NO
CAMBEA
Lo llamaban Lépidus pero se
apellidaba Quevedo y creo que descendía por la rama paterna del mejor escritor
que haya producido la lengua castellana pero en su natural frágil y su aspecto
enfermizo se notaban los descalabros y estragos que hace la consanguinidad en
los seres humanos. Su familia vivía en la villa más famosa de la provincia y
antigua en una casada blasonada. Nuestro profesor de historia le traía
vitaminas y calcio del hospicio de donde era capellán para que lo tomara a las
comidas
-Quevedín tienes que comer más.
-Si ya como, don Olegario, como igual que una lima pero se
conoce que no me aprovechan.
-Serán los genes.
Y don Olegario cuando
explicaba la lección del fin del imperio con la muerte del último de los
Austria el día de los santos de 1700 miraba para él con insistencia. Lepidus
tenía que forrarse a vitaminas. Y la verdad que por su rostro amarillento, su
pelo de estropajo y la boca algo sumida se traía un aire con el último heredero
de Carlos Quinto. Pero era ingenioso, a pesar de su corta talla y su enclenque
aspecto, y locuaz a no poder más. No paraba de darle a la sin hueso. Si se
escuchaba un rumor o un bordoneo de conversación excusada en tiempos de
silencio era seguramente Lepidus que no paraba de hablar. Ya lo habían puesto
varias veces de rodillas con los brazos en cruz o mandando copiar una frase
quinientas veces de “no se habla en clase”. Mas ni por esas. No lo podía
remediar y él lo confesaba entre lágrimas: “señores, no valgo para cartujo”.
-Chist, Quevedo, no parles tanto que me pones la cabeza tarumba.
Se me va el santo al cielo, pierdo el hilo de los verbos fuertes y me disipas.
También tenía otro mote. “La
Vieja” porque no tenía cara de niño sino de viejo de ojos pitarrosos y
salpicaduras de caspa por las hombreras del guardapolvos o la sotana. Su rostro era un pergamino de la historia de
Castilla. Creo que su padre era el conde de Fuensaldaña y en su escudo de armas
había un león pasante en cuarto de sinople, roeles y estrellas y una media luna
concedida por Alfonso VIII a uno de sus tatarabuelos por haberse distinguido en
la batalla de las Navas donde los castellanos les arrancamos a los moros las
cadenas.
Yo sería muy amigo suyo y le
solía defender cuando algún abusón se metía con su persona, cosa que ocurría
con frecuencia. Una vez Aldeorrillo que tenía muy malas pulgas y una vocecilla
de pastor de la majada pues venía de los castros o de por ahí, y la barba
cerrada ya que era el más viejo de toda la lechigada que su padre le sacó de
las ovejas y le digo tú pa cura que de borreguero no me haces falta y lo llevó
al seminario de Uxama no lo admitieron y vino para Corobias hecho una
estantigua pues calzaba abarcas y llevaba boina una zalea de cordero por
pelliza que olía a montuno que tú no veas pues este le arreó al pobre Quevedín
un bofetón que poco lo desguardamilla contra el techo. Eh tú para, le dije yo y
con las mismas le arreé un puñetazo que el pastorón de la barba cerrada salió chorreando
sangre por las narices. Sabrás que a mi padre le llaman el Sargento fuerzas y
no voy a conseguir que pegues a mi amigo. Ya podrás abusón. Le sacas dos
cabezas. Se conoce que el de los castros o de pahí en eso estaba que trinaba
pues Quevedillo le tomaba el pelo pues una vez le sacaron a la pizarra en
Matemáticas y el padre Cabezas le dijo:
-A ver, Aldeorrio, ¿qué es eso del orden de los factores no
altera el producto?
-Pues que no cambean.
-Cambian. Se dice cambian, mostagán.
Carcajada general y el bueno
de Quevedo haciendo honor a su fama de chistoso que es lo que significa
Lepidus para los latinos en el
refectorio se sentaban en la misma mesa y le dijo:
-No cambeará el H2O, Aldeorrillo, si me pasas la jarra. Entonces
es cuando le vino el sopapo que Lépido no tuvo más sed durante tres semanas.
Y como donde las dan las
toman y yo vengué la ofensa pues siempre sentí debilidad por salir en defensa
del inocente el ex pastor que luego llegó a cura me la tenía guardada y no iría
yo a comulgar de su mano ni a tiros. No sea que me devuelva la ostia de cuando
entonces. El orden de factores no altera el producto. Tampoco las personas
cambian.
Como don Ciro alias
Corambovis solía retrasarse cuando venía a impartir la clase algunos días- dos
minutos, cinco, todo lo demás diez; si pasaba de los diez es que ya no venía o
se había entretenido al salir del coro con algún canónigo o tuvo que ir a
confesar a sus monjas- se optó por poner a Lepidus subido a la ventana como
esculca o centinela mirando para la calle, el pasadizo de las Tres Cruces por
donde había de subir nuestro catedrático que venía siempre sudoroso y perdiendo
el bofe, agitando sus manteos talares y moviendo su oronda humanidad por las
empinadas escalerillas de Tres Cruces. Alguna vez don Ciro olía un poco a anís.
Era cuando estaba más ingenioso y de mejor humor. Las malas lenguas decían que
era amigo del cura de Zamarramala al que le gustaba el traguillo más que la
leche que le dio su madre. Con todo ninguno de los dos se metía con nadie.
Don Ciro era regordete
moreno la cara picada de viruelas era del
tenor casi de una hogaza pero la cabeza muy pequeña casi como una
avellana. Había ganado las oposiciones de Lectoral y tenía un hermano que no se
parecía a él en nada. Lo llamaban el cura guapo pues se parecía un poco a Rock
Hudson y con su tupé era el terror de las chavalas. Llegaba con prisas y
siempre se excusaba de su tardanza. Con lo de tener que confesar a las claras
le había salido un grano. Si era sor Venidle la que se arrodillaba en el reclinatorio
del torno para “desembuchar el saco”, lo más probable es que se fumase la clase
de Latín y Cicerón, Cesar, Tito Livio eran suplantados por los escrúpulos
monjiles de aquellas bienaventuradas hijas de san Francisco y santa clara.
Lo de sor Benilde era mucho
más serio y puede que la cosa tuviera su miga. Si era a ella a la que había de
confesar don Ciro se tiraba dos horas de reloj pues de la religiosa franciscana cundía fama de
santidad. Se contaban de ella milagros, visiones, arrobos, transportes, bilocaciones,
odoraciones místicas y otros extraños fenómenos preternaturales con los que el
buen Jesús condona a sus elegidos pero que la ciencia positiva suele poner muy
en tela de juicio atribuyéndoos a causas más naturales y pedestres. Como la
histeria o la inadecuada alimentación. En aquel convento de san Antón las
clarisas sólo comían patatas entreaño o verduras y tomates y de lo que da la
huerta. A la cena un vaso de leche. Durante la cuaresma era suprimida la última
refacción y ayunaban total los viernes.
Pero no crean que se morían de hambre. Estaban todas como robles y para
dar mucha guerra.
Debía de ser por eso por lo
que estaban tan sanas que algunas pasaban de centenarias pero los nervios, ay
los nervios, con una inadecuada bromatología acaban subiéndose a la cabeza.
Entonces las enclaustradas decían haber visto a la Virgen o que se había
aparecido algún santo, etc.
Sor Benilde, en resolución,
debía de ser una santa pero también la decían el terror de los confesores
porque padecía de escrúpulos espirituales y además gozaba por lo visto del don de introspección de conciencias lo
que vuelve a una persona así
Adivina y medio bruja.
Conque a veces se cambiaba las tornas. El confesor pasaba a ser el confesando y
la penitente le leía la cartilla al cura por menos de nada. Delataba sus vicios
ocultos, los malos pasos que los clérigos con frecuencia daba, descubriendo sus
líos en una palabra. Como ocurrió a
Santa teresa de Ávila con el párroco de Becedas. Allí la Madre enferma
invernaba en espera de que llegase la
primavera y los curanderos le administrasen las hierbas oficinales que ella
necesitaba. La santa le aconsejó al sacerdote que tirase al río un amuleto que
le había regalado su barragana y pronto acabaría su amancebamiento al que había
sido inducido por hechizo y malas artes, hizo lo propio y arrojo la fatídica
sortija al Tormes. Despidió a la querida pero murió a los pocos meses quien
sabe si por melancolía o a causa del arrepentimiento. Por haber mordido la
manzana con la que Eva la tentadora hizo entrar todo el sufrimiento y el mal en
el mundo. Vino la maldición de Yahvé parirás con dolor y e acabó el paraíso.
Las mujeres suelen traer el ramalazo de la guerra y la intranquilidad de las
conciencias en los varones, quienes por ellas matan. Troya ardió a causa de
Helena. No saben muy bien los curas lo bien que están sin tener que aguantar a
la parienta. San agustín derramó lagrimas toda su vida por aquella esclava
nubia con la que tuvo a su Adeodato. La negra debía de ser tan hermosa como la
reina de Saba o dicho en lenguaje moderno como una nueva Noemí Campbell. Pero
santa Mónica, que estaba al loro, decía que era una lagarta y el santo obispo
de Tagaste la despidió.
Pues don Ciro que por ese
cabo era tan casto e inocente como san José y a veces parecía que hasta le
crecía la vara florida con que se representa al glorioso patriarca- los
seminaristas siempre tuvimos en gran estima a san José que era el patrón de
todos nosotros- llevaba muy mal aquel encargo de tener que desplazarse a
confesar a las clarisas un convento extramuros en un sitio recoleto y a
trasmano de donde pasaba la calzada romana a la sombra de una olma centenaria y
con un chapitel que debía de deberse a la mano del Arquitecto que levantó la
Aceitera. La torre de las monjas parecía la hermana gemela de la espadaña de
nuestra iglesia. Las dos parecían a lo lejos un punzón hiriendo los vientos y
que desafiaban a las nubes. Sin embargo el convento había sido levantado en el
siglo catorce por donación de un rey cazador e impotente pero muy devoto de san
Francisco y de san antonio. Don Ciro llegaba sudoroso de aquel sitio pues tenía
que darse una buena caminata y subir las escalerillas del postigo de Porta
Coeli y arreando que es gerundio que, de lo contrario, sus pipis de segundo se
quedaban sin lección.
Bien mirado no debía de ser
nada fácil absolver a aquella señora que llamaban la perfecta. ¿Qué pecados
podría tener? El beneficio que le dejaba el convento era ración parva y si
sueldo de profesor no alcanzaba los veinte duros al mes que éramos pobres y
había que ganarse los garbanzos. La diócesis era muy rica y recogía no sé
cuantas fanegas de rentas al año como va dicho pero algunos de sus clérigos
vivían en la pobreza y el buen canónigo tenía que pluriemplearse. Otro día
hablaremos de la estrechez y angosturas económicas de aquellos sacerdotes que
si no pasaban hambre a duras penas llegaban a fin de mes.
Y aquellas confesiones
larguísimas con la priora tocaban los jueves – ego te absolvo a peccatis
tuis, pero avie, Madre, avie, que he mucha
prisa- pero ya nos había puesto en autos de su impuntualidad.
Si me demoro en los días de
Júpiter. Es que tengo que ir a confesar a las monjas y no sabéis, chiquitos,
son pesadísimas.
¿Sí? – saltó Lepido de
repente haciendo que toda la clase estallase en una buena carcajada- pues decía
mi abuela que entre santa y santo pared de cal y canto.
Cállate, morgueras. ¿Qué
sabrás tú de lo duro que es esto de confesar? Esto no es como los encierros de
tu pueblo que se pasan dos días y noche de jarana. Daría años de mi vida por no
tener que sentarme en el cajón de ese convento escuchando siempre las mismas
monsergas… a ver si con el concilio el papa vuelve a la sana costumbre de la
absolución general porque esto de la confesión auricular es una lata.
Don Ciro diga usted que sí
Era evidente que al buen
sacerdote se le hacía muy cuesta arriba pero hubo algunos que le rogaron al
obispo que viniese don Ciro que era de manga ancha y cesase Mañanas. El
lectoral se franqueaba con nosotros y decía que cuando tenía un caso difícil de
conciencia mandaba al penitente o a la monja en cuestión al penitenciario
catedralicio, don Wenceslao Carranza que se pasaba las horas muertas encajonado
en su confesionario de la capilla del Salvador y a ese sí que le gustaba
confesar. Entendía mucho de pecados, de la pravedad de materia etc., cuales
eran los gordos y cuales los veniales. A Carranza le llamábamos uno Don Demoque
y también Hayquedistinguir porque era muy meticuloso y se sabía el derecho
canónico de memoria. Yo tampoco entendí
nunca esto de la exmologesis que se introdujo en la iglesia latina al final de
la edad media y que ha dado lugar a tantos chismes como el de entre santo y
santa pared de cal y canto y el hombre es estopa y la mujer es yesca.
La recta existimativa del
vulgo no suele fallar pues voz populi vox dei máxime en Corobias donde siempre
de suyo fuimos mal pensados que ya lo dijo la Santa una vez cuando surgieron
habladurías de que tenía un lío con san Juan.
-De Corobias ni el polvo de las zapatillas.
Y se sacudió sus sandalias
en la Puerta de san Clemente. Hizo promesa de que no volvería más y la cumplió.
Sea como fuere el hecho es
que don Ciro era el mejor profesor y nos inició en la lengua del Lacio con
acuidad con ciertas técnicas pedagógicas que tenían el escolástico para
aprender vocabulario. Desde el principio puso un cognomen a cada uno de
nosotros para que nos familiarizásemos con algunos sustantivas. Si a Quevedo le
llamó Lépidus, A Aldeorrillo le bautizó con el de Haedus (cabrito) Don Chespi
como era inglés le dijo Advena (forastero) a uno que tenía el pelo rojizo como
un marrano jaro Aper (jabalí) a Rigoberto le puso Vafer (astuto) y al sobrino
de don Fausto Fulvus pues era rubio como una mazorca el Chema. Yo recibí el
apodo de Accipiter y Cunctanter (gavilán y deprisa) no sé por qué y así otros
muchos y en otras muchas partes otros muchos santos confesores y santas
vírgenes que era la frase final con que se daba carpetazo a la lectura del
martirologio romano, loable costumbre que se hacía todas las mañanas en el
refectorio al desayuno y de la que hablaré más tarde con mayor atingencia y
profundidad.