2024-08-22

NO CAMBEA Nada cambia dijo el bueno de cabrillo aquel de fuenteelolmo

NO CAMBEA

Lo llamaban Lépidus pero se apellidaba Quevedo y creo que descendía por la rama paterna del mejor escritor que haya producido la lengua castellana pero en su natural frágil y su aspecto enfermizo se notaban los descalabros y estragos que hace la consanguinidad en los seres humanos. Su familia vivía en la villa más famosa de la provincia y antigua en una casada blasonada. Nuestro profesor de historia le traía vitaminas y calcio del hospicio de donde era capellán para que lo tomara a las comidas

     -Quevedín tienes que comer más.

     -Si ya como, don Olegario, como igual que una lima pero se conoce que no me aprovechan.

     -Serán los genes.

Y don Olegario cuando explicaba la lección del fin del imperio con la muerte del último de los Austria el día de los santos de 1700 miraba para él con insistencia. Lepidus tenía que forrarse a vitaminas. Y la verdad que por su rostro amarillento, su pelo de estropajo y la boca algo sumida se traía un aire con el último heredero de Carlos Quinto. Pero era ingenioso, a pesar de su corta talla y su enclenque aspecto, y locuaz a no poder más. No paraba de darle a la sin hueso. Si se escuchaba un rumor o un bordoneo de conversación excusada en tiempos de silencio era seguramente Lepidus que no paraba de hablar. Ya lo habían puesto varias veces de rodillas con los brazos en cruz o mandando copiar una frase quinientas veces de “no se habla en clase”. Mas ni por esas. No lo podía remediar y él lo confesaba entre lágrimas: “señores, no valgo para cartujo”.

     -Chist, Quevedo, no parles tanto que me pones la cabeza tarumba. Se me va el santo al cielo, pierdo el hilo de los verbos fuertes y me disipas.

También tenía otro mote. “La Vieja” porque no tenía cara de niño sino de viejo de ojos pitarrosos y salpicaduras de caspa por las hombreras del guardapolvos o la sotana.  Su rostro era un pergamino de la historia de Castilla. Creo que su padre era el conde de Fuensaldaña y en su escudo de armas había un león pasante en cuarto de sinople, roeles y estrellas y una media luna concedida por Alfonso VIII a uno de sus tatarabuelos por haberse distinguido en la batalla de las Navas donde los castellanos les arrancamos a los moros las cadenas.

Yo sería muy amigo suyo y le solía defender cuando algún abusón se metía con su persona, cosa que ocurría con frecuencia. Una vez Aldeorrillo que tenía muy malas pulgas y una vocecilla de pastor de la majada pues venía de los castros o de por ahí, y la barba cerrada ya que era el más viejo de toda la lechigada que su padre le sacó de las ovejas y le digo tú pa cura que de borreguero no me haces falta y lo llevó al seminario de Uxama no lo admitieron y vino para Corobias hecho una estantigua pues calzaba abarcas y llevaba boina una zalea de cordero por pelliza que olía a montuno que tú no veas pues este le arreó al pobre Quevedín un bofetón que poco lo desguardamilla contra el techo. Eh tú para, le dije yo y con las mismas le arreé un puñetazo que el pastorón de la barba cerrada salió chorreando sangre por las narices. Sabrás que a mi padre le llaman el Sargento fuerzas y no voy a conseguir que pegues a mi amigo. Ya podrás abusón. Le sacas dos cabezas. Se conoce que el de los castros o de pahí en eso estaba que trinaba pues Quevedillo le tomaba el pelo pues una vez le sacaron a la pizarra en Matemáticas y el padre Cabezas le dijo:

     -A ver, Aldeorrio, ¿qué es eso del orden de los factores no altera el producto?

     -Pues que no cambean.

     -Cambian. Se dice cambian, mostagán.

Carcajada general y el bueno de Quevedo haciendo honor a su fama de chistoso que es lo que significa Lepidus  para los latinos en el refectorio se sentaban en la misma mesa y le dijo:

     -No cambeará el H2O, Aldeorrillo, si me pasas la jarra. Entonces es cuando le vino el sopapo que Lépido no tuvo más sed durante tres semanas.

Y como donde las dan las toman y yo vengué la ofensa pues siempre sentí debilidad por salir en defensa del inocente el ex pastor que luego llegó a cura me la tenía guardada y no iría yo a comulgar de su mano ni a tiros. No sea que me devuelva la ostia de cuando entonces. El orden de factores no altera el producto. Tampoco las personas cambian.

Como don Ciro alias Corambovis solía retrasarse cuando venía a impartir la clase algunos días- dos minutos, cinco, todo lo demás diez; si pasaba de los diez es que ya no venía o se había entretenido al salir del coro con algún canónigo o tuvo que ir a confesar a sus monjas- se optó por poner a Lepidus subido a la ventana como esculca o centinela mirando para la calle, el pasadizo de las Tres Cruces por donde había de subir nuestro catedrático que venía siempre sudoroso y perdiendo el bofe, agitando sus manteos talares y moviendo su oronda humanidad por las empinadas escalerillas de Tres Cruces. Alguna vez don Ciro olía un poco a anís. Era cuando estaba más ingenioso y de mejor humor. Las malas lenguas decían que era amigo del cura de Zamarramala al que le gustaba el traguillo más que la leche que le dio su madre. Con todo ninguno de los dos se metía con nadie.

Don Ciro era regordete moreno la cara picada de viruelas era del  tenor casi de una hogaza pero la cabeza muy pequeña casi como una avellana. Había ganado las oposiciones de Lectoral y tenía un hermano que no se parecía a él en nada. Lo llamaban el cura guapo pues se parecía un poco a Rock Hudson y con su tupé era el terror de las chavalas. Llegaba con prisas y siempre se excusaba de su tardanza. Con lo de tener que confesar a las claras le había salido un grano. Si era sor Venidle la que se arrodillaba en el reclinatorio del torno para “desembuchar el saco”, lo más probable es que se fumase la clase de Latín y Cicerón, Cesar, Tito Livio eran suplantados por los escrúpulos monjiles de aquellas bienaventuradas hijas de san Francisco y santa clara.

Lo de sor Benilde era mucho más serio y puede que la cosa tuviera su miga. Si era a ella a la que había de confesar don Ciro se tiraba dos horas de reloj pues  de la religiosa franciscana cundía fama de santidad. Se contaban de ella milagros, visiones, arrobos, transportes, bilocaciones, odoraciones místicas y otros extraños fenómenos preternaturales con los que el buen Jesús condona a sus elegidos pero que la ciencia positiva suele poner muy en tela de juicio atribuyéndoos a causas más naturales y pedestres. Como la histeria o la inadecuada alimentación. En aquel convento de san Antón las clarisas sólo comían patatas entreaño o verduras y tomates y de lo que da la huerta. A la cena un vaso de leche. Durante la cuaresma era suprimida la última refacción y ayunaban total los viernes.  Pero no crean que se morían de hambre. Estaban todas como robles y para dar mucha guerra.

Debía de ser por eso por lo que estaban tan sanas que algunas pasaban de centenarias pero los nervios, ay los nervios, con una inadecuada bromatología acaban subiéndose a la cabeza. Entonces las enclaustradas decían haber visto a la Virgen o que se había aparecido algún santo, etc.

Sor Benilde, en resolución, debía de ser una santa pero también la decían el terror de los confesores porque padecía de escrúpulos espirituales y además gozaba por lo visto  del don de introspección de conciencias lo que vuelve a una persona así

Adivina y medio bruja. Conque a veces se cambiaba las tornas. El confesor pasaba a ser el confesando y la penitente le leía la cartilla al cura por menos de nada. Delataba sus vicios ocultos, los malos pasos que los clérigos con frecuencia daba, descubriendo sus líos en una  palabra. Como ocurrió a Santa teresa de Ávila con el párroco de Becedas. Allí la Madre enferma invernaba en espera de que llegase  la primavera y los curanderos le administrasen las hierbas oficinales que ella necesitaba. La santa le aconsejó al sacerdote que tirase al río un amuleto que le había regalado su barragana y pronto acabaría su amancebamiento al que había sido inducido por hechizo y malas artes, hizo lo propio y arrojo la fatídica sortija al Tormes. Despidió a la querida pero murió a los pocos meses quien sabe si por melancolía o a causa del arrepentimiento. Por haber mordido la manzana con la que Eva la tentadora hizo entrar todo el sufrimiento y el mal en el mundo. Vino la maldición de Yahvé parirás con dolor y e acabó el paraíso. Las mujeres suelen traer el ramalazo de la guerra y la intranquilidad de las conciencias en los varones, quienes por ellas matan. Troya ardió a causa de Helena. No saben muy bien los curas lo bien que están sin tener que aguantar a la parienta. San agustín derramó lagrimas toda su vida por aquella esclava nubia con la que tuvo a su Adeodato. La negra debía de ser tan hermosa como la reina de Saba o dicho en lenguaje moderno como una nueva Noemí Campbell. Pero santa Mónica, que estaba al loro, decía que era una lagarta y el santo obispo de Tagaste la despidió.

Pues don Ciro que por ese cabo era tan casto e inocente como san José y a veces parecía que hasta le crecía la vara florida con que se representa al glorioso patriarca- los seminaristas siempre tuvimos en gran estima a san José que era el patrón de todos nosotros- llevaba muy mal aquel encargo de tener que desplazarse a confesar a las clarisas un convento extramuros en un sitio recoleto y a trasmano de donde pasaba la calzada romana a la sombra de una olma centenaria y con un chapitel que debía de deberse a la mano del Arquitecto que levantó la Aceitera. La torre de las monjas parecía la hermana gemela de la espadaña de nuestra iglesia. Las dos parecían a lo lejos un punzón hiriendo los vientos y que desafiaban a las nubes. Sin embargo el convento había sido levantado en el siglo catorce por donación de un rey cazador e impotente pero muy devoto de san Francisco y de san antonio. Don Ciro llegaba sudoroso de aquel sitio pues tenía que darse una buena caminata y subir las escalerillas del postigo de Porta Coeli y arreando que es gerundio que, de lo contrario, sus pipis de segundo se quedaban sin lección.

Bien mirado no debía de ser nada fácil absolver a aquella señora que llamaban la perfecta. ¿Qué pecados podría tener? El beneficio que le dejaba el convento era ración parva y si sueldo de profesor no alcanzaba los veinte duros al mes que éramos pobres y había que ganarse los garbanzos. La diócesis era muy rica y recogía no sé cuantas fanegas de rentas al año como va dicho pero algunos de sus clérigos vivían en la pobreza y el buen canónigo tenía que pluriemplearse. Otro día hablaremos de la estrechez y angosturas económicas de aquellos sacerdotes que si no pasaban hambre a duras penas llegaban a fin de mes.

Y aquellas confesiones larguísimas con la priora tocaban los jueves – ego te absolvo a peccatis tuis,  pero avie, Madre, avie, que he mucha prisa- pero ya nos había puesto en autos de su impuntualidad.

Si me demoro en los días de Júpiter. Es que tengo que ir a confesar a las monjas y no sabéis, chiquitos, son pesadísimas.

¿Sí? – saltó Lepido de repente haciendo que toda la clase estallase en una buena carcajada- pues decía mi abuela que entre santa y santo pared de cal y canto.

Cállate, morgueras. ¿Qué sabrás tú de lo duro que es esto de confesar? Esto no es como los encierros de tu pueblo que se pasan dos días y noche de jarana. Daría años de mi vida por no tener que sentarme en el cajón de ese convento escuchando siempre las mismas monsergas… a ver si con el concilio el papa vuelve a la sana costumbre de la absolución general porque esto de la confesión auricular es una lata.

Don Ciro diga usted que sí

Era evidente que al buen sacerdote se le hacía muy cuesta arriba pero hubo algunos que le rogaron al obispo que viniese don Ciro que era de manga ancha y cesase Mañanas. El lectoral se franqueaba con nosotros y decía que cuando tenía un caso difícil de conciencia mandaba al penitente o a la monja en cuestión al penitenciario catedralicio, don Wenceslao Carranza que se pasaba las horas muertas encajonado en su confesionario de la capilla del Salvador y a ese sí que le gustaba confesar. Entendía mucho de pecados, de la pravedad de materia etc., cuales eran los gordos y cuales los veniales. A Carranza le llamábamos uno Don Demoque y también Hayquedistinguir porque era muy meticuloso y se sabía el derecho canónico de memoria. Yo tampoco  entendí nunca esto de la exmologesis que se introdujo en la iglesia latina al final de la edad media y que ha dado lugar a tantos chismes como el de entre santo y santa pared de cal y canto y el hombre es estopa y la mujer es yesca.

La recta existimativa del vulgo no suele fallar pues voz populi vox dei máxime en Corobias donde siempre de suyo fuimos mal pensados que ya lo dijo la Santa una vez cuando surgieron habladurías de que tenía un lío con san Juan.

     -De Corobias ni el polvo de las zapatillas.

Y se sacudió sus sandalias en la Puerta de san Clemente. Hizo promesa de que no volvería más y la cumplió.

Sea como fuere el hecho es que don Ciro era el mejor profesor y nos inició en la lengua del Lacio con acuidad con ciertas técnicas pedagógicas que tenían el escolástico para aprender vocabulario. Desde el principio puso un cognomen a cada uno de nosotros para que nos familiarizásemos con algunos sustantivas. Si a Quevedo le llamó Lépidus, A Aldeorrillo le bautizó con el de Haedus (cabrito) Don Chespi como era inglés le dijo Advena (forastero) a uno que tenía el pelo rojizo como un marrano jaro Aper (jabalí) a Rigoberto le puso Vafer (astuto) y al sobrino de don Fausto Fulvus pues era rubio como una mazorca el Chema. Yo recibí el apodo de Accipiter y Cunctanter (gavilán y deprisa) no sé por qué y así otros muchos y en otras muchas partes otros muchos santos confesores y santas vírgenes que era la frase final con que se daba carpetazo a la lectura del martirologio romano, loable costumbre que se hacía todas las mañanas en el refectorio al desayuno y de la que hablaré más tarde con mayor atingencia y profundidad.

 


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