Regresé a la que fue mi alma mater años atrás al seminario vacío comillense. Subí la Cardosa o cuesta ornada de tamarindos acompañado de MJ y al ver el gran edificio del Menor deshabitado y guarida de fantasmas no pude reprimir un grito de añoranza. Encendí mi cachimba que siempre llevo conmigo como amuleto y compañera de vida e inspiración. El humo del tabaco actuó de lenitivo al dolor de todos aquellos sueños derrumbados. Todo lo que pudo ser y no fue posible. Por allí había pasado Samael, el ángel de la destrucción sobre la colina, pero abajo en el acantilado las olas seguían batiendo las restingas del embarcadero de Peña Castillo. Ya no se escuchaba el griterío de los pipis retóricos, de los filósofos a los que ya les apuntaba la barba y los teólogos a punto de ordenarse que miraban el partido viendo jugar a aquellos chicos con la sotana arremangada. Era la hora del recreo que los jesuitas llaman quiete y no corría ya el balón buscando las porterías. Había transcurrido medio siglo.
El Stella Maris que preside una estatua de la Virgen estrella de los mares se había convertido en un jardín. Entonces era un campo de futbol, pero a la izquierda el frontón bajo un enorme cobertizo donde jugaban a pelota los vascos aparecía intacto y el seminario menor, cuyos tránsitos y aulas yo recorrí tantas veces escuchando en medio del silencio de la fila el frufrú de la pana de mis pantalones bajo la sotanilla, estaba en obras. La inmensa explanada del Stella Maris era un jardín sembrado de ortigas y de helechos. Un eco lejano creí percibir en lontananza cuajado de melismas gregorianos. Cantábamos la Salve. La brisa marina jugaba al escondite con la luz de atardecer. Imágenes vinieron a mi memoria de algunos compañeros de curso: el toledano Sonseca, los vascuences Aramburu y Aburto, Massolíes gerundese, Antonio Pelayo el delegado de curso, un vallisoletano al cual veo narrar a través de la Cope lo que pasa en el Vaticano, Lorenzana y otros muchos. Los maestrillos Cavada y Heras que fue el que me ayudó y venía a despertarme a las tres de la mañana para levantarme a orinar, padecía yo enuresis. ¿Qué habrá sido de todos ellos?
El imponente edificio del seminario menor era un rascacielos de diez pisos. Abajo en la planta baja estaba el refectorio. Los desayunos eran ruidosos y un fámulo orensano nos hablaba en gallego que no entendíamos pero que con su lengua acariciadora nos servía unos platos de arroz con leche majestuosos y café con enfilada, todo lo que nos diese la gana. A la entrada del refectorio se alzaba un púlpito de madera de pino. Desde allí el semanero nos leía pasajes de la vida del santo del día, el martirologio romano, o bien, capítulos del Kempis. En mi mesa se sentaba Otto que era alemán, Santos burgalés, Bedoya santanderino, todos del pelotón de los torpes, excepto Rubalcaba toledano que era muy listo. En la fiesta del Crisóstomo le tocó a Rubalcaba que era el número uno en el aula de Retórica pronunciar en griego un discurso para honra y gloria de aquel padre de la iglesia griega, obispo de Constantinopla, al que llamaban Pico de Oro (kris, oro y tomos, boca)
Rubalcaba tenía una excelente memoria. Después de aprenderse el difícil texto de coro nos largó una filípica de Demóstenes de casi media hora. Estupefactos quedamos todos. En la sala no se oía una mosca; únicamente, se escuchaba la voz cantarina del ponente. El refectorio aquella mañana de enero semejaba al ágora ateniense. La nostalgia que siento al volver al seminario vacío no sofrena mi resentimiento contra aquel lugar. No encajé. Me dieron por torpe. Yo no valía para obispo. Fueron doce meses muy difíciles por más que me entusiasmase la Montaña con sus paisajes idílicos y aquellos prados tan verdes cuando salíamos de paseo hasta Ruiloba, llegábamos al monasterio de Cobreces cisterciense, y nos bañábamos en la peligrosísima playa de Oyambre.
¿Quien me iba a decir a mí que yo iba a tener una casita en lo alto sobre las peñas del acantilado del Mar Cantábrico? Un lugar tan bello y paradisiaco como el de aquel cerro de Peña Castillo Dios escribe al derecho con letras al revés, ciertamente. Con sólo quince años aprendí en aquel caserón a sufrir y a ser humillado. Verumtamen, tú no vales para nada. En matemáticas, en física y química era un desastre, aunque destacase en lenguas clásicas y en inglés que siempre se me dio bien. Pegué un estirón. Mis células andaban revueltas. No sabía donde tenía la mano derecha ni a qué carta quedarme. Verumtamen, tú no vales, te nos has colao. Vuélvete a tu seminario y por si esto fuera poco no me valía la sotana que había heredado de don Bienvenido, un canónigo de Segovia, amigo de mi madre que era casi un enano, Verumtamen, tú no vales. Los malos tratos psicológicos que me deparó a lo largo del curso aquel maldito clérigo hijo del domine Cabra por no decir hijoputa me señalaron de por vida y he tratado de revolverme contra su dictamen, es decir que no soy un inútil, que valgo para algo. Su sentencia es una herida que llevo grabada de por vida. La santa madre iglesia es santa desde luego pero está llena de demonios. El estigma aún supura, pero me sirve de acicate para volver los ojos a Cristo. Yo no encajaba en aquel seminario destinado a ser fábrica de obispos y para ser obispo allí fui enviado. Tiempo adelante, siendo alcanzar la excelencia y el amor divino, mi principal anhelo, traté de demostrar a Eguillor que estaba equivocado. Así que cuando bajé por última vez la cuesta de la Cardosa que da puerta al tirocinio me descalcé y sacudí mis botas llenas de barro. De vosotros no quiero ni el polvo de la zapatilla. Escupí para arriba y uno de mis gapos alcanzó una rama del tamarindo ornamental. Pronuncié una maldición que al volver después casi sesenta años se había cumplido. Yo era profeta
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