía yo, pero el
tak que me hicieron revelaron que estaban limpios. Soy un fumador empedernido.
El vicio lo cogí a los catorce años con un mataquintos que sabía horrible. Me
vio mi padre que venía del cuartel y apagó la tagarnina de un sopapo. Zas.
Ando en desacuerdo con Andrés
Laguna autor desconocido y al que yo he descubierto como autor críptico del
“Lazarillo de Tormes” gloria inmortal de la novela picaresca y que he sacado de
pila librándole del anonimato de siglos, que dijo:
─Se escribe por la
honra pues la fama es la orla de la artes.
No, señor, hoy se escribe
para echar los demonios fuera, lanzar pestes contra los nazis y los judíos que
pueden ser consistentes en el mismo perjuicio, los extremos se tocan la
serpiente cambia de piel. Eso de ser escritor famoso debió de ser antaño,
hogaño el vulgo vierte suspicacias sobre nosotros. Nos mira mal. Somos
delincuentes y nos desprecia o nos compadece como enfermos bipolares, o adictos
a un vicio tan inconfesable como el onanismo. Escribir consiste en masturbarse
con palabras y eyacular proposiciones y asuntos que no son de recibo. La gente
lo que quiere es que la dejen en paz, que no la vengan con historias. Tú no te
pases, mira lo que te digo. El escaparatista de Arévalo un martes de mercado me
largó está pregunta a bocajarro:
─¿Sigues escribiendo?
─Sí
─¿Y te la meneas?
─¿Por qué no?, de vez en
cuando
El librero Gomis un tipo un
malauva el cual me ha maltratado, timado y puesto en berlina todo lo que ha
querido me recibió con una frase que es todo un dardo al bandullo de un poeta.
-Tus libros no se venden,
deben de ser muy malos.
-Si no los pones en el
escaparates y los tienes ocultos en la sacristía ¿Cómo se van a vender cacho
cabrón?
Le hubiera dado al librero de
lance un garrotazo en los hocicos pero no estaba de nones sino de pares. Por lo
demás buenas tragaderas he. En una bella mañana de octubre no merecía la pena
meterse en reyertas con un hijoputa. Escribir es llorar Larra dixit hay que
estar dispuesto a ser crucificado y coronado de espina cuando no de gargajos
como le ocurrió a Lázaro de Tormes en la novatada de Alcalá. La
desconsideración la mala educación y el morbo visigótico o envidia es el
estigma de esta nación. Tengo que confesar a mis detractores para que se calmen
y no se pongan nerviosos que yo solo emborrono papel para dejar de fumar o el
que se divierte con papiroflexias o pintando monigotes. Así nos las van a dar
todas en un carrillo.
El abuelo benjamín era otra
cosa. Tenía una faja blanca rodeándole la barrica con flecos, a la manera de
los israelitas para que no se le cayeran los pantalones y al orar que lo hacía
de mañana y la noche se balanceaba como tratando de conseguir que sus plegarias
llegasen a Adonai, y él les daba un empujóncito. Las mujeres en misa se
sentaban en cuclillas a la morisca delante del hachero y eran fatalistas los de
mi pueblo en sus conversaciones sea lo que Dios quiera (maktutescrito, estaba )
o Dios lo ha querido, tendrá que se ser así y Alá Akber. Todos nos prosternábamos ante la cruz del Calvario pero
había viejas reminiscencias pegó una vez conde otras adoraciones
antiguas. Éramos judíos, moros y cristianos todos al de por junto y cada uno
hijo de su padre y de su madre. Hacíamos a tres velas, a tres palos, la
convivencia a veces resultaba penosa pero fue posible y cuando el abuelo se
quitaba el abuelo cinto… Habíamos ido a melones y nos pilló el
guarda Melares, quien a la noche se presentó en casa y dijo tu chico fue cogido
in fraganti haciendo destrozos en la finca de la tía Piquilaya. Son cinco pesetas
de multa.
-Ah si, bajate los
pantalones, chiquito que te voy a sacar del culo las cinco pesetas y los
melones de la Piquilaya.
Diez vergajos con la correa
ni uno más ni uno menos. Desde entonces no se me ocurrió ir a melones, ni a
peras, ni a sandías. Fueron los chicos del pueblo que me malmetieron y yo
inocente de mí caí en la lazada.
Era yo tan inocente que
me creía todas sus infamias. El Pedrete el del tio herrero, el Elpidio, el
Agustín mi primo hijo del sacristán y su hermano el Maudillo, el Micha hijo del
sastre que era tan pequeño que no podía con las albarquillas, el Julián el de
la tía Pilar y el tío Pedro Sancha pero el más cruel de todos era Pedrete. Fue
el que me encomendó la tarea de asaltar el melonar de Piquilaya.
─Entra ahí en eso, segoviano,
y arramplas con un par de melones.
─Tengo miedo, mi abuelo me
dice que hay que respetar lo ajeno.
─Tú ¿miedo? Eres hijo del
sargento Parra.
─Yo no tengo miedo a nada
Y salté la cerca. Fue
entonces cuando vi venir al Melares pegando voces y juramentos apuntándome con
su tercerola. Del canguis que me entró se me cayeron los melones del regazo que
no estaban maduros, eran badeas. Los otros habían puesto pies en polvorosa, me
dejaron solo como siempre. Por las orejas y yo llorando como una magdalena
aquel esbirro me condujo al cuartelillo, vino el juez de paz el tío Bernardo.
¿Qué ha hecho el chico? Robar melones. Vaya una educación. Que se avise al
señor Benjamín Galindo. Mi abuelo el pobre estaba avergonzado y corrido de mi
“hazaña”. El juez de paz era su amigo. Eran quintos, él, el tio Dominguín y mi
abuelo. Nacieron en 1885. Se ufanaban de ser quintos del rey Alfonso
XIII. sentabánse en un banco de honor en el presbiterio durante las
ceremonias religiosas. La noche que recibí la somanta de palos con la correa del
abuelo era una noche de luna lo recuerdo bien. Al otro día tomamos el coche de
línea y para Segovia.
─No podemos contigo. Así que
te mando a tu padre a que te dome.
Cuando regresamos a
Valdevilla la colonia militar donde vivimos mi madre me recibió con la
zapatilla. Así te comportas, dijo y me puso el culo como un tomate. Yo no tuve
la culpa fueron el Pedrete y el Agustín los que me mandaron asaltar la cerca de
la tia Caya. ¿Robar? Vaya un hijo. Traté de escapar y anduve perdido por los
peñascales de Valdevilla recorriendo los andurriales del río Clamores llorando
mis desdichas, esta vez temiendo la correa de papá. Venida la noche, llamé a la
puerta de la casa que era verde y de madera de pino con mucho tiento y sigilo.
Me estaban buscando. Mandó mi padre al machacante por ver si me encontraba y yo
no daba señales de vida, así que estaban preocupados. Pero cuando aparecí a la
puerta de casa en vez de la correa fui recibido con besos y abrazos.
El sargento Parra saltaba de alegría, hijo, hijo. Por donde te has metido,
donde anduviste. Tu madre y yo creíamos que te había ocurrido algo. Me senté a
la mesa. Huevos con patatas fritas. El abuelo había traído un clarete que
pasaba bien al cabo de tantos sinsabores por culpa mía.
─Bebe, Silvino. Bebe, hijo,
que este clarete es superior y pasa bien.
─Gracias, señor suegro, de
hoy en un año.
Y tentó la bota embelesado
con un largo trago. Por la provincia de Segovia los casados llaman al padre de
su mujer “mi señor”. El chico es un poco mostagán pero hay que meterlo en
vereda. Hay que llevarle al seminario. El dictamen del abuelo se cumplió al
cumplir yo once años. Había habido muchos curas en la familia.
Estaba don Linos pariente
suyo que ejercía el arciprestazgo de Calabazas, el P. Galo que se fue de
misionero a África y nunca se volvió a saber más de él o don Priscilo cuñado
suyo nombrado por oposición canónigo magistral de la catedral de Burgo de Osma.
Tanto los Parra como los Galindo tenían fama de beatos y no existen dudas de
que esta veta tan clerical y bíblica les venía de su ascendencia.
Aquel rincón extremo de la
provincia segoviana había sido repoblada por moros y judíos y se produjo el
milagro de que Alá, Moisés conviviesen en plena armonía practicando usos y
costumbres, ritos, intercambiables, diciendo ojalá cuando les acuciaba un deseo
de que algo ocurriese, o pronunciando el nombre de Jesús al estornudar al besar
el pan cuando la hogaza se caía de la mesa. Estuvieron de tertulia ellos dos
dándole tientos al jarro hasta la madrugada. Yo me dormí como un bendito
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