INGLATERRA
El primero de julio del
año 60 eché mi primer piropo a la Cibeles. La augusta diosa de piedra que
siempre va en carroza tirada por leones no me hizo mucho caso. Yo era un
adolescente que regresaba a casa derrotado en el Correo de Santander. Mi padre
vino a recibirme en un jeep del ejército donde metimos los avíos de mi pobre
ajuar el colchón, el baúl y la sotana.
─Anda que buena tienes
a tu madre, con un disgusto que casi se nos muere, cacho perro.
Bajé
la cabeza y le dije a mi padre que me pondría a trabajar de lo que fuera
incluso si picapedrero y así lo hice pero pronto me di cuenta de que tampoco
valía para albañil, no sabía cuajar el cemento en una obra. Lo mío eran los
latines y el inglés. Ínterin mamá dio a
luz a mi hermana pequeña a la cual llevo 18 años y nos trasladamos a vivir a
Madrid desde Getafe. Allá quedaba el pueblón manchego envuelto en polvo y
barro, los aguadores de la calle mayor, la iglesia de la Magdalena enorme, los
paseos las tardes de domingo, el cine de sesión continua, el aburrimiento
provinciano. El resonar de los tambores del cuartel de artillería al izar
bandera y las misas de doce en los escolapios. En Madrid me coloqué de profesor
de latín en un colegio y por las tardes
asistía a las clases del bachillerato nocturno en el Ramiro de Maeztu. El
profesor Antonio Magariños, lo que son las cosas, me suspendió en la lengua del
Lacio. Yo no le caía bien. Ya estaba muy viejo y se fatigaba durante las clases
en las que explicaba a Tito Livio. Moriría al poco tiempo. Fue un gran promotor
del deporte durante el franquismo como consejero del ministro Elola Laso del
Frente de Juventudes. Cuando tuve en mis manos la papeleta del suspenso volví a
sentir la maldición del jesuita tú no vales no das la talla. Fui una taberna y
me emborraché. Era mi primera borrachera. Todas las campanas de las iglesias de
Madrid doblaban a clamor. Había muerto el papa Juan XXIII. Al regresar al hogar
(vivíamos en la calle presidente Carmona) mi madre que era muy lista debió de
notar los signos de embriaguez en mis andares tremulantes, la lengua tartaja,
los ojos saltones y la boca oliendo a peleón:
─¿Dónde has estado,
cacho perro?
─Por ahí
─Murió el papa
─Y a mí ¿qué?
Dormí la mona y se me
pasó el cabreo. Me di cuenta de que a lo largo de mi vida tendría que luchar
contra aquel conjuro de Eguillor que se había repetido en el profesor Magariños
que era un gallego bastante retorcido. Hinqué los codos, aprobé el
preuniversitario e ingresé en Filosofía y Letras y en la Escuela de Periodismo, dos carreras a la vez aparte de las clases en el colegio san Pio V, todo lo que ganaba se lo daba a mis padres, excepto una pequeña cantidad que me reservaba para tabaco, aquellos "Celtas" largos que me hacían carburar. Estabna agotado.
El verano del año 64 me fui a un campo
de trabajo en Fladbury cerca de Evesham a recoger ciruelas y fresas.
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