ADOLFO ADAJA
En vísperas de san
Antón, por los soleados días que culminan el fin de la pascua madrileña - los
buenos periodistas y los buenos profesores tienden a morirse por tales fechas [
Nempe Pardiñas, Janes Black, mi catedrático de inglés, Celedonio
Altares también se fueron en este interregno de la post Epifanía]- dimos
tierra a Adolfo Adaja, periodista, historiador, radiofonista, escritor, un
hombre bueno. Los que fuimos agasajados
con su hospitalidad y su amistad londinense, pues tanto él como su esposa Lola
tenían puerta franca para todo aquel que
llegase a su pisito de Roland Gardens, el área pija de Londres, en el corazón
de South Kensington y la Old Brompton road, somos fedatarios y contestes del albergue y amparo con que nos acogía este
zamorano de pro, de raza hidalga.
Los Adaja creo que tuvieron casa blasonada con torre
castillada de almenas y poternas, no desmochadas en tiempos de los Reyes
Católicos, cuando en Castilla se entablaron las luchas entre la corona y la
nobleza. A tanto postín llegaba este abolengo. Él mismo, por su nobleza y
sencillez, parecía un personaje que había saltado a la vida desde las páginas
de la Gloria de don Ramiro, la novela
de Enrique Larrea donde se trata por menudo este linajudo aspecto, este
privilegio de casta que mantienen los oriundos de la sede de san Atilano, la
diócesis más antigua de la península ibérica. Al hablar con él, tenías la
sensación de estar hablando con un infanzón. Adaja era un godo por los cuatro
costados sin mezcla ninguno de razas. Ni moro ni judío, ni aljamiado berberisco
o tornadizo de los bandos. Godo como su tío Elisardo. Y liberal y
condescendiente, pues esta liberalidad y comprensión, suelen ser norma del
carácter castellano, porque la acepción liberal no tiene entre nosotros el
sentido que tratan de imprimirla los “whigs”. Disraeli no había nacido cuando
en boca de romanos circulaba latino de “liberalis” en el sentido de noble,
ilustre, honrado, benévolo, prócer, generoso. Dios me libre de los liberales,
porque en España siempre ese término tiene connotaciones de sangre y la
libertad entre nosotros, para bien o para mal, expresa la idea de cadenas. No
se la puede desliar del otro sentido dehiscente que posee. Cuanto más clase y
mayor abolengo, mayor llaneza. El que ha llevado - es paradoja - gola toda su
vida suele mostrarse sin engolamiento
Esa es la fija en un país que parece haber perdido
la rúbrica y el norte y se ha deshecho de la norma que prevalecía. España se ha
llenado de la noche a la mañana de nuevos ricos sin recato ni compostura, y por
contera se nos ha vuelto un país agraz, mal educado, vulgarote, donde la
convivencia deja mucho que desear. La vita bona, suscitados los viejos
rencores, se acabó. La vida aquí es un perpetuo dolor de muelas, por más que
haya dicho Don Cabildo Poternas,
el mandamás del bigotito que España va bien, que mucho mejor la deja, según él,
a como la cogió en el 96. No sabe este buen señor que guarda un cierto parecido
a Sagasta por lo del tupé y por haberse convertido en bola de ping pong con la
que alegremente juegan los conspirdores al ponte tú ponte yo y colócame allá
toda esa gente que somos globales, hemos ganado y ya no hay fronteras - los
extranjeros entraron acá a viña vendimiada mientras los españoles se sentirán
metecos en su propio país; he ahí el legado que nos lega este Sagasta del
bigotito para que la historia lo juzgue, póntelo pónselo, cuán solos nos dejas
Adolfito Adaja- se ha convertido en el instrumento ejecutor de la frase del Trifulcas
de que a España ya no la conoce ni la madre que la parió.
No hay mas dios que Alá
y don Cabildo es su profeta. ¡Qué asco de políticos! Es lo que pensaba yo esta
tarde cuando, acabada la misa de cuerpo presente por Adaja en la iglesia del
Buen Suceso en la calle de la Princesa que tantos recuerdos alberga de nuestros
años triunfales: que la vida no guarda lógica; esto carece de ton ni son, mas
habrá que vivir e ir tirando como se pueda hasta que suene también para
nosotros la hora de nuestro funeral. Me fijé en una virgen pequeñita con el
manto bordado y el rostro dorado indefinible entre floreros, un creciente de
plata bajo sus pies. La verdad era que la talla representaba poca cosa. ¡Y para
eso tanto bulla y tanta hiperdulía!, pensé, sin que a mis solemnes
observaciones la voz interior, otras veces tan pronta, diera respuesta. Es el
misterio del silencio del Cristo de Dostoievski en los Hermanos Karamazov que
encoge el corazón de los creyentes. Miré los rostros de los presentes y
encontré en ellos el cansancio de un día de trabajo y el fastidio que alberga
la conciencia de ser un producto perecedero. Estamos aquí de paso pero algunos
bostezaban. La vida y la muerte siempre son idénticas a sí mismas. Dos bodas y un funeral.
Me avergüenzo de mí mismo pero me asaltaron
las dudas sobre la presencia de este icono - acaso un ídolo- irrefragable en la
misa fúnebre sin cantos. ¿Esa virgen qué significa? ¿Quién es la que invocamos?
¿Acaso existe? Perdóname, Adolfo Adaja
[hoy entoné en el metro a voz en grito el “Dies Irae” en tu memoria] pero mi fe
ya no es tan consistente como cuando íbamos a misa de once a los servitas de
Fulham Rd. Los gélidos domingos del marzo londinense quedaron lejos y también,
una vez consumados los ritos y después de saludarnos en el porche aquel fraile
gordo irlandés que fumaba en pipa, el vermú en cualquier tasca de Cromwell Rd.
Todas las tabernas del entorno las conocía yo bien.
Y nos recibía aquel
párroco, un fraile irlandés con una gran barriga y siempre fumando en pipa
mientras controlaba a la grey desde el quicio de la puerta. Han cambiado tanto
las cosas que todo lo vemos al revés. Nos hicieron dudar de lo más sagrado y
ahora hete aquí que muchos vacilamos en la vieja fe. Ha dado la vuelta a la
tortilla. En el Vaticano el que impera es un Papa judío ¡Toma ya! Ya no
veneramos la crucifixión. Nos ahincamos ante el Holocausto y cualquier día de
estos, al paso van las cosas, a Anás y a Caifás los harán santos y los
colocarán en una hornacina. Que hoy la blasfemia es un instinto de poder y una
palanca de popularidad, una herramienta de trabajo no os quepa la menor duda.
Queremos siempre, coño, andar siempre en la machito, cimbrearnos sobre la
cuerda, y los dedos se nos vuelven huéspedes para que nos marque con el signo
de la bestia de lo políticamente incorrecto.
Hoy, Florín, ya no es
como antes; hay que andar listos. ¡Mira que nos espabilan a toda hora los
golpes de la existencia y aún no hemos aprendido! Que me perdone dios y me
perdones tú pero ya no soy capaz de poner su nombre ni el de la virgen con
mayúsculas. Al funeral vino el edecán de don Francisco de Sales Retentada, aquel Acuña, que hoy es un jefazo
en esto de la antropología periodística del Diario
Fibs ¡Qué tiempos aquellos cuando llegaba a tu casa a pernoctar y decía que
su mujer era tan fecunda que bastaba un guiño para preñarla! Sólo un navarro es capaz de eso, y de mucho
más. Ándale. Entonces no tenía un duro y ahora millonario. Échale un galgo.
Yo me
acordaba de algo que contó este Acuña cuando dijo lo de si esto es civilización
yo me vuelvo a Estella. Lo dijo un navarrico, recién aterrizado en Oxford, ante
una ciudad que se paraliza y cierra sus bares a las diez de la noche y se rió
mucho, aunque lo que ha pasado en este tiempo no es para reírse. Oye, como se
conoce que había sido dominico. ¡Hay que ver lo bien que tocaba el órgano!
Ellos subieron, se han
colocado en buenos sitios, ostentan jefaturas y columnas, se han hecho
respetables mientras yo, desprovisto de un lugar al sol y de un sitio donde
escribir y publicar vivo en la ignominia y he de hacerme de pasar por loco para
conservar la prestamera oficiosa con la que se nos deja vivir a mí y a mi
familia. Si esto es civilización yo me vuelvo a Estella, Acuña. ¿Me oyes? Tú
también eres un buen chico y no te envidio. La antropología da para mucho.
Sobre todo, si se dice que el hombre viene del mono.
Adaja te ayudó mucho y
tú estabas en su funeral, lo que denota tu buena crianza pero eso no excluye
nuestras diferencias políticas. No he venido aquí a entonar una palinodia en tu
honor. Me negaste que eras “Resmas” ese que escribe tan corto y tira con bala
en la tercera del periódico del Quico Big
Face y que un día me metió un viaje pues sabe mucho y conocía mi historia,
mi hija extrañada y dijo cosas infames de mí y estuve en un tris que no voy a
por él porque por Helen luché como un gato panza arriba. Pero no pudo ser. Con
los ingleses hemos topado, Sancho. Wall street y Lombard street son la gran
pared con la que el destino juega al frontón con nuestras vidas. Nosotros somos
la pelota y el dinero la raqueta con que nos juegan al ping pong.
En fin corramos un
tupido velo. Lo de Estella a mi contrincante le hizo reír. Nos han fusilado
políticamente y físicamente porque no es democrático pero lo harían si pudieran
y aquí nos tenéis a nosotros, pobres pardillos, que vamos a hacerles el rendibú
y a besarles la mano, bailarles el agua, reírles la gracia, y venga paripés
pero sigo pensando en lo mismo que el navarro, que si esto es civilización...
No pude conseguir ver a mi hija extrañada
y que me arrebató el destino con sólo dos años y cuya reconciliación fue
uno de los propósitos más importantes - y fallidos dentro de mis muchos
fracasos- de mi vida.
Por lo visto el semen
derramado no es importante. Cae al
desgaire en cualquier remojadero. Pasó el sembrador e hizo de las suyas
caprichosamente. La simiente unas
germinan y otras no. Ocurre con esto de la genética como con los pimientos de
Padrón. Nos hemos pasado la vida esparciendo el grano a boleo y algún día otros
recogerán lo que nosotros desparramamos. No hay planes preconcebidos y sin
embargo nos decían que estábamos en el pensamiento de Adonai desde toda la
eternidad. Nos engañaban como a chinos. Ved a Adonai en lo que se ha convertido
en un furibundo Alá. Sólo comprendo las tres voces de Xto en el Calvario. Dios
mío, dios mío por qué me has abandonado. Yo canté esas tres voces cuando era
diácono en la Passio mirando hacia la parte de Aquilón, un desafío a los
vientos siniestros de la historia. El Salvador padeció sobre sus propias carnes
este silencio divino en esta hora occidua tanto nos aflige.
He sido expulsado del
periodismo y de la literatura. Sin embargo, no me rindo, amigo Arana, pienso
que tu jefe Retentada, el inspirador de Pación y esta república coronada con
algo de cárcel de Monipodio, y corrala de vecindonas donde se explayan terelus,
anarosas anacondas, y donde escriben periodistas que no saben hacer la o con el
canuto prosas monocordes, remedos del NYT, sigue siendo para mí un tonto en
siete idiomas.
Que ahí me las den
todas. Si judaizan, Florín, allá películas. Es su problema que diría Mariano
Primicias, otro de los grandes problemáticos de nuestros medios. Yo no voy a
comulgar con ruedas de molino cuando estoy a punto de cumplir los sesenta pues
no tengo tantas chaquetas en mi ropero como Carrozas Posmas al que veo ahora canescente y augusto
con aires de patricio con toga romana en las tertulias mañaneras del
Telepecado, el que dijo y yo lo escuché con estas orejas que han de ser pasto
de gusano al llegar a Londres que le recordaba a un campo de concentración y
ahora es anglófilo por los cuatro costados y advierte que hay que aprender
inglés para leer a Shakespeare. Jopé, Florín, ¿cómo es posible que pueda haber
en este país gente tan acomodaticia y con tanta flexibilidad de vértebras? Lo
que hay que oír y más lo que hay que ver para lucrarse el pan caer con buen pié
y del lado siempre del que manda.
El alzamiento
cibernético no llegó, como creíamos, con Heliogábalo el Grande atador de
caballos. Lo ha ejecutado Alcaparrón siguiendo órdenes estrictas de Supraba.
Nuestra ministra de exteriores, quien por cierto en Irán se tocó ese paño de
oración islámico y de acatamiento de su condición de menorragias, lo que
comporta ciertos grados de impureza de la naturaleza femenina ante Alá, el creador
del entorno, que es el hilab y estaba
que parecía la tonta del bote, se ha hecho la necia novia de Guy Morley. Es una
especie de chica para todo del Pentágono y hasta parece que habla adrede mal el
castellano pues piensa en inglés.
Manolo Trasver - manda huevos- lanza en las comparecencias
periodísticas euros al que le pregunte cuestiones incómodas sobre las armas de
destrucción masiva [¡cómo les gustan las frases de circunloquio rimbombante y
los eufemismos a los que llevan la voz cantante, con cuánta eficacia inflan el
perro! Esos engendros de destrucción estaban todas en manos del general Sharon
y le cargan el muerto al otro. Tiene bemoles la cosa. La mentira es el ama
nodriza de la historia. Sión no es más que un monte de cuyos vértices coronados
de lava mana para todo el mundo la agitación y la destrucción.
Muy bien para ellos la
perra gorda. Se nos han convertido en heraldos del Nuevo Orden. El bigotito de
don Poternas crece esquinado, lo que nos
puede costar más palos todavía que en el 98, hacia la parte atlántica, con tan
mala leche como el tupé de don Práxedes y con el cuento de hasta el último
hombre y la última peseta nos vamos a quedar sin un euro, no en la defensa de
las colonias que ya no quedan, sino del propio solar patrio desmembrado por el
separatismo que ellos siempre auspiciaron bajo cuerda. Sobre nuestra patria,
Mariano, flota siempre la sombra siniestra de la voladura del Maine.
Sorprende y hasta tengo
por sospechosa esta cortina de silencio que ha envuelto como un sudario de olvido
el óbito del pobre Adaja. Los neos del periodismo triunfal y galáctico que nos
circunda y que desparrama necrologías de personajes que poco tengan que ver con
la vida española - refritos en buena medida de los papeles anglosajones- en
esas secciones denominadas obituarios, un anglicanismo equivocado del
participio de futuro del verbo obeo
para significar al que ha de irse y también al ocaso, y que debiera de ser una
necrológica o necrológico en toda tierra de garbanzos.
Acérrimos son los
tiempos que vivimos. Han dado a todo lo español el pasaporte y han traído
modos, costumbres, mentalidades inglesas. Mas yo quiero entender que este
mutismo oficial, este silencio de tumba que circunda a todo lo que tiene que
ver con el falangismo, no ha sido a posta sino por exigencias del guión. Al fin
y al cabo los nuevos lebreles de la comunicación con su pan se lo guisen y con
su pan se lo coman. Nosotros no somos
más que gente del pretérito indefinido. En boca cerrada no entran moscas. Si la
abres, te llaman facha. O te esgrimen a los morros el argumento entre
cachondeos de lo de la “conspiración judeomasónica”. Que haber haylas pero eso
es otra historia.
Tempus fugit. Lo más
duro para nosotros es que la acusación de ser culpables de haber sobrevivido a
nuestra propia época nos arponea como un aguijón envenenado y nos transforma,
por medio de los complicados resortes de una metamorfosis social, en metecos en
nuestro propio país. Nos convertimos en esta tierra de garbanzos, envidiosa,
con complicaciones y ramales que nos conectan con un pasado furibundo y
vengativo y mucho retorcimiento mental, en ilotas no manumitidos en nuestra
gleba nacional. Sí. Ciertamente, gleba nacional. He ahí un buen título de
novela.
Hemos cometido un pecado el haber nacido hacia
la mitad del siglo pasado y pesa sobre nosotros el baldón que se nos echa en
cara, una vez cambiada la historia, el “¿os acordáis de lo de cuando
entonces?”.
Nacimos bajo el estigma
del pecado original que nos lavó el bautismo y nos vamos a morir relapsos de
herejía y de franquismo, un pecado que por lo visto no se perdona porque los
del sanedrín democrático- separatista lo consideran afrenta contra el espíritu
santo y eso no lo borra en una sociedad donde las ejecutorias de hidalguía
fueron tan importantes agua lustral alguna. Va contra la urna. Va contra la
norma y va contra la horma de sus zapatos que ellos se han hecho a su medida.
Es atentatorio contra los derechos humanos. No me miente usted la bicha. Aquí
sólo se puede hablar de Franco de una forma. Mal.
Aquí hay una retentiva
asombrosa, rayana en la dismnesia para ciertas huellas de la retrospección del
inmediato pasado. Es una memoria viva para ciertas cosas; para otras, la
amnesia más absoluta. Aquí fusilan siempre los mismos, dada la gran
versatilidad ideológica y el cubileteo procaz de los que se pasan al otro
bando. Algunos se vuelven olvidadizos para lo que les interesa, mientras nos
extienden factura por cosas sin importancias y por eso en este país por un
tiquismiquis se puede organizar la de dios. Parece que siempre pende una espada
de Damocles.
Creo que, tanto los que
fusilaron al padre de Adolfo, un militar de ingenieros, cerca del Escorial
cuando intentaba cruzar a las líneas nacionales como los que enviaron a su tío
don Elisardo Redondillo Cercas al exilio, desposeyéndolo de su cátedra y
arrasando su gran biblioteca, pertenecían, por signo opuestos, claro está, a
una horda idéntica.
A don Claudio, al que
Adaja llamaba cariñosamente “el tío de Buenos Aires”, algunos lo desenterraron
para quemarlo en efigie. ¿Cómo? Procediendo al descatálogo de su inmensa obra.
Nadie ha sabido interpretar con tanto tino las consecuencias de la invasión y
presencia islámica en España oponiéndose - la polémica fue de las que hicieron
época- al criterio de don Américo Castro, quien, echándole harta imaginación a
la cosa, nos presenta la convivencia de las tres culturas como algo armónico y
enriquecedor.
No, señor. Protesta don
Claudio. No hubo tal. Las tres religiones monoteístas no tienen arreglo. El
consenso significa que prevalezca una de ellas sobre las otras dos y el que
pacta con el escorpión ya sabe a lo que se expone. El historiador abulense,
republicano de toda la vida pero de misa y de comunión diaria era acérrimo en
la defensa del credo de Nicea que postula en favor de un solo Dios verdadero. Por el contrario, don
Américo feligrés era de la sinagoga y se irguió en fautor - mucho daño nos
hizo- de la utópica concepción de la España de las tres culturas que los
historiadores revisionistas nos meten ahora hasta por los ojos siendo así que
es una idea endeble y torticera, y, por supuesto, catastrófica para el futuro
de nuestra supervivencia nacional. Pero la repiten en cada telediario y pronto
se convertirá no ya en una verdad sino en dogma de fe según los criterios,
siguiendo la senda marcada por Goebbels, del pensamiento único al que
caminamos. Y el que no la acepte será expulsado a las tinieblas exteriores.
Para Castro, Albornoz
era un hereje. Éste, que hizo mucho trabajo de campo y recopiló datos sobre los
mozárabes cuando era catedrático en Oviedo, con datos fehacientes en la mano
derriba el mito de la convivencia y la transigencia entre moros, cristianos y
judíos. Hubo períodos de tolerancia y más o menos pero la recia pelea duró ocho siglos. El Alcorán es la
violencia en carne viva puesto que manda matar en nombre de la fe y para el
Talmud se mofa constantemente de los Evangelios, un religión cuya práctica
resulta más inhumana y difícil puesto que manda amar al enemigo y volver la
otra mejilla.
Paradójicamente, triunfó
el cristianismo, con todo lo que la religión romana arrastraba de la mitología
griega y del sincretismo pagano, de la
filosofía de Platón. Y tuvo que ser, puesto que no había otro modo, al filo de
la espada. Boabdil el Chico capituló y a los sacerdotes del Templo todavía les
están rechinando los dientes al comprobar que la gran masa de seguidores del
Antiguo Testamento se pasó al Nuevo. De ahí manan las fuentes eclécticas del
catolicismo hispano; del misticismo hebreo, la sensualidad árabe que deriva en
el pasionismo y del orgullo de casta godo. González Aboín era un católico que
aunque más tibio que su tío claudio, de comunión diaria en Buenos Aires, no se
perdía la misa de doce en los Servitas de Fulham Rd. Se sentía cristiano viejo.
Un verdadero hidalgo.
Según los postulados de
la vieja fe y de la caridad que ejercería sin tasa durante todo el tiempo que
lo conocí, una voz me dice que estará en el cielo acompañando a su padre el
fusilado y desde allá arriba Mariano todavía nos seguirá haciendo favores. Que
tenga piedad de nosotros y nos perdone. A mí favores me los hizo muy grandes en
un tiempo muy difícil para este humilde corresponsal en mi llegada a Londres-.
Gracias a su intercesión conseguí que me alquilase la vieja el piso bajo del
edificio de Roland Gardens que había sido hasta hacia pocas semanas antes por
un conde irlandés Count Kelly que acababa de morir de cáncer de pulmón. Era
rotario y caballero de la orden de Jerusalén. Le seguía llegando propaganda en
el correo de la orden de Malta y este detalle, de conexión al Temple, marcaría
un poco mi vida posterior.
Ocupaba yo la bodega, lo
que era la cellar, donde casas
señoriales como aquella cuando Londres era una corte en tiempos de Queen
Victoria guardaban el vino en discretas habitaciones con buen tempero en cuyas
paredes se abrían una especie de nichos para guardar las botellas del buen
Madeira y de otros vinos exquisitos
Adolfo y Lola vivían en la cuarta planta por encima de la dueña, Mrs.
Avisón, una lady victoriana que se pasaba todo el día mirando por la ventana
enfundada en sus batas de cola con cuello de piel y rodeada de gatos de Angora
y una sección muy selecta de cuadros y de fotografías.
A tal respecto, era
impresionante el retrato de su hijo Lex que presidía el cuarto de estar y el
recibidor. El muchacho, piloto de la RAF, fue derribado sobre Munich el último
día de la segunda guerra mundial. El recuerdo del hijo muerto lo trataba de
olvidar la dueña con gin and tonics. La
verdad es que en eso y en otras cosas se parecía la dueña a la reina madre. Las
dos tenían afición al “soplen y marchen” sin que se les notara demasiado.
Únicamente en un tartamudeo fugaz se la notaba algunas noches. Dicen que el
alcohol es un conservante y a ella como a la madre de Isabel II las conservó bien
porque ambas morirían centenarias.
Por encima de los Aboín
vivían dos mariquitas. La gran cuestión en el vecindario era saber quién de los
dos bujarroneaba y quién era el bardaje, en medio de los dares y tomares de la
política española, que entonces eran hartos, pues en Londres se cocinaría toda la transición con sus buenas dosis de
pacto, consenso y trapisonda, y nosotros nos tuvimos que chuparnosla - quiero
decir la transición- los corresponsales a fuer de no pocos sobresaltos y
disgustos.
Hubo que soportar a
Fraga que entró arrollador y a viña vendimiada con un talante superferolítico
como si España fuese suya. A la embajada de España en el barrio de postín de
Belgravia acudían los peregrinos españoles de todo pelaje, signo y condición, a
ganar el jubileo. La democracia contractual, con sus consensos y con sus
guiños, estaba a punto de estallar como una guerra civil, en son de revancha
contra el Día de la Victoria.
Había que poner del
revés el último parte de guerra dándole la vuelta a la tortilla. “Cautivo y
desarmado el ejército rojo, nuestras tropas alcanzaron sus últimos objetivos.
La guerra ha terminado”. Los vencedores de antaño, los pocos que quedaron con
sus hijos, indemnes al chaqueteo de aquel tiempo vertiginoso, tendrían que
mascar el polvo.
Un buen día la portera,
Gail, casada con Hughy, un escocés, nos deshizo el misterio. Se los había
confidenciado el limpiaventanas. Los limpiaventanas son una clase de gentes en
Inglaterra que se enteran de los secretos de alcoba y tienen vista de lince y
alma de reporteros de la prensa del corazón aunque nunca cobran. Su trabajo
suele desarrollarse por las mañanas a primera hora y muchos hacen horas extra
los domingos cuando medio país duerme a pierna suelta después de los estragos y
batidas del sábado noche y cada oveja duerme a pierna suelta, u otras cosas,
con su pareja.
Facilita esta labor de
acusica o testigo de cargo de los limpiaventanas el hecho de que en aquel país
del norte no haya persianas y las cortinas nunca andan echadas. Por lo cual
muchas vidas y poses intimas devienen transparentes. He is the bull, míster Parra[1],
me intimó el bueno de George, que así se llamaba el “window cleaner”[2],
al tiempo que me señalaba con el dedo cuando los dos cruzaban la calle entre
risitas y contoneos a un individuo enclenque y bajito, creo que era
australiano, una ruindad de tío, el que menos me esperaba frente al otro que
era una fornido norteamericano de Kentucky que estaba cachas y aparentaba ser
el más macho.
La naturaleza con sus
ganas de jorobar juega estas malas pasadas. Nadie lo pensaría. Aquel tipo de
Canberra el toro, pues qué barbaridad, y el otro el yanqui que debía de ser
modelo en la revista Male que lo
había sacado varias veces en portada luciendo belfo y plexo solar con los
músculos fortalecidos por el ejercicio de la halterofilia y un pecho con las
dimensiones de la caja acústica de un piano de cola, era el que tomaba, siendo
el canijo el que daba. Oh, dear. Lo contaba Mariano con esa gracia para contar
historias que le había dado Dios y nos partíamos las tripas.
Maricón el último.
Bardaje quien menos uno se lo esperara.
Gail era una [3]cockney
castiza y tenía dificultades para pronunciar lenguas extranjeras. Con el mío no
tenía muchas dificultades pues ofrece vocales claras pero para mentar Abdón las
pasaba negras y así su haplología convertía el nombre de Aboín en algo así como
“Avión”. El bueno de Mariano, con su paciencia infinita, todo lo perdonaba.
Creo que fue una
auténtica gracia de Dios y una verdadera predestinación el haber sido su vecino
y haber andado bajos sus alas de protección en aquel señorial número 41 de
Roland Gardens, donde residió Paul Morand en una de sus visitas a Londres o por
lo menos hizo vivir a uno de sus personajes. Gail mantenía el edificio tan
limpio y reluciente que se podían comer sopas a la entrada.
Pero con decir esto no
está dicho todo porque allí rondaban fantasmas y tuvo fama de ser una casa
embrujada. Su centro de operaciones era la alcancía o “cellar” que ya he
mentado, precisamente el cuarto que me servía a mi de despacho para el télex.
Justo entre sus nichos vagaba el fantasma. Golpeaba muchas noches las paredes
con golpes secos y Gail dijo que después de morir había visto pasearse por el
hall al conde Kelly.
¿Quién era el conde
Kelly? El inquilino anterior que alquilaba el sótano que yo ocupé. Era un
templario que había ejercido de cillero en Escocia durante una vida anterior.
Cuando murió su segunda reencarnación pertenecía a la Orden de Malta y de hecho
siguieron llegando revistas y otra literatura varia a su nombre durante el
tiempo que yo residí en la casa.
Había instalado yo el
télex en la bodega. Dentro de unos nichos, un tanto fúnebres, que habían
servido para guardar las botellas de champán y las cajas de porto, yo tenía
montado mi servicio transmisor. Fue desde aquella mastaba de la información con
cables y clavijas en conexión con el gran mundo (nunca pude entender el
misterio de la telegrafía sin hilos o de las terminales de télex que conducían
mediante una gran barloa bajo el océano aquellos signos aporreados por mis
dedos con golpe nervioso con la información pertinente de aquel día y que
colgaban la cinta en la sala de transmisión de Pyresa a cuyo cargo estaba el
bueno de Cerro en el edificio de
Castellana 132.
Bueno. Pues allá yo
velaba las armas, caballero andante de la palabra. Aun no había llegado el
tiempo del pensamiento único. Big Brother era una mota de polvo en la niña de
los ojos previsores de su creador, George Orwell. Se había publicado la utopía
en la cual se anunciaba un mundo feliz. Nunca fui más libre. Podía escribir de
lo que se me antojara.
Vivía con ilusión pegado
a la receptora semi enterrado entre papeles y recortes. Mi ideal periodístico
eran todos aquellos monstruos de la BBC: David Dimbleby, Robín Day, William
Hartcastle, David Frost. Ese parece haber sido el sino de mi existencia
bohemia: los sotabancos, las buhardillas, el tragaluz; en ellos he ido
recalando a lo largo de mis años en mi afán de vivir siempre un poco al margen.
Y tan es así que en mi residencia actual de Piedras Vivas ocupó la parte
trasera de un garaje que habilité como despacho. Allí vivo enterrado entre mis
libros y papeles, mis receptores de radio y mis fotos que adornan las paredes,
pues como Ramón Gómez de la Serna, tengo mi habitación toda empapelada. Aquí
permanezco esperando a Godoy y a Perpsicore bajo un inmenso retrato de mi hija
Helen esperando que algún día me escriba. Fue la razón por la cual fui a
Londres como más abajo explicaré, pero mis proyectos fallidos, ahora me refugio
en la actitud de un cuento escrito hace muchos años y que llevaba por título Suzanne nunca escribiría.
No alumbra mi vida más
luz que la de una estrecha claraboya que penetra por el montante de un vano y
albergo pocas esperanza. Estoy a punto de cumplir sesenta años pero entonces
era un joven, lleno de vida y de ilusiones, que cada tarde, pimpampum, desde
aquel nido de calandria, no lejos de las riberas del Támesis enhebraba mis
humildes crónicas contándole a los lectores de la cadena de más de cuarenta
periódicos (éramos el mayor sindicato periodístico del mundo, como nos
recordaba el llorado Félix Ortega en más de una ocasión) los pormenores de los
últimos coletazos del crepúsculo laborista de Haroldo Wilson y el advenimiento
de la era Heath. La gran cuestión cada tarde era la elección del tema y luego
elaborarlo pacientemente según mi leal saber y entender delante de las
veinticuatro redondas blancas a las que cantara Pedro Salinas.
A veces tenía que dar la
vuelta a la noticia que ofrecía urbi et orbi la BBC con su natural talante
solemne, la voz polifónica y solemne, los ternos a rayas de Savile Row, los
ojos de gato de Richard Baker, los labios todo poliantea erótica de Angela
Rippon, una verdadera Palas Atenea de la Comunicación, hasta el punto de que en
el Foreign Office me llamaban a capítulo porque los corresponsales españoles
por aquel entonces éramos algo contreras y hacíamos las cosas a nuestra manera
y a la agachadiza, y cualquier periodista que se precie sabe que toda
información anda un poco manipulada y que siempre habrá que buscarle los cuatro
pies al gato.
Yo era de entre todos el
que albergaba mis más indómitas inclinaciones, dicho sea sin prejuicio de
parte. Cuando menos “no estábamos
empotrados en unidades del Pentágono como le pasó al pobre Julio Anguita Parrado,
ese pobre chico cordobés al que mataron en Mesopotamia el 2003". Íbamos a
nuestro aire. Por ese cabo, tuvimos la
gran suerte de no tener que hablar por boca de ganso.
Claro que corrían
tiempos mucho más amables que los actuales. Heath era un solterón que vivía en
Downing Street, al que traían por la calle de la amargura las Trade Unions de
Jack Jones y las huelgas mineras. Edward Heath se solazaba de sus cuitas con la
melomanía. Era un buen pianista y un gran director de orquesta. Muchos fines de
semana se iba a su pueblo de Kent, el jardín de Inglaterra, a dirigir el coro
de su parroquia.
Londres se quedó a
oscuras por mor de diversos apagones decretados por Hugh Scanlon pero los
ingleses, nostálgicos, y como no hay mal que por bien no venga, recordaban el
black out de los bombardeos alemanes y hacían cenas románticas y resultaban que
al amor de candelas pronto se encontraron en los brazos de sus respectivas. Se
nos fue la luz y encontramos el amor volviendo a los viejos tiempos. Se nos fue
la luz y nos agazapamos. Té para dos, hacer el amor tendidos sobre la alfombra.
Agazapados. Huíamos del mundo y hacíamos la encorvada. El lunes marcha sobre
Picadilly y a cuadrarse delante de la cola del paro. A Hugh Scanlon hubo que
agradecerle que aumentase la demografía de las Islas a eso de los nueve meses.
Los ingleses hasta la
llegada de Mary Quant, inventora de la minifalda - fue la que descubrió que las
hijas de Albión tenían unas piernas maravillosas- carecían de vida sexual. No
tenían mujeres sino botellas de agua caliente y ladrillos para calentarles la
cama. Sin embargo, los Beatles, Carnaby Street, el “swing in London” con sus
balanceos e intercadencias haría cambiar de fortuna a las Islas. Todo ese gran
cambio social que se operó entre los británicos y que luego tratarían de
imitar, simiescamente, los españoles nos tocó contar a Mariano y a mí para
nuestros lectores y radioescuchas. La
serpiente monetaria era uno de los temas más socorridos. La libra esterlina se
iba al garete y creo que fue por entonces un periodista, Javier Martínez
Reverte, que escribió un libro actualmente impresentable para un anglófilo
“Inglaterra cuesta abajo”. Era la hecatombe. El imperio daba de través y hasta
Capmany publicó varias pajaritas sacando pecho por los ingleses, diciendo que
nosotros, los corresponsales, exagerábamos en nuestro afán de inflar el perro,
que a ver que era eso de meternos con la serpiente monetario, los gnomos de
Zúrich. Campana, hoy tan papero pero entonces, tan falangista, nos metía caña.
Desde luego nunca acababa de llegar el agua al río; está visto que, si quieres
vender periódicos, has de darle un tanto a la rueda de la hipérbole. La libra
se desplomaba. Britania se hundía entre procelas parlamentarias y balanzas de
pago caóticas pero las hijas de Albión, sobre todo en minifalda, estaban
deliciosas. Era bello el sentir delicuescente de descender la pina cuesta de la
decadencia. Los americanos eran más brutos. Hablaban un inglés de los padres
peregrinos y sus escritores elaboraban una prosa sin peinar y se mostraban
incoherentes, gárrulos. Abusaban del arcaísmo.
Se llegó a dar el caso de hubo españoles en
Londres a los que telefoneaban desde casa, como si estuvieran en la guerra. Que
a ver qué pasaba. Que si tan mal estaba el país que por qué no nos volvíamos a
Madrid. Alfonso Barra era un poco el responsable de tanta alarma puesto que con
su clásica guasa andaluza se lucía poniendo a los ingleses como un trapo. Eso
sí admiraba el patriotismo que ellos derrochaban. Un buen súbdito de su
Majestad - éste era un ejemplo que ponía- era capaz de irse a la cama sin cenar
y muerto de frío, pues ninguna casa en Londres sabía lo que era calefacción
central por aquel entonces, dando salves a Regina y loando al todopoderoso por
el privilegio de haber nacido inglés. Barra era de los corresponsales que más
se lucía poniendo a los ingleses cuyo nivel de vida era entonces inferior al
español en la picota para honra y gloria del ABC de don Torcuato. Poco le
quedaba pues el loco de Ansón estaba a punto de desembarcar con sus ínfulas
juanitas y tendría a su corresponsal de dominguillo, poco menos que para chico
de los recados. Ansón era un tipo resentido contra Franco y se vengó en Barra.
Nunca debió de perdonarle al General el que, por su culpa, en el periódico de
Serrano lo exilasen al Congo Belga. Desde allí empezó a afilar las armas.
Sería uno de los demoledores del viejo
régimen, faraute de los neos y un pesquisidor de cuanta pluma galana se le
pusiera tiro. A los monstruos sagrados de la docta casa monárquica los iría
jubilando poco a poco. A Luis Calvo lo mandaría a pasillos y a Saínz Rodríguez,
ministro sin cartera en el primer gobierno franquista, puesto del que fue
sustituido, pues en los ardores de su juventud era un putañero incoercible, le
puso a escribir de mística que era lo suyo. Barra las pasó tiznadas pues hubo
una etapa en que no le publicaban las crónicas, que es lo más angustioso que
pueda pasarle a un corresponsal. Él era un caballero hijo de general monárquico
y no lo llevaba del todo bien el que en Londres su director lo tuviese poco
menos que de furriel. A Londres se iba y venía para ver a Fraga o de compras a
los grandes almacenes, y con eso de que Barra vivía en el aeropuerto a muchos
les cogía de camino.
Tenía su casa de
Hounslow que parecía una casa de huéspedes llena de turistas españoles. Tampoco
era leve problema ése del visiteo. Quien me encargaba desde Madrid un fármaco,
quien un fonendoscopio, o una cachimba Dunhill o una falda de tartán. ¡Ay
cuántas veces no habré ido yo a una mercería donde se expendían jerséis y
faldas escocesas detrás del Museo Británico acompañando a gente que venía de
tiendas! Entonces la peseta era moneda fuerte, y la libra se devaluaba sin
parar. Además, la aparición de los vuelos chárter que empezó por esta época,
que empezó por esa época, institucionalizó el turismo de masas.
Como si se tratase de un
bebé que arranca a dar los primeros pasos, los españoles empezaron a salir al
extranjero. No faltaban, ni mucho menos, los que se descolgaban por allí con
ánimo de echar una canica al aire. Ellos pedían sexo. Nos daban las tantas de
la mañana en cualquier garito del Soho, eso antros cuya entrada la solía
presidir un cancerbero, por lo general un siciliano con malas pintas pregonando
la mercancía del interior: Otto signorini
tuttamenta nutti per una sterlina. El striptease o danza burlesca puede ser
la cosa más aburrida del mundo. En aquellos cuchitriles desangelados el aire
estaba cargado y olía a meados, a sudor humano, a efluvios vaginales. La
clientela era de lo más extraño que cabía esperar.
Nunca faltaba el hombre
de mediana edad enfundado en su gabán moda años cuarenta que salía del lugar
enervado por tanta enseñanza procaz y se convertía en exhibicionista. Merodeaba
las callejas oscuras de Picadillo y al llegar a una muchacha abría los vuelos
de la sucia gabardina mostrándose sin pudor como su madre lo trajo al mundo. El
encargo más chocante y truculento que tuve que hacer me lo hizo el amigo del
hermano del redactor jefe que estaba de noche en la agencia. Se trataba del
famoso coil o espiral de alambre anticonceptivo. Adquirí el producto en una
botica de Harley Street, hice un envoltorio y lo llevé a la estafeta para
girarlo para Madrid. El paquete no llegó nunca a su destino. Hice las oportunas
averiguaciones y nada. Se lo comenté a algunos compañeros y el chistoso de Pepe
Meléndez, el delegado de EFE, me dijo:
-No te preocupes,
Parrita. Lo mismo que, si le vale, se lo ha puesto la mujer del de Correos.
Del dew o coil nunca más se supo. A lo mejor había sido intervenido por
la censura. Ocurrió lo mismo que con un aguinaldo que me enviaron por Navidad
al seminario de Comillas y del cual nunca más se supo puesto que me lo zamparon
en portería: el chorizillo, las longanizas, las uvas pasas, algo de turrón.
Pues ahora exactamente igual como dijo el bueno de Meléndez. Aquel adminículo
para el control de la natalidad - los españoles estábamos empeñados en impedir
el control de la natalidad y bien que pagaríamos las consecuencias puesto que
la democracia, inter alia, nos ha degenerado como pueblo, resultaba muy goloso
y apto para que la señora del de Correos no quedase encinta. Nosotros estábamos
empezando a mostrar, conjurado el espectro del subdesarrollo del cual tanto se
hablara, democrápicos[4]
y avanzados de ideas. Era una antigualla eso de tener hijos. Estábamos
eufóricos por lo que iba a venir y en pinganitos como aquel que dice. Ahora, en
2004 con nuestro crecimiento cero y la llegada masiva de inmigrantes a nuestras
puertas, bien lo estamos pagando.
Si esa buena mujer se lo puso entre las
piernas, que le aproveche, voto a bríos. Y el hermano portero de Comillas que
se dio un hartazgo con mi modesto matute que ojalá reviente, aquel jesuita
hipocrática y en cuanto a las españolas, por lo que nos tiene en cuenta, ojalá
vuelvan a parir como conejas. En aquella hura espiritual, nido de calandria o
mastaba de la información, aquel sotabanco envuelto en el halo y misterio de
ese Londres eduardino pasé los cuatro mejores años de mi vida. Por entonces yo
sí que estaba en pinganitos. Mis clavijas de conexión con el gran mundo, a un
lado el receptor de radio, al otro, todos los periódicos de Fleet street y al
otro mi receptor de radio marca Mundi con sus cinco bandas para captar las
estaciones de radio mundiales más importantes, eran bastante sólidas o al menos
así lo creía yo por entonces.
Pasé una existencia
agazapada y feliz, pegado al teléfono, pisando bien mis pedales, siempre a la
mira de los acontecimientos, viendo al orbe girar a mi alrededor, flotando en
medio de una ola de rumores y de malos presagios, puesto que se decía que el
cambio iba a traer a España los sinsabores de una nueva revolución.
Pero mientras el mundo
se volvía a poner en llamas y en España se proclamaba una guerra, yo estaba
sentado en la consola de mi primer ordenador antediluviano o guardando un
diario en aquella mesita tan coqueta que compré en una almoneda de Hammersmith
y que ahora ha heredado mi hijo fui pergeñando día a día mis humildes crónicas
contándoles a los lectores de la cadena del Movimiento - más de cincuenta
publicaciones y el mayor sindicato periodístico del mundo- lo que pasaba en las
Islas y en el mundo o por lo menos cuanto yo creía que pasaba. Eran los
pormenores de los últimos coletazos de la era Wilson con sus ministros más señeros
(Callaghan, George Brown, Denis Healey) y con sus crisis sindicales manifiestas
en las guerras mineras que abrirían paso al tiempo Heath.
Otro de los tópicos
habituales era el contencioso sobre Gibraltar, que a mí expresamente don Manuel
Fraga me impidió que lo tocase:
-Sobre el asunto de
Gibraltar usted no tiene que escribir ni media palabra, Parra.
Y se me puso como un
energúmeno y una mañana me llamó a capítulo a la embajada en la corte de san
Jaime para echarme una filípica de aquí te espero. Fraga había entrado en
Londres con el mismo brío que un elefante en una cacharrería. Dejamelo a mí. La
calle era suya y Gibraltar le pertenecía. Pues vale. Él ya se creía que iba a
suceder a Franco en la jefatura del Estado. Mas, sin que él se diese cuenta, alguien
le estaba segando la hierba bajo los pies. Yo por mi parte traté de contar lo
que veía y obvié el meterme adonde no me llamaban. Se creía el delfín del
régimen pero su delfinado acabaría en agua de borrajas. Suárez, más listo y
conocedor de la intriga y de las maniobra de desembarco, le pisaría la plaza y
don Manuel para lo que estaba predestinado no era para jefe de gobierno sino
para cacique de la Coruña. Areilza, de su lado, al que la canallesca empezó a
llamar marqués de Mutricu, le haría una pasada por la izquierda.
Al propio tiempo,
conviene advertir que el incidente que protagonizó con este humilde cronista le
beneficiaría bastante poco en sus aspiraciones de jefaturas. Sus enemigos
políticos sacarían tajada de aquel pronto que a don Manuel, buena persona, pero
muy vehemente y sanguíneo, le haría perder la cabeza. Yo había sido un firme
defensor de la política de Castiella de mantener cerrada la verja que luego
abriría el tonto de Fernando Morán y haría fracasar aquel concierto de
aislamiento que había mantenido alejado a las mafias y al dinero negro de la
Roca de Calpe. Pero aquí no hay enmienda.
Salvo gloriosas
excepciones, los políticos españoles no saben hacer la o con un canuto y cuando
se trata de abordar una política con Gran Bretaña caen en el ditirambo
servilista. La frontera cerrada les haría ver las estrellas a los judíos
sefardíes que por traición o despecho hacia España dominan aquella colonia (los
Caruana y Joshua Hassan). Castiella había impedido que el puerto franco fuese
un jardín de estraperlista y un paraíso fiscal para lavar dinero negro en
detrimento de España. Y eso se ha visto recientemente a través de las curiosas
soflamas de Peter Caruana, judío de raza y de nación, contra el gobierno
español secundando el plan Ibarreche y los movimientos independentistas
catalanes. Ahí está la madre del cordero. Eso lo pude sondear con mi presencia
de corresponsal los cuatro años que viví en Londres y los otros tres que ejercí
la docencia. Inglaterra se ha convertido en base de operaciones de los enemigos
de España y de ahí arrancan nuestros males, desde las crisis coloniales, el
respaldo a Simón Bolívar y hasta la crisis del “Prestige” que fue a expensas de
un judío ruso que iba y venía a Gibraltar con petroleo mal refinado. En cierta manera
yo vi cabalgar por los cielos plomizos de South Kensington al caballo de
Serapis.
Es un imán con mucha
fuerza que pega brincos con todas las fuerzas oscuras. Tú, querido Mariano, al
que yo elegí como confesor y padre, entendiste mi indignación y mis desplantes.
Los cabreos que agarraba cuando no me daban las crónicas eran de espanto. Fraga
estuvo a punto de echarme de la embajada pero se lo debió de impedir uno de
aquellos falangistas pundonorosos que todavía andaban por la redacción de
castellana 132, una trinchera que había sido infiltrada por el enemigo, y me
echó un cuarto a espadas. La verdad es que debo decir que en situaciones límite
he observado cómo en mi vida hay una mano providencial que me saca del
atolladero. De lo contrario estaría ya dando hierbas. El destino que no me
permite vencer y me envía sufrimientos a
raudales impide el desastre en el último minuto, de suerte que voy tirando poco
a poco. No soy un adivino pero soy un periodista bastante sagaz y trabajado.
Esa facultad a la que me refiero es como si alguien me pusiera debajo de la
lengua esa piedra que dicen alectoria y me pusiera a cantar y a entonar de
repente las verdades del barquero. Señor Fraga, usted no será nunca presidente
de gobierno. Se lo dije bien clarito. Traía en su cuadrilla a Carlos Mendo y a
un gallego muy alto con la cabeza monda y lironda que hablaba muy poco. Fungía
como delegado de la agencia Efe en Londres. Vino a trabajar escoltado por su
propio equipo. Mi voz profética debió de sonar por entonces como una lira un
tanto siniestra. Las ninfas de mi patria hespéride cantaban junto al peñasco de
Gonio que daba en invierno agua y en verano fuego como un volcán. España
verdaderamente por tales calendas se había transformado en un volcán. A todos
nos llegaba la lava hasta las mismas orejas. Y yo no es por nada pero alguien
me había concedido la facultad de adivinar. No murmures mis quejas. Sirve al
general. A ése le serviré siempre porque destruyó las conjuras
internacionalistas que pesaban sobre mi país y derrotó a los sin dios. Fue un
milagro que la historia de España no se repite con frecuencia sino en contadas
instancias pero a él le cupe la suerte. Yo me sentía y me he sentido un
corresponsal de franco en Londres y nada más. Él era el gigante. Él era mi general
y Fraga rodeado de su escolta de aduladores no me parecía sino una pardillo.
Pero no conviene tampoco despotricar ni adelantar demasiado los
acontecimientos. Estábamos todos encendidos. Julio Merino en Madrid a todos les
quería pisar la noticia. Se había desatado otra guerra periodística. El
fenómeno no podía ser perdido de vista y había que volverlo a tener en cuenta.
Mi alma era vino que hierve pero tu corazón, amor, era de piedra pómez y nos
entendimos. Es por otra parte cuestión harto difícil el entenderme. Volaron los
buitres y el pollo se dirigía a los cantaderos como si tal cosa. Los pájaros
del amanecer entonaban su himno a las mañanas conjugando su canto con el
estruendo de los fusiles y el crujir de los cañones. Yo estaba apostado en mi
casamata de Londres observando por la mirilla, el dedo en el gatillo, el gesto
tenso, apercibido para hacer fuego contra todo lo que se cruzase por la
superficie de los Jardines de Roland. Tenía bien enfiladas las baterías del
poder y las batía en cuanto podía. La respuesta era un soberbio duelo
artillero. Estoy utilizando un símil pero aquello era el género de periodismo
que se hacía por aquellos tacos del calendario. Nunca lo tuvimos mejor ni más a
huevo. Nunca fuimos más libres hasta que la nación cayera en manos de las
mafias judías, las mafias norteamericanas, las hordas del este, y Madrid fuese
un nido de pedrosotas y una madriguera de ancones. Yo asistí al parto de los
monte. Fui testigo de la venta de la prensa del movimiento por Vicentón Cebrián
a los magnates del Financial Times que era el testaferro de grupos judaicos de
mejor o peor índole. Es por lo que digo que desde mi trinchera en mis asomadas
en las mañanas grises después de una noche a la mira veía volar manadas de
buitres por todo el territorio. ¡Ay de mí! Traté de contarlo de forma
desapasionada y con voz lúgubre pero no me hacían caso. La democracia que no
nos propondrían los nuevos zelotes no era un dechado de perfecciones ni
maravilla de virtud. Todo quedó consignado en mis cuadernos de apuntes y en mis
lapidarios. Tú seguías en Hornchurch de pechos sobre tu balcón entre los
tiestos que yo ya no regaba. Eras la más bella entre las mujeres. La única que
para mí existió. Mandé a los arúspices que abrieran para mí el vientre de un
gallo. No encontraron nada. Los hados me habían vuelto la espalda. Estaba
escrito mi destierro en los higadillos de un capón viejo y la suerte en ese
sentido sería adversa. Se le habían vuelto vinagre las collejas. Todo hasta
entonces había sido transparente como el cristal y de repente se volvió oscuro.
Se cernían las sombras y un conjunto de fatalidades hicieron que yo
prevaricase. Me hicieron prevaricar de ti, dulce Malitva, y rodar hacia un
mundo de supersticiones y de desencantos. El vino y la cerveza me desterraron a
los pocilgas de Anteo. Tú eras muchas noches el zafiro que brillaba colgado en
la punta de una estrella. Desde allí tus ojos me relampagueaban. Me hacían
señas emitiendo una serie de mensajes codificados que el mundo, para su
desencanto, jamás entenderás.
Me hice amigo de la
melancolía pues el lugar era bastante melancólico. Roland Gardens me hizo creer
en la verdad de la reencarnación. Me dio la sensación, nada más pisar las losas
cuadradas de las aceras y de las verjas que dividían las casas de los jardincillos
comunales, que yo ya había estado allá antes. Las tardes de sombra la acidia me
transportaba entre sus brazos y yo rondaba por las tabernas del Embaucamiento y
por la dársena donde se eleva el monumento a Tomás Moro. Por allí había una
capilla donde decía misa aquel capellán carlista - Zulueta se llamaba- que se
había afiliado al PNV - que no sé si era trabucaire. Todos sus sobrinos eran
diplomáticos.
Algunos sábados por la
tarde iba yo a los bailongos populares o dancing balls, muy típicos en los años
sesenta. Recuerdo cómo se llamaban algunos: el “Empire”, la “Valbone” de
Leicester Square. En el Empire conocería yo a Linda y el nombre de Locarno
registra para mí connotaciones sagradas `pues me acercó al nombre, a la voz, a
la risa, a los ojos y al cuerpo hermoso de carnes blancas y senos ondulantes de
Malitva. Dando vueltas y más vueltas conocería a qué sabían sus besos al ritmo
de la canción de Moduño Gira il mondo,
gira. El horizonte por aquellas fechas carecía de límites. La vida era una
pista de baile y digo esto parodiando el título de una novela, la querida
Eugenia serrano.
Las noches de melancolía
remataban en madrugadas de fuego. Hull estaba en el norte con la torre de su
ayuntamiento que recordaba a la del Capitolio. Aquellas hégiras sentimentales
terminarían en un turismo sexual a través de los barrios londinenses del centro
y del extrarradio, los más pobres y los más elegantes.
Que me quiten lo
bailado. Eso digo yo. Hice el amor en tresillos de skay, en altos lechos
incómodos pero dovelados y con un blasón
señorial sobre el testero de caoba.
Conocí todos los placeres. Me levanté, caí, volvía a caer; el pelo y la
pluma, el peso de la púrpura, la liviandad del ser, los recuerdos de la
infancia, aquellas tardes de siestas bajo el contrapunto del canto de las
cigarras, tú hiciste guarrerías en un cobertizo donde te tiraste a las monjas
del cuento de Decamerón. El trigo y la paja. Escuchaste musitar la palabra
“love” en labios aristócratas. Te lo dijeron también humildes voces populares
por boca de secretarias retozonas - girls, girls, girls- que vivían al otro
lado del Támesis. Modistillas hijas de estibadores. Esposas retozonas de
clérigos inadvertidos, buenos reverendos de la iglesia anglicana, que se habían
desplazado a la parroquia vecina a predicar un sermón de cuaresma y su esposa
les traicionaba amor en el patio de atrás.
-Only
a kiss.
-Un besito nada más. I
promise.
Las promesas y las
buenas resoluciones se las llevaba el viento que quemaba las carnes con un
fuego de aliento divino en medio de la helada. Estabas atrapado en un
laberinto. Sabías que el amor conduce a las antesalas de la muerte. Uno y otro viven puerta de por medio en
habitaciones separadas aunque para pasar de uno a otro no hay que pedir
permiso.
Londres, que por
aquellos días era un ciudad permisiva y con las mangas holgadas, me estrechó
entre sus brazos. Llevé a la vez vida austera y regalada. El mundo estaba
enteramente loco y todo carecía de lógica: la política, la religión, los
conocimientos adquiridos. Sufrí una involución mental. Puse todas mis
convicciones boca abajo. Señor, pequé. Aquella cama turca en una buhardilla de
Highgate. La hija del rabino que me
miraba con una pupilas terebrantes como si me conociese de toda la vida y fuese
la mirada de dios. De ella no podrás escapar, ni saber cómo esconderte. Té y simpatía.
-Tea?
-Yes,
please.
-Would
you like it with milk or without.
-Straight.
Lo de la leche en el té
era cuestión de predicamento y motivo de rigurosa etiqueta, pregunta que no
falla, en todas las casas, donde la hora del té siempre es un rito, y ocasión
de convivialidad. En Gran Bretaña los inviernos son duros y siempre se nota
frío. Hay que calentar el estómago a base de cordial que instan a la simpatía y
algo tan valedero y vivencial como el coziness
equivalente a la “gemutlichkeit” germana. Ante una taza o la tradicional
“cuppa” se dispara la tarde con más melancolía y uno entra, escotero y
completamente sobrio ante el altar de los dioses britanos viendo como se quedan
solos aguardando la cencellada de octubre los robles de quimas poderosas y
esquemáticas. Advienen las sombras. Pronto se producirá el éxtasis de la noche.
La pala del hurgón revolverá las brasas del hogar y nos gustará meditar
arrellanados en el sofá mientras acuden a la memoria, auditivos, los versos de
una comedia de Shakespeare. ¡Oh acento inefable de la imperecedera Inglaterra!
Me gustaba el té fuerte
de Ceilán, bien cargadito y sin cortar. A veces me tomaba tantas tazas que
acababa de los nervios y dominado por la palpitación. Mi vida se arrastraba en
la disipación de los tugurios, las timbas de Picadillo, y acotados
establecimientos que recordaban por su decoración al mundo de las mil y una
noche. Mi vida era un disparate.
-Si sigues así, te
echarán del trabajo.
Es la espada de Damocles
que pende sobre nosotros: el espectro de la larga cola del paro. Ya en mi
macuto diccionario acoté las palabras pertinentes: thrown out, dole, larga
marcha desde Jarrow y para mayor preocupación no dejan de llegar inmigrantes a
las Islas. Ya no cabemos.
En mi subconsciente
apelaba a mi buena estrella, la que iba conmigo siempre y me ponía a recaudo de
las balas y los dardos enemigos. Parecía inmune a los venablos que me
disparaban desde el otro cotarro. Todas las potencias infernales parecían
conchabadas y se pusieron a hacer de repente fuego contra mí. Yo resistía en mi
trinchera de Roland Gardens.
-My God. It is the
morning - decía al despertar entre los brazos de una desconocida.
-Tea
for two.
-We
dont have so much tea in Spain. We have coffee.
En casa éramos muy
cafeteros y sólo se tomaban infusiones de té cuando nos dolía la barriga por
constipación. En Londres me hice adicto a esa bebida y a toda clase de
placeres.
El canto de la alondra y
los ruiseñores ponían fin a aquellas juergas que tenían de todo pues podía
conocer el jardín de Alá lo mismo que el infierno de Dante sin solución de
continuidad en una misma noche. Yo estaba viviendo mi propia película.
¿En cuántos lugares no
habré pecado? A la trasera de los minis bajo la oscuridad nocherniega de los
robles ocultos en un desvío mientras la radio del coche hacía sonar las notas
de mi canción preferida de los Beatles Penny
Lane.
También en la penumbra
de los patinillos de atrás (backyards) y en los callejones sin salida que eran
las cuadras de los antiguos palacios londinenses. Estuve en lo más ínfimo de
los sótanos y en lo más empinado de las buhardillas. Pude cotejarme con donjuán
en sus impertinencias blasfemas y le acompañé en sus calaveradas. “Yo a los
palacios subí, yo a las chozas bajé, y en todas partes dejé memoria infame de
mí”.
-Echaste la firma.
-Estaba huyendo de mí
mismo y me refugiaba en los brazos de mujeres desconocidas.
Siempre es lo mismo.
Todas iguales y al final te encontrabas ante la sonrisa macabra de la
muerte. Vi el rostro de las parcas en la
memoria de aquellas mujeres. Las mieles de Eros me hacían probar las hieles de
Tanatos. Mi lema era “no mentarás el nombre de la revolución en vano” y yo
encontré siempre cabida en algún tabuco. De madrugada con el carro de los lecheros
y las primeras oficinistas que acudían al trabajo hacía mi retirada al tabuco
De South Ken asaltado por los recuerdos suicidas de Virginia Woolf. Cogía el
tubo y en el Intercambiador de Earls Court cogía la Línea Circular. South
Kensington era por aquellos días un barrio posh que había caído en manos de los
árabes a medida que las viejecitas entrañables de sombreros floreados y
gargantillas adornadas con camafeos entregaban la cuchara al altísimo había un
no sé qué de abandono y de tristeza por los barrios que pronto era quebrantado
por las voces sacrílegas de la nueva Babel. oleadas de emigrantes hicieron
irrupción en las Islas para confirmar nuestras suposiciones y el corolario que
remataba todas las crónicas de que el barco se hundía. Inglaterra iba cuesta
abajo. Medio Londres pertenecías a los magnates del petróleo. Su nombre era
Abdullah y sus fiestas en una hotel del Arco de Mármol. Cummings en el Daily
Express pintaba a todas las call girls de Gran Bretaña disfrazadas de moritas
con velo y todo. A los moros por lo visto les gustaba la carne blanca. Saudíes
e iraquíes habían comprado medio país. Y todas esas movidas adelantaban ya la
sombra siniestra de Bin Laden hablando desde las montañas de Afganistán
soflamas contra el cristianismo con palabras dulces y gesto suave. ¿Quién sería
pues aquel iluminado? Los judíos siempre tienen que tener un entrucho para su
propia guerra de reconquista y la construcción del Arete Israel. Aun no os
habéis enterado, cabritos. Europa, despierta. Estáis a blancas. Por toda la faz
del viejo continente se iban a construir la tira de templos a Moloch. Aquel
nuevo Abderramán sería el látigo mahometano arremetiendo con furia y para
nuestra deshonra-que con tanta euforia se lo permitimos- España pasaría
llamarse al Andaluz. tierra de vándalos, lugar de godos, incluso los alauitas
en el cretinismo de su lenguaje nos dan la razón a los historiadores. Habéis
pecado mucho. Prevaricasteis. Volvíais la espalda al verdadero Dios y ahora os
mando el castigo. En Cromwell Rd. Una mañana de marzo creí
ser víctima de una alucinación o espejismo del desierto al topar con una fila
de tapadas que iban detrás, harén ambulante, de un mogataz que caminaba
rozagante, turbante con cintas de oro, manto recamado de oro, perilla teñida de
negro, saliendo de un Rolls. Detrás caminaban sus mujeres, lo menos siete u
ocho, las mujeres. Todas, tapadas. Salieron unos lacayos del hotel y
desenrollaron alfombra roja. Los dedos del potentado empuñaban un rosario árabe
con cuentas de perlas. Unos mamelucos descendiendo por la escalera del porche
salieron a recibirle y con grandes inclinaciones y zalemas le besaron las
manos. Lord Carrington era por entonces amigo de todos los moros de la Arabía y
era el principal fautor que tuvo Sadam Hussein por entonces niño mimado del
Foreign Office. El chorro de dinero de los petrodólares servía para apuntalar
la desmarrida industria británica. Aquello parecía la caravana de los Reyes
Magos. Tal era la pompa que a mí me venía al recuerdo la procesión que yo
tantas veces había presenciado en mi infancia: el obispo llegando a la catedral
con todo su séquito, un fámulo llevando por los pliegues parte de su capa
magna. Muchos eran los arreos del palafrén ceremonial. Sólo que el caíd aquel
no iba a celebrar pontifical sino a descansar a una habitación del hotel. en
los baños había grifos de oro. Sus propinas a los pinches y botones de los
hoteles londinense llegaron a ser proverbiales. Por menos de nada se
descolgaban con un billete de cien libras. El oro y el moro se habían instalado
en Londres. Nos las prometíamos tan felices todos nosotros. Una mano negra,
insobornable, abriría la trampilla de años de libertad y de bienandanza. El
vilipendio del que colgarían nuestras vidas quedaría para más adelante. Ya vendría Paco con la rebaja. Láquesis, la
parca que hila la pleita en el que quedan entretejidos los días y los
acontecimientos donde se distribuyen los destinos [a cada cual su parte
alícuota de placer y de llanto] mostraba sus albricias. El fondo de mi alguarín
era una especie de tibio seno de Abrahán donde yo me celaba de los resquemores
del contubernio supremo. Vivir ya es difícil y la vida entre españoles a veces
imposible. Me asomaba por el montante y podía distinguir los pasos. Algunos
traían sonatina. Otros eran batallas de amor, campos de pluma. Planta de lana
en otros camino de los pubs de la carretera Fulham. Todo el camino expedito
para los húsares de la guardia real que tenía cerca de aquel lugar sus
caballerizas. En el fondo mi vida se comparaba con la de aquellos transeúntes a
los que jamás llegaría a conocer. Cada uno seguía una ruta diferente. Pero
¿quién marcaba los rumbos? Cada tramo y cada parcela recorrida forman parte del
misterio humano, fruto del azar y del predominio de Láquesis que es la diosa
que manda. Llegaron a visitarme muchas amadas a mi escondrijo pero a la que yo
quería y a la que buscaba no entraría por la puerta grande jamás. Las que
entraron a mi vida eran todas por puertas excusadas. El servicio se estaba
poniendo por las nubes. Láquesis tendría que convertirse en Némesis. Esa es la
fija. La reconciliación que yo esperaba quedaría postergada ad calendas
graecas. Recuerdo que sus palabras la vez que nos vimos por última vez sonaban
a despedida para siempre:
-Toni,
I´ll see you in heaven[5]
No dijo más. La vi perderse por los pasillos de Old
Bailey[6]
escoltada por su abogado, el cual conociendo que no hay maquinaria en el mundo
que sea capaz de oponerse a los sentimientos prohibió a Malitva que conversara
conmigo. Muchos días permanecí encerrado en mi guarida y era hermoso ver
penetrar el rayo de luz único por la ventana a las doce de la cenital en los
cuatro equinoccios. Candela que se extingue. Vela que se va. Aquellos rayos
equinocciales bañaban mi frente durante unos minutos. Allí estaba mi quibla
sacrosanta. El punto de orientación hacia la Meca de mi espíritu. El Alá
exterior no era más que una entelequia que nos lleva a las guerras y a las
discusiones de religión y dejan los altares de mis iglesias vacías, las dulces
e inconfundibles iglesias españolas con sus altares barrocos de pan de oro,
santos de barbas increíbles, inmaculadas etereas, angelotes tocando el adufe,
bañados en sangre. Tú tienes una idea y te la quitan. Aquí ha surgido el
espíritu de la emulación. El personal se pasa horas y horas ante el televisor
en sus vidas más sombrías de corrala mediateca. Pero entonces comprobé que en
Londres estaba mi Jerusalén celestial. La pila bautismal donde yo nacería de
nuevo. El ángel san Gabriel llegaba a visitarme en las oblicuas transparencias
del solsticial de verano. Empecé a ver el mundo de otra manera a través de la
claraboya de mi bedsi[7]t.
Me había acomodado a la vida londinense y las brumas londinenses se ajustaban a
mi alma como un guante. la megapolis me pertenecía. Se produjo en mí un verdadero
proceso de transubstanciación. Había llegado a una Inglaterra de dos millones y
medio de parados y al Londres de la reconversión urbanística. Los ingleses
serán todo lo chapuzas que uno quiera pero jamás derribarán el muro de una
vivienda que tenga más de doscientos cincuenta años. Chilla, Antonio. Clama por
tu futuro. Que te oiga Malitva, que venga alguna vez a visitarte la hija que te
arrebató el destino. Llegué a la hora exacta en que las “houses” y las
mansiones victorianas se convirtieron en flats[8]
y en las afueras de la capital empezaron a surgir entre la indignación de los
puristas que alegaban que con ello perdían britanicidad y exclusivismos, puesto
que el habitante de las islas quiere vivir a ras de suelo y no acepta el vivir
gregario y amontonado en colmenas y en bloques de pisos. Eran tiempos felices
en los que no había estallado la tercera guerra mundial ni la batalla contra el
terrorismo. Roland Gardens era una de esos habitáculos posh que estuvieron de
moda en la época eduardina que vivían una vida aristócrata y compartimentada en
clases. En los de arriba y los de abajo. Se aprovecharon sus dependencias para
hacer con tabiques de panderete nuevos pisitos de soltero con derecho a cocina,
un retrete por cada tres moradores. La escasez de viviendas nos hizo vivir
amontonados pero en esa “coziness”[9]
del tea for two. Yo tuve suerte un flat con estufa de gas, un cuarto de estar,
un dormitorio y una gran bañera para mí solo, aparte del cellar. Mis holguras
me agasajaban con el derecho a fantasma en lugar del derecho a cocina. Podía
invitar a muchas acompañantes a pasar conmigo el fin de semana. Allí instalé a
mis reinas del Saturday night, las dulces novias inglesas, católicas, judías,
protestantes, adventistas del séptimo día, australianas, neozelandesas y de la
Verde Erín. El cuarto de baño era una plaza de toros. De vez en cuando el
fantasma del Conde Kelly se daba un garbeo por allí. En esta vida no estamos
tan solos como parece. Por este sótano que todos envidiaban sólo pagaba ciento
quince esterlinas al trimestre pagaderas en quarters- Michaelmas, Christmas,
Candlemas y Whitsun[10]-
ya que mi patrona, la Avisón, era muy tradicionalista y contaba según la forma
de los dómines oxonienses. Inglaterra no se había sometido a la férula del
sistema métrico decimal. Por lo que las gentes seguían contando en pies,
midiendo en yardas y en chelines y pesando en onzas. ¡Qué delicia! Por entonces
Dios no era judío. Seguía siendo inglés y el mundo mundial no había cambiado de
chaqueta. En aquel tiempo fui feliz e independiente y más alegre que una
alondra como no lo sería nunca a lo largo de mis días. Proseguía una vida de
iniciado tratando de desentrañar el lenguaje del laberinto, precipitándome de
cabeza en un tiempo en el que hacer el amor había dejado de ser pecado mortal,
según proclamaban las sufragistas del Suso maravilloso. Había hecho acto de
presencia otro tipo de lenguaje al que algunos encontraron registros
diabólicos. El sistema de valores en el que fui educado se venía abajo. Por lo
visto el infierno había cerrado sus puertas por falta de clientela. El orcum
para purgar los pecados - fue una de las consecuencias de la gran reconversión
mental y reciclaje mediateca- se transformaría en jardín de las delicias. Mis
creencias venidas abajo, buscaba asideros y resquicios por donde escapar. Ya
quedaban pocos tablones para apuntalar el resquebrajado edificio. Descubrí que
era un mito lo de las calderas de Pedro Botero y como dios no existía todo
estaba permitido. La época moderna había despachado por redundantes a los
diablos que nos aguardaban detrás de la puerta con un tizón encendido para
castigar al pecador por do más pecado había. A tal respecto confesaré que ver
el cine de Passolini, alguna de cuyas cintas pasaban en las salas de arte y
ensayo, fueron una especie de revelación. La vida me empezó a parecer un Cuento
de Cantorbery o una fábula del Bocacho. Estas películas denostaban el poder
medieval de la iglesia. Nunca en mi vida he visto tan bien ensayada la
tentación de la carne como en la historia del hortelano del convento de
clarisas que acabaría convertido en hombre objeto, o la codicia en los ladrones
que asaltaron la tumba del obispo. Al abrir la sepultura, surge una mano de la
tumba que atrapa la mano del ladrón y los cacos se dan a la fuga. Aquellas
cintas fueron el preaviso de lo que había de venir. claro que al pobre
Passolini parece que dios lo castigó puesto que moriría de muy infausta manera.
Había pintado con alegres pinceladas las secuencias del instinto, así como el
predominio del azar en algo tan desordenado y tan poco sujeto a reglas como es
la lujuria. Más de una noche abominé de mi promiscuidad indecente y añoré
volver a los brazos de Malitva teniendo entre los míos el corsecillo de la
pequeña Livia que había crecido y viviría para siempre lejos de mí. Estaba
claro que mi comportamiento a este respecto y a otros era aturullado y
contradictorio. ¡Malditas piedras! ¡Condenados lapidarios! ¿De qué me serviría
a mí tener todo el dinero del Barclays en mi cuenta corriente, si mi hija había
sido declarada por un juez de peluca en el Old Bailey Wad of Court[11]
y yo no podía acercarme a más de cinco millas del lugar donde vivía mi ex
mujer? Eso era el infierno, y no el de Passolini, Malitva: vivir lejos de ti.
Mi vida crápula y mis tentaciones de fin de semana tenían un origen de
rebeldía. Era una forma de blasfemar con el sexo entre las manos de las
injusticias de esta puta vida. Quise cobrarme en cuerpos extraños aquella
venganza. Yo estaba condenado a apurar hasta las heces el cáliz de mi dolor. En
medio de todo, con mis visitas al oratorio y a los Círculos de Plegaria,
plasmaba mis anhelos de una vida morigerada que redundaban en pro de la reforma
de mis estragadas costumbres. Había puesto la planta del pie en los caminos de
desolación que llevan al infortunio:
-Vamos, circulen, por
favor.
Pero mis ideas estaban
estancadas. Las ideas ardían sobre el andirón de las trébedes. En el hogar, el
fuego que no cesa. Era la otra cara de la moneda. En realidad, circulaba por el
camino de la amargura. Suspiraba en el fondo por una reforma de las costumbres.
Quería abrazar el género de vida a la que había querido aspirar siempre: al
monacato teresiano. Santa Teresa era una santa muy lista que dio sopas con
honda a los más tozudos doctores de la ley, Sebastián, que tú bien lo sabías
puesto que la Mística Doctora era de tu pueblo. Todo su afán fue liberar a la
mujer española de las garras del varón; de la preñez, de los palos, de la pata
quebrada y en casa. Las feministas y las que hacen campaña contra la violencia
de género en nuestro país debieran tener a la santa en un pedestal.
A mí me parece que su
ideal místico no era más que una añagaza. Cristo todo lo más que significa para
ella es un subterfugio para despistar a los podencos inquisitoriales. Quitó a
la mujer del llar y la puso en el coro pero también decía que entre los
pucheros anda el Señor. Un caso flagrante de doble moral o de polisemia
ascética. Cada vocablo puede encontrar, según cada hablante, hasta quince o
veinte sentidos diferentes. Y fue merced a esta habilidad para escabullirse que
los padres del Santo Oficio no pudieron echarla el guante ni cogerla en un
renuncio.
Desde entonces el
catolicismo hispano devino una cuestión de cristianos nuevos que siempre tenían
que estar probándose a sí mismos. Con ventanucos abiertos al cierzo de la
hipocresía y patios ocultos. Las moradas son el laberinto de esta escapatoria
interior. Hay una moral dúplice y bastante diglosia. En esta llama de dos cabos
los términos se confunden. Sus escritos, tan ponderados por los muchos marranos
que hay en este país - mientras esto escribo estoy escuchando al Fede- nos
conducen a una empanada mental de aquí te espero. Lo de la visita del ángel con
su dardo pungente es una descripción harto elocuente de todos esos coitos espirituales
que ella tiene con su secuela rocambolesca de arrobos, levitaciones, éxtasis y
otros yuyos truculentos.
Quería argollas
penitentes para sus monjas y a cambio recababa libertades. El tiempo de la
santa lista, lista santa, fue una obsesión en medio de mi alma turbada y
oscilante. buscaba yo también mi propia liberación. Quería ser manumitido de mi
pasado pero eso tampoco lo conseguí. Mis enemigos hicieron mangas y capirotes
con mi fracaso.
El sol de Xto no tenía
velo y acaso su carga no fuese tan pesada como la de los otros señores del
mundo. Los palomares y los carmelos que ella fundara no eran sino casas de
acogida y refugios contra los halagos del mundo, sus pompas y sus vanidades.
Funda lupanares de oración, harenes de perfección, adonde tendría acceso sólo
el Esposo amén de algún que otro avispado capellán, paloma de la paz en guisa
de alcotán, clérigo salaz en guisa de confesor. La historia del catolicismo es
a veces una impostura y toda una contradicción.
Las constituciones
teresianas - todo un plan de vida- sirven de propósito de levigación de la
naturaleza humana: el cielo y el barro descienden al fondo y se alzan
inmarcesibles sobre las torres del alma. Las crónicas espirituales, el alcorce
que acorta el camino de la perfección no hay dios que la entienda. Nuestra vida
como nación no han sido otra cosa que los denuestos del agua y del vino.
Siempre hemos acabado a palos o en cacharrazos, los unos contra los otros, lo
que no es óbice para afirmar que es el país donde mejor se vive - lo que ha
provocado la envidia de moros y judíos que controlan nuestras prensas- de toda
la tierra. Ahí tenéis el alud de inmigrantes, aunque a veces nuestra historia,
llena de sonido y de furia, parezca narrada por ese loco del que habla Chespi,
como si dijéramos que en vez de narrarnos la crónica de una nación sagrada haga
la fabricación de un palimpsesto en tiempos de carnestolendas, adobado con
muchos archipámpanos y arrequives.
Por lo visto, Américo
Castro es tendencioso a la hora de establecer una palinodia como paradigma de
la mentalidad del cristiano nuevo que, al igual que la viuda rica, con un ojo
llora a Xto y con otro repica a Moisés.
Desde mi cuchitril yo
velaba mis armas y me preparaba para el gran advenimiento. En Londres
viviríamos nuestro postrer sueño de libertad, antes de que sonasen los añafiles
convocatorios de la anúteba, antes de la moneda única, la comunicación
interactiva, el móvil y la página web y todos esos adminículos que trajo
consigo la civilización de consumo con sus chateos y tertulias en la red, la
radiofonía como instrumento de tortura mental con unos opinantes, coribantes de
la diosa Cibeles de la información, sátrapas, flamines, muecines, mistagogos
del Nuevo Orden. ¿Pierde España? No pasa nada mientras no pierda el Corte
Inglés. Todos los demás somos curritos, pueblo sufridor y votantes. El sistema
se reduce a urnas y papeletas. Falos y cufros y un polvo cada cuatro años que
acabarían, como estas de ahora, en ríos de sangre. La urna tiene forma de ataúd
siniestro. Entre sus paredes de cristal yace un cadáver. Pero es el receptáculo
y el envase del nuevo poder mundial. Eros y Tanatos simbolizados por el acto
participativo, lo más parecido al jaque sexual. Tanto ajetreo para nada. Os
engañan incautos. En ese morreo inmundo de campañas, mítines, pasquines,
papeletas, los que salen siempre ganando son los del Tercer Nivel. El poder
oculto en la sombra que dirige los destinos de la humanidad desde los altos
despachos del Rockfeller Center y los subterráneos donde están las cajas
fuertes de la calle Wall. Lo demás no es más que un blabla infernales.
Maniobras de distracción y tiros por elevación.
La semana laboral de
tres días era un hecho por aquellas calendas a las que me refiero, cuando
llegué a Roland Gardens aquel primero de enero de 1973. La industria del acero
andaba muy en precario y en Inglaterra faltaban materias primas. Faltaba poder
energético. Sobraban conflictos laborales. Había huelgas por todas partes. Se
alzaron voces que decían que se iba a declarar el estado de sitio y que una
época de desestabilización se acercaba a las Islas. Venían los rusos pero eso
era una de tantos bulos e infames que envenenan la vida en democracia. Los
rusos estaban bastante quietos en su embajada con sus niños rubios leyendo a
Chejov y escuchando a los coros del Ejército Rojo.
Me acuerdo que hubo una
trifulca con motivo de una escuchas de espionaje siendo ministro de Exteriores
Sir Alec Douglas Hume y Gran Bretaña estuvo a punto de romper relaciones
diplomáticas con la Urss. Los conservadores creían que el Kremlin apoyaba a los
huelguistas mineros del Yorkshire. Se vivían los recuerdos amargo, mientras
tanto, de la Marcha sobre Yarrow, en medio de especulaciones sobre el gran
desasosiego ciudadano.
Se había declarado la
guerra psicológica con su secuela de danzas y contradanzas a cargo de los
mandarines de la información.
-Estamos perdiendo ríos
de dinero. La semana de tres días nos ha supuesto una evaluación de pérdidas de
mil millones de esterlinas.
Soplaban aires de cambio
sobre Inglaterra. Mi sotabanco de Roland Gardens era un piso blindado contra
esas brisas dañinas. Yo allí me encerraba con mi transmisor como si estuviera
dentro de un carro de combate. Mucha
gente creía que yo era un espía español que trabajaba para Felipe II. El
recuerdo de la Armada Invencible seguía causando estragos de furor en el
pensamiento de no pocos ingleses. Tuve que decir a una amiga mía que estuvo
buscando las armas por toda la casa que el bueno del Rey de España había muerto
hacía mucho tiempo y ahora sólo quedaban Borbones en la masera y esa clase de
gente forma parte de una dinastía muy poco española. Son reyes poco fiables
Israel encargaba a la
Leyland tanques “Chifetain” un poco más ligeros y maniobrables que los T62
soviéticos. Persia era un buen cliente y veíamos al sha de Persia por el
Claridge de vez en cuando. Era un rey con los ojos muy tristes y que debía de
estar bastante enfermo por entonces. Tampoco había que perder de vista a los
saudíes.
En medio de la crisis
económica a Inglaterra le vino a sacar de atascos el petroleo del Mar del
Norte. A cien millas escasas de las
islas Shetland se escondería un importante yacimiento. Producían un combustible
de gran octanaje.
Y en la prisión de
Brixton cuatro prisioneros irlandeses se declararon en huelga de hambre. Desde
luego, aquel pasearse por los Jardines de Evelyn fue una suerte de regalo que
yo no me merecía. He estado siempre lleno de inseguridades y mi vida estuvo
cercada y atropellada por los liantes. ¡Tanto afán para acabar en un archivo
peleándose con los archiveros malditos por un plato de lentejas! Tenías que
huir. no quedaba otro remedio.
Fue su hermano Germán el
que vino a darle el parte. Se había
muerto Gumersindo Adaja. Una parte de él se había ido culminando un tiempo de
afán y de luchas sin cuartel. El
gallinero mediático no dijo ni media palabra y hete aquí que él lo había
animado durante largo tiempo abriendo los ojos a los españoles y los oídos al
extranjero, en eso que se vino a decir las corrientes de Europa.
-Aquí París. Manuel
Agustín... El general De Gaulle esta tarde en el Palacio del Elíseo recibió a
una comisión de Damas de la Legión francesa.
Así empezaban todas sus
crónicas que remataba con alguna floritura, un rasgo feliz. Eran los tiempos
gloriosos del corresponsal sentado, del observador. La época fausta de Walter
Lipman y de Alistair Cook. Adaja era la mirada y la pluma de España en la Corte
de San Jaime.
Su hermano era una
especie de ave de mal agüero. Con su mera presencia le había traído mala
suerte. Tenía algo de gafe y él lo sabía. Carilleno y con ricillos, algo
candungo y paticorto pero con el tronco muy robusto y unas buenas posaderas,
hablando de nasal, había algo de dionisiaco en su aspecto y su figura
husiforme. Lo habían heredado de su padre, ancho de cuadriles y estrecho de
pecho. Nunca acertaría a comprender por qué aquel cainismo y ese llevarse tan
mal. El odio africano se había transmitido de padres a hijos y era la madre la
portadora de aquel morbo de tristezas, envidias, apriorismos, recelos, que
hicieron de su infancia cárcel cruel.
Madre nunca te perdonaré lo que me has hecho. Jamás acertaron a llevarse
bien y este sentimiento de cainismo
mutuo parecía indeleble a pesar de haber dormido juntos cuando niños por falta
de espacio en las viviendas y en las casas por las que fueron derrotando y de
haber compartido juegos y experiencias, duelos, banquetes, mañanas de fiesta y
aura.
-Pero mira otros están
peor. Ahí está el Irineo. Toda su vida suspirando por jubilarse, le dan la
absoluta, se hace una análisis y va a coger los resultados creyendo que no era
nada sólo cansancio y el diagnóstico leucemia. Para que os vayáis enterando.
Estamos aquí de paso.
Al Agustín su primo le
salió un grano en la planta del pie que parecía una teta y también era un
cáncer. Hubieron de extirpárselo. Total que no somos nadie. No nos han salido
en los pies pezuñas de Sátiros.
Estaba preparado a salir
de casa camino de la oficina cuando sonó el teléfono y escuchó la voz clara
algo nasal, muy parecida a la suya aunque menos ronca, pues él había fumado
mucho más, de su hermano. ¿Sabes quien ha fallecido? Sebastián Adaja. ¿Pues
cómo? La cosa fue de repente. me recuerda Londres, claro está, aquella ciudad
del postsocialismo fabiano. No somos nadie. ¿Cuándo le entierran? Mañana en su
pueblo. En Ávila.
Hacía mucho frío. A la
puerta del chalé un vecino vertía una regadera de agua hiriendo sobre el
parabrisas de un coche. Popea, que así se llamaba su mujer, mientras preparaba
el desayuno a base de bol de cereales, tostadas y café con leche, escuchaba al
“Cantamañanas” en una emisora local. Los hombres del tiempo hablaban de
celliscas.
-Malos barruntos. Hay
temporal en el Atlántico. Rolaban los vientos de Azores, preñados de lluvia,
sangre y nieve negra.
-Andá, ¿quién lo dijo?
-La emigración aumentará.
Los jóvenes querían
trabajo. El mocerío, de suyo `pastueño, de un gran sentido competitivo, llevaba
aprendida la asignatura con alfileres de los apuntes pero la Reme quería mandar
a sus hijas al colegio alemán.
-¿Y luego?
-Que saquen las
oposiciones. Habrá hacerlos funcionarios de la cosa.
-¿Y de qué estado?
velay, Reme, mira el panorama. Os vais a quedar con la palmotaria en el culo
alumbrando. Un concepto sin cosa. España redundante, muchas clases pasivas y
duro llegar espaldas mojadas y gachipuchus, rusos, árabes, chinos.
-No cogemos ya.
-Habrá que apretujarse.
-Viajeros al tren.
No quiero andar mucho en
el metro que hay malas miradas y los diablos se sientan en los topes del
avantrén con un rifle soberbio y por menos de nada disparan. Esto se está poniendo
peligroso. Junio es un mes cargado de agresividad.
Una ducha de agua fría y
alguna catilinaria. Con mucho quosque tandem y énfasis abusivo, del locutor
parlero y dicaz, parece que te han dado cuerda, hijo, nos machacas las
neuronas.
-De eso se trata. Espabila,
currante.
Había que darse un
madrugón para acudir a fichar al ministerio. El aparato de la maquinaria del
estado, la ubre de donde todos maman, los unos y los otros, no se la atreverán
a tocar los demócratas, hay que seguir tirando de la teta y de las arcas del
papá gobierno, santa nómina, manan fuentes de leche condensada. Los
contingentes aumentarán el contingente de empleo público, ya lo verás y ahora
parece ser que hay caja, por lo que con la corrupción y tal hará que a algunos
se les haga la boca agua. Zaqueo Hijares al que llamaban no sé por qué “Bambi”
y mr. Bean, por aquello de su celestial sonrisa, venía a meter mano.
-Haremos una segunda
transición.
-¿No vale con la que
había?
Empezaron los pedisecuos
y lameculos de la Cosa a bailar la chacona y no pararon desde Argüelles a
Ferraz donde estaba instalada la sinagoga y los reales del partido bajo la
disciplina de Pablo Iglesias, que pudiera ser muy obrero pero al que le
gustaban los capotes de marca mayor con hombreras y solapas de vueltas de
zorro. El defensor del pueblo se desgañitaba proclamando las lindezas del
capitalismo salvaje instaurado por la escuela de Chicago. Ojo a Milton
Friedman, un señor que podrá ser calvo pero muy listo. Fámulo era un aprensivo
y también un cantamañas. Le había nacido una hija subnormal y algunos miembros
de la familia con bastante mala leche dijeron que era castigo divino porque
Fámulo había sido muy malo.
Me arrebató a la mujer
blanca de alabastro, hermosa igual que un lirio acuático sonriendo entre las sombras
de lo que no pudo ser. Mi hermano me daba muy mala suerte. Era un boceras y algo boliche. Está visto que
en esta vida no puedes fiar de nadie y menos de tu hermano que declara
abiertamente que sigue tus pasos y una mañana de buenas a primeras te suelta lo
de:
-Vengo a joderte.
-No tienes vergüenza.
El autobús llegó a su
hora a la parada con el Verrugo de muy mala leche. Se le había agrandando casi
monstruosamente el antojo de su nariz. El día tenía su afán y su propio latido
histórico. Dios ¿dónde tiraremos la boina? Había tenido depresión. El
psiquiatra le recetó unas pastillas que no le sirvieron de nada se puso peor.
El vehículo fue bajando la cuesta saltando sobre los montículos zebra
reductores de velocidad. A mano izquierda quedaba el bar del Masero regentado
por un hijo puta del Atleti y a la derecha la iglesia con su inmensa rectoral
donde don Enrique dormiría a pierna suelta la jumera de la noche anterior.
Distinguió a varios pedestristas afanándose por la pradera entre el vaho de las
respiraciones cortas y la cogulla del chándal que les daba un aspecto de monjes
en pleno oficio de maitines tensando músculos. La claridad rodaba por entre los
fresnos que adornan los márgenes del Río Aulencia.
En la parare de adelante
viajaban cinco o seis viajeros adormilados o puestos los cascos en las orejas
para escuchar música de cámara. Lo primero que compran los emigrantes apenas
tocan suelo de Madrid es un móvil y una radio con orejeras. Les parece un
invento maravilloso. Trebejos del hombre que no tienen en la selva. Fue en cosa
de pocos meses pero se sentía el alud. España había sido invadido por hordas
extrañas. En aquella ciudad había instalado sus reales el anticristo. Hablaba
lenguas, compraba voluntades, alzó su trono sobre las cámaras de TV La parábola
del buen pastor se volvió del revés. Las ovejas eran pastoreadas por el lobo.
En sus garras, ya todo el aprisco. Luego eran todos una panda de hipócritas. Se
rasgaban las vestiduras. Se quejaban de que la Pasión según AEL gibson era una
cinta violencia. Sus escenas ribeteadas de crueldad eran inaguantables - tres
personas habían fallecido en estado de shock mientras pasaban la película - uf
cuánta violencia. Aquellas jeremiadas, tales quejas, resultaban el contrapunto,
eco de las palabras de Anás y de Caifás en el pretorio. Las mismas turbas que
le aclamaban como Mesías un domingo de ramos un viernes santo lo
crucificaron. Los sacerdotes se rasgaban
las vestiduras. Ha blasfemado. Crucifige. Crucifige eum. Para violencia la del cine norteamericano. Busca
la razón de tu huída. ¿Adónde vamos? Sacaban siempre cadáveres en la sobremesa.
Eso era todo un signo. No habéis nacido, cabrones, para otra cosa que para
asistir a funerales. Hasta que os llegue el vuestro.
Suba el diácono las
escaleras de la puerta de los dones. Abra el cancel santo. Cristo, escúchanos.
He aquí las consecuencias del doble lenguaje antañón. Las novedades que ellos
se sacaban de la manga eran más antiguas que la Tana. Con esa manera de hablar
estáis sirviendo a dos señores. Las clases de entonación las dan ustedes. A
nosotros nos tocan escuchar y andar quietitos. El sístole y el diástole del yin
y del yen nos juega malas pasadas. La gente ya no se quedaba de una pieza ante
las atrocidades y estaba ahíta de cadaveres. Vivíamos entonces con el síndrome
de morgue. Queríamos el parte de bajas y que a la hora del telediario - la
familia que mira para la caja tonta unida estará desunida hasta su perdición-
pues era justo y necesario que los reporteros, heraldos de primera línea, vates
de la epopeya virtual, nos narrasen el estado de las cosas en las trincheras de
Afganistán casas de adobes moros en bicicletas y mujeres tapadas de los pies a
las orejas.
El Gran Cofrade era un
señor de la barba partida
[1]He ahí al toro
[2]Limpiaventanas
[3]Nacida en el centro de Londres,
de tal manera que desde su casa se podía oír el repique de las campanas de la
catedral de san Pablo. Es un cockney.
[4]De la palabra griega δεμoσ
(pueblo) y de la inglesa crap (mierda)
[5]Que en el cielo te veamos, Toni
[6]Magistratura de Londres
[7]Dormitorio
[8]Pisos
[9]palabra intraducible que se
corresponde con la calidad de acogedor, confortable, calentito, en esp. Y en
al. Por Gemutlichkeit, comodidad, intimidad
[10]Misa de san Miguel, de Navidad,
de las Candelas, de las Candelas, que se correspondían en el antiguo inglés con
otras tantas fiestas y eran fecha tomadas como hitos en el “paying day” o de
ajuste de cuentas
[11]Bajo la protección de la corte
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