2025-11-01

VISITO EL CAMPOSANTO DE LA TORRE DE SAN GREGORIO EN FUENTESOTO

 Las tardes de mi niñez,  si el recuerdo no me traiciona guardan el aire serrano de estos andurriales, un espacio que yo ocupara,  andan desparramadas por estas trochas de san Pedro Abanto a la vera del Eresma. Me he llegado hasta la sepultura de mi padre enterrado allá arriba, he depositado un manojo de madreselvas y me he ido por donde vine sin dar demasiadas explicaciones a los de este pueblo que siempre fueron malos, envidiosos, criticones y no se merecen la cruz protectora que guarda su sombra desde los vanos de la Torre. Por fin redescubierto que el letrero gótico que recorre a jirones la pared de la sacristía es del siglo doce. Antes debió de existir una iglesia muzárabe con su iconostasio y antes un templo a Hermes Trimegisto y Crióforo un dios egipcio que se apropiaron los romanos y al que representan llevando un cordero al hombro. Es la vera efigie del mito del Buen Pastor al que se refería Jesús en el Sermón del Monte o de las Bienaventuranzas en el que se recogía una tradición politeísta.

no hay por qué rasgarse las vestiduras. Aquí no nos vamos a quedar ninguna para simiente ni hemos surgido por generación espontánea. La Biblia se inspira a veces en los oráculos griegos y a mí siempre me ha costado un huevo que pensar que las historias del Viejo Testamento son palabra de dios habiendo salido del cálamo calenturiento de un hombre como los demás.

 Lo que pasa es que todo se transforma y se recicla y un día de dios no es como un día de los hombres. Aquí hasta el viento que sopla trae mensajes esotéricos (“esoteros” es lo de adentro lo que no parece) y por eso les patina el embrague a tantos porque no saben ver lo que subyace. Son exotéricos o aparentes

 Aquellos frailes llegados de allende Pirineos con  bozones y otras máquinas de guerra, sus cartabones, su escuadra y la espada, y su fe, sobre todo la fe trinitaria, con el libro de los salmos, con el hilo y la plomada, adalides del Cristo Artífice sabían mirar a las estrellas y los sillares que aquí clavaron parecen colocadas ayer y tienen  diez siglos. Los esgucios intactos  de las ménsulas historiadas nos dicen que la historia, la vida del hombre, es un ciempiés, como una escolopendra avanzando lentamente camino de vuelta al edén de donde fue expulsada. Están demás los apriorismos. No hagamos demasiadas preguntas a la esfinge. Creer lo que no vimos es una virtud cardinal y uno de los principios de la gnosis.

Subo la cuesta de la Vuelta los Carros donde se espantaba hasta de los cardos borriqueros que crece por allí muy tiesos. Allí el burro del Tío Aquilino hacia molino, que hubo que ir a sacarlo  varias veces, la carreta  del Tío Farruco que iba siempre un poco cargado, tanto él como las mulas. Ya le había pegado unos cuantos besos al jarro que él denominaba su tentemozo particular. Nunca hubo en el mundo hombre más feliz y eso que no sabía leer ni escribir pero sabía muy bien hablar llamando a las cosas por su nombre, imbuido por esa cachaza socarrona de los hombres del campo.

Se me aparece su espectro cuando vengo del cementerio, sentado en un poyete de las bodegas a la sombra del almendro.

─Buenos días, señor Francisco.

─Buenos nos los dé dios.

─¿Qué, la familia bien?

─Hombre no nos podemos quejar aunque la Filomena no para de regañarme, igual que en vida. Ya sabes que de siempre fue algo cerrera. Anda uno un poco aburrido y cansado de tanta felicidad allá arriba y me dije voy a bajar a dar un par de vueltas a las hoces y de paso ver qué hacen esos, que no se os puede dejar solos.

 

Iba vestido con el hábito de templario con que lo amortajaron: sotana blanca, manto y cogolla negra y una gran cruz colorada al pecho de las que se llamaban ancoradas.

 De los cuadriles del fantasma pendía el tahalí con la espada reglamentaria de los monjes soldados. El arriaz era pavonado, la empuñadora de plata, el filo de buen acero toledano, los gavilanes adornados con campanillas sonaban algo.

 Siempre me fascinó este lugar pues aquí mayormente ocurren cosas extrañas que no deben de cogernos de sorpresa y por eso no le doy ninguna importancia a mi encuentro con el espectro del señor Francisco.

 Acabo de salir de la Torre de San Gregorio donde duermen mis mayores descanso eterno y de sacar unas fotos al epígrafe en latín─ a trozos porque las deyecciones de gallinácea y las miganduras que deja el paso del tiempo han borrado parte de la inscripción─ llegando a la conclusión de que el edificio de estructura militar fue levantado en el siglo XIII o últimos del XII cuando los leoneses y asturianos en su lucha con el Islam remontaron la línea del Duero.

 Antes, aunque no consta, puede que aquí hubiese otra construcción como ya va dicho. Hay infinidad de piedras labradas con la insignia de aquellos monjes que mandó traer de Francia Alfonso VI.

Una vez más subí a la torre por la escalera de caracol que sale de la sacristía, los peldaños están gastadísimos y el husillo es tan estrecho que apenas quepo.

Presumo que nuestros antepasados eran recios y muy pequeños. No se había descubierto la leche en polvo ni el yogur por lo que si alguno sobrepasaba el metro y medio ya era todo un cabo gastador pero podían con unas armas y un palenque que pesaran sus buenos cincuenta kilos. La torre debía de ser una atalaya de vigilancia que cumplía funciones militares. No hay almenas pero sí algunas aspilleras en el recinto. La torre de estructura cuadrada y románica estaba coronada por el campanario  que a juzgar por el hueco de los vanos, debían de ser de melena grande para que al repicar se escuchase la voz del bronce por toda la contornada. Desde aquí se tocaba a anúteba cuando el centinela avistaba que venía la razzia agarena. También se llamaba a misa, a fuego, a clamor por un difunto.  El abuelo Toribio contaba que era costumbre pasarse toda una cuadrilla arriba en la torre la noche de Ánimas. Para entretener la vela y honrar y a veces caía más de una cántara de mosto nuevo, y un perol de castañas y allí se hacía el primer filandón del invierno la noche del dos de noviembre.

Los pueblos de Castilla la Vieja no son todos igual. Cada uno tiene su propio matiz y personalidad. Berralón de Abajo- la- fuente (que ése era su nombre al completo) pongamos por caso tiene vega de altos chopos enhiestos pobos y desparramados manzanares. Es un oasis socavado como un mar muerto bajo el páramo. Hace millones de años estos terrenos estaban sumidos en un mar. Tiene altos para dar y tomar pero no se le ve. Te topas de manos a boca con el caserío nada más bajar la Vuelta los Carros. Y por cuestas que no falten y carriles para muchos carros volcar. Carro volcado todos son carriles decía el refrán.

Era pueblo de arrieros, tierra de pan llevar y de meriendas de pan y cebolla en nuestras alforjas Tiene también un cementerio y un camposanto del tiempo de los visigodos.

 En lo alto del somo hay unas ruinas  templarias con su correspondiente inscripción casi ilegible y la cruz cuadrando sobre el círculo. Todo un simbolismo del cristianismo. Cristo principio y fin alfa y omega.

La iglesia del cerro debió de ser destruida en una batida del moro Almanzor que gustaba visitar estos andurriales por primavera. Castramentaron también los romanos arriba un campamento pero de esas instalaciones ya no quedan nada y los más rancios testimonios que se rastrean pertenecen al siglo XII. Debió de haber un monasterio o un eremitorio que estuvo funcionando hasta la francesada. Napoleón que arrampló con todo de media España también se llevaría nuestras campanas.

A la antigua iglesia monástica con ínfulas de fortaleza o de castillo se asciende por una senda orlada por las cruces de un calvario . Me veo por allí subiendo o bajando entonando el Amante Jesús mío o responseando con el cura el dies illa dies irae que era el canto de los muertos en latín. Horadadas en las montañas se ven los ojos negros de las viejas bodegas que guardan los vinos de mil años. Desde lo alto podrá divisarse todo el término del Berralón de la Fuente de Abajo, y todo aquel soto del camino de las pobedas buena tierra para reumáticos y parte del anejo y algo del otro pueblo que llaman Sacravallum cuya torre románica derruida saca pecho navas abajo. Camino de la Puebla se dibuja entre el polvo blanco de la carretera los carrizos de la Fuente Caldera pero en el Berralón por dicho de eso fuentes no faltaban.

Tenemos una buena mano de ellas y de hontanares. No nace allí ningún arroyuelo chico o afluente del Paternus que es uno de los principales de nuestra hidrografía patria. Hay la fuente Colorada la Fuente la Culebra y a una que la llamábamos con un nombre un poco impronunciable con perdón: la Fuente de la Picha. El que bautizó el manantial debía de haber estado de traguillo con los de su cuadrilla porque quiso decir Dicha y le salió Picha. ¿En qué estarías tú pensando, Amapolo?

La fuente Colorada es un chorro de agua espumosa que salta de la roca por un agujero torrencial que parece mismamente la vagina de una burra. Dicen que es agua buena pero con poco cal por eso a los de Berralón o Berralín  se les caen pronto los dientes  y andarán mellados toda su vida, que, pasados los cuarenta años, todos cojos y con reuma. La fuente Caldera mana con tanta fuerza con que muchos a estas alturas nos preguntamos si no estará allí mismamente el hontanar de la vida.

De chaval yo me quedaba embelesado. El agua cristalina al derramarse de la roca y azotar los berros o el verdín colgadizo de las peñas poseía un no sé qué de erótico. Pero todo era puro e inocente, cristalino. Al agua recién nacida la acoge Apolo en sus brazos y es así como se espejan en la corriente como perlas los rayos del primer sol. Es decir que meditando en tales cosas pude llegar a comprender aunque fuera sólo un poquito en qué consiste eso de la Inmaculada Concepción y lo del rayo del sol que atraviesa el cristal sin romperlo ni marcharlo. No eran aguas termales desde luego pues allí todos padecemos de los dientes y del reuma. El pueblo estaba antes arriba por un concepto de poliorcética o defensivo muy importante en la edad media pero vino la Ilustración el despotismo ilustrado y el enciclopedismo y Carlos III mandó que se fundara abajo. Lo primero que se mandó hacer fue una iglesia cuadrada muy fea pero con una torre muy aparente y una campana gorda con un  buen badajo. La pared de la iglesia servía de juego de pelota y adosada a la pared del presbiterio estaba la rectoral que nosotros siempre hemos llamado la casa curato. A mano derecha quedan los huertos y un viejo molino y allí empieza el camino de las pobedas que llevan hasta las Cuevas de San Teodoro vigilada por otro templo cisterciense de planta hexagonal. En las peñas colgadas que adoptan a veces formas caprichosas y superficiales localizamos la cueva de la Zorra y berros exquisitos para la ensalada. Es así por eso que a mi pueblo le llaman cagaberros y no es falta porque allí alza la pata la zorra cuando a ella le da la gana. ¿Y qué más? Pues poco más, hemos descrito al paisaje. El paisanaje es harina de otro costal. Es un decorado austero y mollar, sitio apto para pocos remilgos y contemplaciones. Aquí pasé yo mi infancia pero mi infancia fue dura por estas asperidades con mucha hambre y poca prosperidad. El abandono que siento en el alma es el mismo abandono de estos páramos. Lo trato de vez en cuando remediar con píldoras de ortiga imitando al santo local san Juan de Paniagua que se revolcaba entre las ortigas del berral pero acaso para mis deliquios y disgustos sea peor el remedio que la necesidad. Mis ambulatorios por el somo me hicieron un personaje asomadero y la tristeza y la soledad de los huertos me han hablado toda mi vida de mi propia tristeza y de mi misma soledad. Entraba en éxtasis cuando me acurrucaba en la Peña del Fraile en lo que mi amigo Vicente asaba unas patatillas con algo de cebolla y un corrusco de pan duro para matar el hambre. Aquellas cuevas de San Teodomiro debieron de tener mucho misterio porque otrora fueron aposento de eremitas. Había fósiles y en los frisos del intradós de las rocas aparecían animales extraños y diferentes a los de nuestra era porque eran aves y mamíferos del cuaternario. Un ruiseñor de largo pico, ojos enormes, y con la cabeza algo más grande de lo que conocemos estaba tan bien representado que en la piedra parecía estar vivo. Debía de estar cantando en una rama de aquellas cuando le pilló la hecatombe. Aquel paraje siempre me llamó la atención pues me ayudaba a hacerme a la idea de cómo era la vida antes del diluvio universal. La roca conservaba donosas y bien cinceladas las formas de un lagarto bastante grande pero algo menor que un cocodrilo que debía de tener un par de millones de año. Estaba petrificado. Allí se esculpía un mundo animal pormenor y tan montano que uno se pierde haciendo cuentas y pasando bolas por el ábaco de la antigüedad. Una vez llegaron al pueblín unos espeleólogos ingleses y quedaron maravillados de la frescura de aquellos frisos de aquel abigarrado espectáculo de todo un bestiario plasmado en la piedra. De chico nos internamos algunos metros por aquella rupestre que decían que llegaba varios kilómetros hacia Villapolilla que era cabeza de partido judicial. Allí la imaginación popular se volcaba hasta el punto de que corrían relatos sobre el hallazgo allí de tesoros y otras maravillosas cosas. Era una invitación al ingreso en el laberinto pero para eso se precisaba todo un viaje iniciativo. Luego en la ermita románica uno también se perdía en la contemplación de las tallas polimorfas de los capiteles y las historias que contemplaban una narración en piedra de las cuatro estaciones del año. La iglesia estaba cerrada. Para verla por dentro había que ir a pedir la llave al alcalde. Hubo un tiempo por san Amaro que se hacía una romería pero dejó de celebrarse aquel jolgorio de dulzaineros jotas y almendras garrapiñadas con motivo de la gripe del 17 y el eremitorio no se volvió a abrir más. A nosotros nos gustaba de guajes encaramarnos a las troneras tirar cantos o pegar voces quien anda ahí y del fondo de la iglesia surgía nuestra propia voz como un eco divino del pasado o el eco de un dios entristecido que nos llamaba desde el Olimpo. Un rapaz que era delgado como un alambre y al que llamábamos Julián Calzas alias  La Micha logró introducirse por el hueco de la ranura. Toda la cuadrilla estuvo expectante lo menos media hora para ver qué había indagado el Julián en su descubierta. Vino diciendo que había visto a dos santos y a un santo de piedra que le bendecía con su báculo.

 -San Amaro mismo

-Quisió quien será. Lo mismo es un trasgo.

-Quiá, los diablos no portan por las iglesias.

-Lo dirás tú. Es por donde más andan.

Lo que en realidad había era un osario pues encontraron varias tumbas y levantaron muchas calaveras pero con las prisas o por la falta de luz el Julián Patas de Alambre más conocido por "La Micha" y también por Morgueras, no logró enterarse. Mejor así porque los muertos le espantaban. Era un caguina. Cuando nos dijeron lo de la huesa tratábamos de evitar ir por la ermita de San Amaro a los huertos porque Pedrete el Herrero que era el más recio de todos y un poco el caudillo de la banda tenía un poco de prevención no creas. Salimos escopetados sobre todo por Noviembre cuando hay toque de ánimas y salen los hermanos cofrades a pedir limosna por los difuntos. Yo con los muertos no juego. Tomamos las de Villadiego y no paramos de correr meneando las abarcas hasta llegar al pueblo. Con las animas pegadas a los talones y fantasmas gritando hijos míos andar de día que la noche es mía y todas esas cosas de la huestia que camina y se aparece a los trajinantes en plenas noches de luna. Debían de ser los espíritus de los antiguos frailes del convento que vagaban por las inmediaciones. Seguramente fueron martirizados por los moros o por los franceses vete tú a saber. Uno tenía el cráneo hundido. Seguramente que le habían pegado con un palo o con una garrota o aquella ranura fuera el orificio de la bala de un trabuco. A la media noche se contaban haber visto ánimas estantiguas y desaparecidos. Los monjes iban vestidos de blanco pero debajo de la cogolla no llevaban sino la calavera y el habito que les tapaba el esqueleto y su mirada enterrada entre sendos cuévanos. Cantaban maitines y miraban la noche. En la vega se veían luces encendidas como de hacheros votivos. Eran los monjes de san Amaro que recitaban los oficios, entonaban responsos. Bajaban las viejas a media tarde y les dejaban unos cuantos bodigos. Vivir entonces en Berralón entre piedras viejas y polvorientos caminos tenía algo de encuentro con lo inefable. Lejos del mundanal ruido. Pisábamos piedras mágicas talladas por las legiones romanas para mostrar lindes, delimitar cipos itinerarios, y contar pasos miliarios en sus calzadas. Torres visigodas. Castillos templarios y aquellas cruces empotradas como hitos sobre los muros del cementerio que escoltaban la umbrosa veleta y los ojos del campanario que parecía un obispo sentado bajo un baldaquino de nubes vigilando el valle viendo pasar la vida de los labriegos en el afán de sus faenas campesinas, el rotar de las estaciones y de los ciclos y acogiendo en sus entrañas a los que se iban tocando a clamor o a bautizo según los días. Angelitos al cielo, o bien, se veía por la calle real a la mujer del sastre la partera zamarrear con sus toallas y jofainas de agua caliente para atender a una que daba a luz. El cementerio estaba clavado sobre el risco y En Berralón veíamos su necrópolis desde cualquier parte. La muerte estuvo siempre  presente en nuestras vidas,  acechando desde el otero. Te tirabas de la cama salías al corral y veías aquellos ojos vacíos del campanario de la torre, transparentando un lienzo de firmamento impávido. Impresionante torre de piedra alzada que nos escudriñaba las vidas y las horas. Las campanas dejaron de sonar se las llevaron cuando la francesada pero por la escalera de caracol, husillo oscuro los peldaños que estaban gastados de tanto subir y bajar, íbamos a tocar las campanas la Noche de Ánima. Más de mil años habían pasado desde que la iglesia del cerro dedicada a San Gregorio fuese consagrada por un obispo guerrero. Campanas de amor, campanas de guerra, el aviso de anúteba cuando acechaba la morisma. Diez siglos estuvieron tocando a fuego, a gloria y a clamor. El lenguaje del bronce conocía voleos y repiques. Tan tantán. Ton ton-ton. Los toques de ánimas se perdían en lontananza junto con los airosos repiques de Vísperas o el alborozo de los voleos a boda. Garita de San Gregorio. Cuesta de los Cencerros. Torre Mirona. Por eso camino habremos de ir todos. Eran ni más ni más un aviso de que la tierra, un recordatorio de que nacimos para morir. Un sacristán que se llamaba Aniceto y del que yo oí hablar por mi abuelo era el que más las conocía, el que mejor las tocaba, el que más la amaba. Su rostro y su huella también se perdieron para siempre en la raya del horizonte. Somos carne de dolor y de olvido. En aquel pueblo desde que nacíamos nunca perdíamos de vista a la huesa encaramada allá arriba. De todo el que se moría decíamos “otro que ha subido la Cuesta de los Cencerros”. O que había dejado de fumar por dicho de eso. El camino que lleva a la Torre Mirona era a través de una senda escarpada por donde iba el atajo hacia Lovingos. Era un lugar para retirarse a la soledad del clásico para reencontrarse con el Beatus Ille qui procul negotiis, etc. Tierra bronca y acérrima interesada y poco amable que solo permitía sobrevivir a los más fuertes. Si te haces de miel te acabarán amargando la vida pero la vida es ansí, chiquitos adelante con los faroles. Allí tengo enterrados yo a mis muertos; por eso siempre tengo a este paisaje transfijo en mis adentros. A él revierten mis pensamientos y mis recuerdos de niño. Puede decirse que el pasado nunca perece. Sigue vivo y al alcance la vista interior. Es el asomadero de mi imaginación. Fue el barro espiritual del que provengo en las altas parameras de Segovia. Soy polvo y lodo de aquellas tierras.

 


No hay comentarios: