Garrafatina.
Existen palabras tan evocadoras como un elixir de
eterna juventud. Me ocurrió estos días de atrás de un mes de junio en el dique
seco, cuando leyendo a un paisano mío, Antonio Martínez Menchén, me he
encontrado con un sustantivo que es una gema espiritual por todo lo que tiene
de sensual y de nostálgica del año del hambre: gelatina. Lo único que queda
indemne a los estragos de la vida es el verbo mozo, incólume a las fatigas y
transportes del cambio de mentalidad y a las mutaciones biológicas del Río de
Demócrito.
Se trata de un modismo segoviano autóctono, no viene
en el diccionario de la Real. Es el fruto del algarrobo disecado. Su sabor era
dulce y su presentación de color negro
arrugado. Me recuerda a tardes muy largas de los inviernos de la niñez, al
puesto de pipas de la Isabel que acudía con su cesta a los recreos, con sus
cucuruchos de papel a perra chica, siempre changarreando con su cesta de bollos
fríos detrás de los seminaristas, los de los misioneros claretianos, maristas y
en el capítulo femenino, jesuitinas y concepcionistas domingos y jueves por la
tarde.
Tiene las
connotaciones evocadoras de la venta ambulante de cesta de mimbre y torrijas
por un duro con que acudía en pos de los seminaristas y de los cadetes que
barzoneaban su asueto en tardes que
daban suelta aquella zabarcera del
barrio del Cristo del Mercado que había perdido al marido y dos hijos en El
Ebro, la Isabel. A la Isabel le gustaba
su cuartillo de vino a las comidas y una copita de orujo después. Cuando no
había bebido demasiado, era una persona tratable pero a veces se enzarzaba en
disputas con el personal, lanzaba soflamas contra el clero, regalaba el género
o perdía el canastillo que le había regalado el Tío Braguetita, el del obrador
de las monjas.
La cadena de alimentación anímica, que ha de ser una
de las funciones primigenias de la buena literatura me ha ofrecido, servida en
el manjar de las frases ordenadas, todo aquel tiempo que fue de finales de los
cuarenta y comienzo de los sesenta. He sentido un torrente de emoción subiendo
por mi espinazo al leer el primer cuento de este autor poco conocido, pero
magistral en fondo y forma, de una vividura casi melliza a la mía en el viejo
colegio de los claretianos cuyas tapias zagueras colindaban con los cipreses
del camposanto del Santo Ángel.
Durante las clases de Gramática mirando a través de
los ventanales de las aulas cuyos alfeizares por los extremos mostraban una
marca blanca de recudir sobre su superficie los borradores de tiza, veíamos ascender
por la pina ladeada, vigilada por las torres de ojos vacíos como cuévanos de
san Justo y del Salvador, los coches de respeto escoltados por las comitivas
del duelo. La multitud acompañante - pues verdaderamente por aquellos días
cualquier sepelio tenía toda la categoría de acontecimiento social- iba
hablando en voz baja y era impresionante el silencio, que quebraba sólo el
zabucar de las pisadas sobre la gravilla del camino de tierra abombada que
conducía a las verjas de hierro de la Casa de Todos, la última morada de los
residentes en aquella ciudad en la cima de un cerro que por detrás la escarpada
tajadura del valle del Rasemir (así llamo yo al río Eresma en mis
libros)desafía a los vientos intercadentes de Cronos. Abría el cortejo la cruz
alzada. Lo cerraba el preste con capa pluvial de riguroso con bordes amarillos
o blancos, según la costumbre en el rito mozárabe.
La muerte tenía un presencia totalizadora en aquella
Segovia de nuestra nacencia y de nuestros pecados.
De la misma manera que hoy se la oblitera y se
esconde a los difuntos o se los maquilla en esos velorios del crematorio de la
M30 ambientados con música polifónica de aséptico repertorio para los
fallecidos en la duda sobre el más allá, entonces eran los funerales un
acontecimiento social donde no cabían escepticismos herejes.
Hasta eso; todo gozaba de un sentido. La vida llena
de penurias y necesidades y también la muerte perfumada de vaharadas de
incienso y el aroma, para esconder aquel olor dulzón y algo pestífero de los
gusanos empezando a obrar su función tan macabra como inevitable, de los jacintos injertos en las coronas
mortuorias, que llevaban siempre las dos fimbrias moradas bajo el lemnisco con
la consabida leyenda de Afulanito de
tal, tus hijos no te olvidan@.
(Qué va! No era más que un decir.
Una vez despedida la carroza que tiraba el tronco de aquellos bridones negros - yo diría jamelgos-
con un penacho de plumas de ave, pasadas por el tinte funerario, empezaba la
inmensa cuenta atrás, la infinita andadura del olvido.
Muchas veces, estando en la clase de Francés,
mientras don Lisardo se paseaba arriba y abajo de la clase por la hilera de
pupitres, el dedo pulgar introducto en la sisa del chaleco, provenían desde
allende los olmos centenarios del patio, justo donde la buena de la Isabel
tendía su cesta de pipas y garrafatinas arropada en un mantón negro aguardando
a la peña de clientes con calderilla bastante para asaltar su humilde
tenderete, se perdía el eco de las estrofas del ALibera me, Domine@ o del famoso
himno compuesto por Tomás Celanno- estoy hablando del ADies Irae@- confundiendose la fantasmal ráfaga de las exequias oficiadas por un
preste de capa pluvial al que ayudaban un par de monagos también de luto, con
el poderoso vozarrón de don Lisardo, al que llamábamos, no sé por qué Chichi
Bobote, cuando se apellidaba Zubiaurre, y era vasco francés, conjugandonos el
verbo Aaimer@. Todo un símbolo, porque también entonces en la España que nos tocó
padecer no es que se amara en exceso que digamos. Por estos tesos la gente se
quiere poco. )Cómo andamos de amores? (Bah! Pamplinas.
En Castilla se solía dar a estas cuestiones un
sentido práctico. Era un invento de los poetas que no nos puede librar de la
gamogénesis o reproducción sexual con el que venimos al mundo los mamíferos. (Lo que son las cosas: después de tanta lagotería,
los que ibamos para académicos hemos acabado hemos rematado en zabarceras, que
lo tuyo es la venta ambulante, niños! Vanidad de vanidades. También los que se
creían mucho y se daban tono acabaron donde todos criando aulagas tras la
imponente muralla coronada de cipreses sobre un mogote berroqueño erguido sobre
el Eresma que es río hirsuto por aquellos roquedos y pasa como pidiendo perdón
a los de mi pueblo llevando menos agua que güisqui, anda coño.
La muerte no
era más que el episodio final de ese ciclo de azarosos encuentros de la
naturaleza, la resultante de un apareamiento de grado o violento. El amor no
existe. Los griegos, tan sabios, nunca
hablaron de él, lo desconocían en el sentido al que se afinan hoy nuestros
calendarios y relatos del corazón, las vivencias de la tele pasión; para los
griegos lo importante era la amistad, el convite, la lealtad, la elocuencia, la
cítara y el arpa )Cómo se puede uno, decían,
encalabrinar de una gorda cualquiera si las mujeres no tienen alma? Desconocían
esa actitud deferente hacia la mujer que
llamamos amor. Pues, si el amor no existe, la muerte tampoco. Aquí lo único que
hay con fuerza es el Logos.
Las codas de la secuencia famosa de difuntos sonando
en la proximidad de las sabinas y de los cipreses, las garrafatinas de la
señora Isabel, que eran manjar de dioses, pura ambrosía, los palmetazos y
coscorrones de monsieur Bobote forman parte de una manifestación sonora,
olfativa y táctil de entierros, procesiones, notas necrológicas y peticiones
del oyente por EAJ49, Radio Segovia.
Todo ese perfil de evocaciones llovidas en tromba
desde la quima de los árboles de pan y quesillo de nuestra memoria, por gracia
del cielo, se me han presentado así, de golpe, con la lectura de este libro de
relatos, que lleva por titulo AInquisidores@.
Hasta he escuchado el chirrío de los vencejos
quebrando el azul diáfano que tenían las tardes de mayo, y a las chovas
crascitar majestuosas y augurales desde los clavijeros de la muralla latina o
de los campanarios románicos escalonados de socarrenas. Voznaba el cuervo y la
golondrina mística y encantadora clamoreaba con su argentino piar de vicetiple
llenando la sonochada de los impresionantes estrofas de su vuelo musical que lo
convierte en pájaro misterioso, entrañable e inaccesible. Se retiñía el aire de
sonoridades entusiastas al bolear a gloria o tocando a muerto. Hasta el sexo no
podía faltar en esta comitiva de recuerdos, puesto que Eros y Tanatos terminan
siempre por enunciar su acomodo inextricable.
El sexo, del que no se hablaba tanto como ahora,
pero que se practicaba con más empeño, porque viene a ser el consuelo secreto
de los muertos de hambre en los tiempos de guerra y de postguerra, era para
nosotros aquella casa misteriosa en la calle de Cantarranas con las puertas y
las ventanas herméticamente cerradas con una lamina de cinc, a prueba de
cantazos y de misiles. Se iba allí a espiar la ocasión; cierta vez, vimos
saliendo por el callejón a un alférez de la i.p.s. (Milicias
Universitarias)abotonándose los herretes de su guerrera que parecían desdobles
de la cresta de un gallo, y calándose la gorra
en la que lucía la consuetudinaria bombeta de Artillería, con una
sonrisa de oreja a oreja mientras bajaba por la escalera al paso de la oca como
el que vuelve victorioso de la guerra, en plan miles gloriossus. Algo debe de
tener el agua cuando la bendicen.
Aquella ciudad levítica desoyendo los consejos apacibles de Cristo Dios era de las que se
atrevía a tirar la primera y también la última piedra contra aquellas pobres
magdalenas emparedadas justo junto a un convento de clarisas bajo la férula de
una madama a la que llamaban la Farela, experta conocedora de las artes
celestinescas. Dilapidar los vanos de su vivienda inexpugnable constituía una
de las diversiones predilectas de aquellas pandas de arrapiezos salvajes que
merodeaban por la ciudad sin saber qué hacer, como perros atraíllados, como
lobos en jauría en las tardes del verano en que pica el tábano del deseo y algo
que no se sabe qué es lo que es (prurito de la cópula, clarín de la
naturaleza), dentro de los trillones de células, torrente biológico de la
sangre que despierta, está llamando a la puerta.
Es fácil
bufar y pecar con hambre de hembra a las cinco de la tarde de cualquier día del
mes de agosto. ACuidado, que te vas al infierno,
hermano, que te condenas@. AAy, ay, no lo puedo remediar padre@. A)Hijo, y
cuántas veces?@ ACreo que he perdido la cuenta; no me sujeto, no lo puedo remediar, soy
un caso perdido )estaré malo?@
Todo dependía de si en el fielato de la penitencia te
dabas con un gorra de plato que fuese laxista o un rigorista que tomase los
cánones de la Moral católica al pie de la letra o asumiese una interpretación
ancha de la norma en lo que se refiere a las faltas de la pureza. Te podrías
dar con un canto en los dientes si no hacía uso de la salvilla o escupidera que
había en aquellos armatostes a media luz, las caras muy juntas como para bailar
el tango, los había que apretaban las carnes y hasta como si quisieran
dislocarte el brazo, cajones de madera, verja del perdón, cámara de torturas al
que ibamos a descargar el saco y con frecuencia punto de encuentro del trato
torpe, pecado nefando y rinconcito donde algún que otro presbítero incontinente
pecaba pelando su pava, por aquello de Ami olla y mi misa y mi María Luisa@, con su barragana, que los curas por aquel entonces tenían buen
cartel.
Éstos solían
ser los más recomendables a la hora de buscar una reconciliación con Dios
puesto que no solían darle importancia a nuestras ofensas. Te soltaban siempre
el mismo rollo de carrerilla con el azacán de la urgencia de acabar y te
despachaban con par de avemarías de penitencia.
A los iluminados con pocas tragaderas había que
evitarlos como a la peste. Eran los que
te echaban el aliento en plena cara, una nortada de ajo y de regüeldos de
puchero enfermo sobre tus mejillas.
Nunca he conseguido averiguar del todo bien cuál es
la diferencia que demarca al dolor de
atrición y al de contrición, aunque el asunto me consta que fue piedra
de toque de no pocos altercados en siglos pretéritos entre bolandistas y
jesuitas y que hasta se llegó a escribir honoris causa el célebre soneto ANo me mueve mi Dios para quererte@. En esos versos conversos está explayada la
filosofía de los contritos que se arrepienten de sus pecados por haber ofendido
a Dios, bondad infinita, y los atritos que exhiben un dolor imperfecto, sólo
temen al palo. Cuestiones de matiz, no de principio, con las que los curas se
han pasado años y años haciendo prestidigitación filológica- teológica.
Aunque no
hubiera infierno te temiera y aunque no hubiera cielo yo te amara. Pues eso; el
hilo de demarcación es endeble. Orbita en torno a la frontera entre la caridad
y el miedo. Pero yo sigo albergando mis reservas y aquí las promulgo de corazón
contrito y atrito. A ver que me lo
expliquen.
Contrito y atrito yo estaba pero siempre volvía a
las andadas. Mi sexo se encendía siempre al pasar por la puerta verde
misteriosa cerrada a cal y canto de la cuesta de Cantarranas.
Cuando contemplo al cabo de los años aquellos desahogos
y aquellos escrúpulos, porque aquello no tenía solución como la serpiente que
se muerde la cola, A padre, otra
vez@ A y ahora me ha venido@, A no le des importancia, son cosas del desarrollo, te
estás poniendo la cara perdida de granos y es porque te masturbas, cara de
listo@ A)y cómo lo sabe, don Dimas?@ Aporque lo estudié, anda a ver, o
es que te crees que uno no ha sido cocinero antes que fraile@.
Peccata minuta. El padre Dimas era de los que te
despachaba en un santiamén, no mostraba asombro ninguno, ni se enfurecía
contigo o te llamaba motes, a diferencia de otros, pegandote voces y rasgando
la mitad de los treinta y tres botones de la casaca. AAh, hijo, hijo, mal vas@. Luego pude indagar que detrás de toda esta grita de los predicadores
de antaño estaba la nueva concepción narcisista y protestante de loa Testigos
de Jehová. Llamas del infierno a todo pasto.
Tales aberraciones no han sido detrimento lustros
adelante de mi amor por la Iglesia ni han ensombrecido la fe de Cristo bajo la
cual quisiera morir.
Se trataba de cuestiones del régimen interno
interdisciplinario de la casuística más propios de la iglesia esotérica o
administrativa y que adelanto en prolepsis será un concepto a explayar en las
páginas de este libro donde se pretende separar los ámbitos de cuestiones que
pertenecen a la policía de la guarda de las costumbres más que a la economía de
salvación o cuerpo místico.
La confesión auricular o exomologesis no pertenece
al depósito de la fe ni es fuerza de decálogo. Sólo una disposición burocrática
y un adminículo de ayuda psicológica al pecador que ha perdido el rumbo y
desconfía de su salvación.
Hasta el IV Concilio de Letrán en 1215 era
prácticamente desconocida. San Agustín, san Crisóstomo, san Jerónimo y otros
padres santos no se confesaron nunca.)Fueron al cielo? Claro que sí. En la edad media las absoluciones y las
penitencias eran públicas y de carácter libre, no había que hacer una
enumeración explicita de las faltas . Después de Trento hubo no pocas peleas
entre laxistas de san Juan Eudes y rigoristas de san Carlos Borromeo. Los que
secundaban una recitación pormenor en género y en especie contra el decálogo,
haciendo una tortura de la vida espiritual, punto por punto, y los casuistas de
manga ancha sin referencias tan explícitas. Por ese cabo hay santos como Carlos
Borromeo, el napolitano Alfonso María de Ligorio y el cura de Ars, tan
tenebrosos dentro de su trono de culpas que es el cajón del confesonario,
fielato morboso, donde se pecha la alcabala de la eternidad, ese para siempre y
para siempre recitado por los que torturaron nuestra infancia y salcocharon de
pecado nuestra vida alegre e inocente, que dan miedo. Deberían estar fuera del
catalogo y deberán cuenta a Dios del terrorismo psicológico que practicaron
sobre las conciencias, si no la han dado ya.
El poder de las llaves y lo del primazgo tiene que
ver con esto del reconocimiento de rodillas ante un cura. Ha sido piedra de
escándalo porque preconiza absolutidad sobre lo que es relativo. )Cómo deslindar el campo que separa lo mortal de lo
venial? Para que haya pecado mortal hace falta pleno consentimiento, pleno
conocimiento y materia grave.
-Ego te absolvo a peccatis tuis.
Nunca me he podido imaginar a un Xto penitenciario
en su cajonera preguntando la eterna monserga de siempre aquello de A)y cuántas veces, hijo, y con qué compañía, cuándo y
en qué lugar@? Seguimos prefiriendo al Jesús
de la primera refección del pan, al que anduvo descalzo por la mar, el que curó
al leproso o al que maldijo a la higuera.
Yo soy paisano de dos significados adalides de la
confesión auricular, luz y martillo de
herejes en el famoso concilio tridentino. Ellos fueron Melchor Cano(1503-1560)
y Domingo Soto (1494-1560), los dos dominicos, los dos amigos de Las Casas, los
dos conversos, los dos catedráticos de Prima en Salamanca y en Alcalá, las
luces y las sombras de un mismo ideal, adarves de la inteligencia y la
libertad, una inmensa pasión por los libros y la escritura que siempre tuvo
Segovia. Mea culpa judía, viejos yerros. Los que con motivo de su centenario
decapitaron a Domingo Soto en efigie - y hasta creo que le han negado un lugar
a la estatua en esos jardincillos con un melancólico surtidor en el centro
cerca de la Torre de los Dávila no se saben lo que hacían. Padre, perdonalos.
Los ortodoxos guardan una tradición más estrecha con
el espíritu del sacramento que se basa en las palabras del Señor sobre el
perdón de los pecados. AA los que se
los perdonéis les serán perdonados y a los que se los retengáis les serán
retenidos@. Toda esta cuestión, sin
embargo, tiene que ver con el enigma de la Aprimacía y de las llaves@ que siguen sin resolverse. Intervienen los prejuicios seculares, el
egoísmo de la raza humana.
Yo me confieso con Dios y confieso a Dios. No tiene
el mismo sentido la misma palabra por mor de una preposición. AConfitemini Dominum quoniam bonus, quoniam in
aeternum misericordia ejus@. Dad
testimonio de la fe y olvidar vuestros pecadillos, los temores, los
desencuentros, que no sea la pureza un casus belli, ni el catolicismo una
ergástula de tarados y adocenados sexuales. No le deis la razón a
Nietzsche(1844-1900) la mula parda del nazismo que se atrevió a intercalar en
sus escritos que Cristo era poco hombre. Suponía que la religión por él fundada
pretendía la desmembración de la especie o su emasculación mental para
conseguir la sumisión. Satánica conjetura que aun nos hace temblar, porque,
sopesado el tema fríamente, así habló Zaratrusta, las acusaciones en parte son
verdad. La educación que se nos daba iba a la búsqueda del Superhombre y acabó
en la aberración. Los curas nos abandonaron y donde dije diego digo digo. Todo
ha dado la vuelta. Pero Cristo bendito no. Sólo nos resta la proclamación de la
diaconía como vocación de servicio, socorro, limosna, y desempeño de un cargo.
Puesta en práctica esta norma asociada con el
escándalo de las Indulgencias y la teoría del Purgatorio que conmovió hasta los
cimientos a la iglesia y fue causa del gran cisma protestante, sirvió como
fuente de divisas. Los penitenciarios de Roma recibían a los peregrinos con un
cepillo para las ofrendas en su garita o audiencia secreta de los pecados. Al
acabar el que se confesaba tenía la obligación de echar allí algunas monedas.
Bien es cierto que dicha práctica aberrante que fue
una de las cláusulas que cebó la pira incendiaria del alzamiento de Lutero
contra Roma quedaría descabalgada en el Concilio de Trento. En cualquier caso
ofrece uno de los aspectos menos amables de la eclesiología secular por lo que
tiene de sospecha simoníaca en una nefasta alianza de dinero y poder. Hablando
claro son vicios de una iglesia jerárquica que tendrá que entonar su mea culpa
ante la debacle que viene. Y de esto hago también prolepsis porque algunos
tendrán que descender de su pedestal, apearse del machito. La diaconía servirá
para contrarrestar los abusos cometidos por la excesiva clerigalla, para
hacerse más humana, menos piramidal y envarada. Mi tesis, pues, consiste en que
para mantener a raya el avance del islam tendrá que Ades jerarquizarse@, estallar
los antiguos clichés que hicieron el hermoso credo que profesamos una cuestión
de prejuicios escrupulosos en lo que lo más importante no fue el amor sino la
bragueta. A la barca de san Pedro no la guiará a puerto en medio de la borrasca
el colegio cardenalicio sino será cosa del piloto a pie de obra y con la mano
en el timón, volviendo a la liturgia sustantiva y al tesoro de la tradición.
Ése fue el papel primordial del diácono en los primeros tres siglos
apostólicos. Quiero lanzar aquí un reto, y no hago reserva de mi diaconía
victoriosa frente a los poderes del Averno. Los curas tendrán que salir del
armario, no faltar al compromiso de la defensa de la verdad adquirido mediante
la unción del óleo con que fueron consagrados por el obispo. Dijeron Adsum
cuando su nombre escrito en un papel sonó en la boca del arcediano y hoy
tendrán que volver a repetir esa proclamación militante. Adsum. Aquí estamos. Queremos dar testimonio como
depositarios de la fe verdadera. Nada de componendas con la mentira, ni
concesiones al siglo. Aunque tengamos que volver a efundir la sangre. Se acerca
una nueva era. Tal vez la crucial: la de los mártires.
Pero ésa es otra historia.
Las calles, hoy llenas de viejos al sol, eran por
entonces un hervidero de niños tirando varetas por los desmontes, niños sin
saber qué hacer, que hacían la rabona, que iban a robar peras, niños fumándose
el primer canuto en los Jardines de Villangela detrás de la cárcel, puñeteros
niños que se dedicaban a sorprender in fraganti a las parejas, niños a los que
se les había muerto el padre o un hermano en la guerra, o decían que estaba
preso en algún penal. (Tragedias!
Una irrupción vital después del caos en aquella España triunfal, que así fue el
título de mi primera novela, poblada de hijas de María en edad de merecer.
Parecía que a nuestra madre Patria no se le había cerrado la vulva, se
desconocían los tratamientos con píldoras anticonceptivas y las familias eran
enormes y patriarcales. Las españolas parían como conejas.
El que esté libre de culpa que tire la primera
piedra. Allí eramos todos muy puritanos, pero aquellos deplorables ataques
contra el baluarte de la Farela conservaban su punto de demoníaco porque no se
puede acantear el sexo, era como profanar el sagrario de la vida, la verdad que
necesitábamos una buena doma porque estábamos igual que bestias. Quizás en
nuestro subconsciente el cuerpo de la mujer fuese una totalidad culpable y
había que reventar aquel goce ilícito del trato torpe. (Al ataque contra los Atronchos@ que salían por la puerta falsa
del lenocinio - que sólo se abría y se cerraba para dejar pasar a otro cliente,
el siguiente - con sonrisas untadas de manteca!
-Parece ser que se lo acaba de pasar muy bien el
tío. A juzgar por la longitud de su sonrisa, debe de haber echado dos palos, o
tres.
-Tú me dirás. Pero peca y un pecado es el suyo de
los gordos. Si se muriera en este preciso instante sin sacramentos, iría al
infierno de cabeza.
-No jodas. Que le quiten lo bailao.
-Pues sin joder. Es lo que dice el padre Ross.
Agazapados detrás del recodo de Cantarranas, allí
donde justo estaban emplazadas las caballerizas de la Academia de Artillería y
olía a mulo que se las pela, los chicos de Valdevilla, que así se llamaba mi
barrio, nos entregábamos a estas consideraciones banales entre palabrotas para
darnos pisto y hacíamos la descubierta sobre aquel palacio del amor libre de
puertas y ventanas selladas con láminas de zinc. Nunca se asomaban al balcón
las señoras putas, pero nosotros sabíamos que estaban dentro. Justo frente por
frente se escuchaba cantar Tercia a las monjas de Santa Isabel de Hungría.
Otras reclusas, y, aunque por diferente motivo unas y otras eran vecinas,
llevaban un régimen de vida tan parecido como opuesto, pero en sus dos
congregaciones ardía el pebetero del fuego sagrado. Ambos recintos nos
recordaban el espacio santo de los antiguos templos de Vesta. En los dos edificios
reinaba el mismo misterio y la soledad que opera en los arcanos. Cumplían una
misma misión de servir al amor, las de este lado al divino, las del otro, al
humano.
Martínez Menchén sabe bien encontrar el arranque
para prender al lector, y he aquí la forma
-magistral- como empieza su libro:
En aquel tiempo la tierra era
rica en boniato y abundante en chicharro y recia como el vinoso ponto.
Desiertos estaban los bailes, colmada de fieles la Casa de Dios. En aquel
tiempo corríamos nosotros, los niños, al reclamo del bélico clarín para seguir
brazo en alto la solemne ceremonia de izar y arriar bandera...
Luego habla de aquel padre Maximino, epítome de los
predicadores incendiarios, un Giacomo Savonarola en gira por provincias, que
con retórica efectiva y estudiados gestos nos hablaban de las penas del
infierno a nosotros que apenas entendíamos pero hacían mella. Hemos conocido a
los últimos pregoneros de la Edad Media en sus circunloquios de una mística
decadente, pero aquel tiempo se encuentra presente en el actual. Son el prólogo
y el epílogo de un mismo aquelarre. Nos enseñaron a amar la santidad pero no
hicieron de nosotros hombres de provechos aquellos buenos curas. El ideal de
nuestras amplias aspiraciones tuvo que verse las caras con una España mística
habitada por gentuza escarramada, de humor intercadente y drolático. Todo era picaresca, desconfianza mutua de
malos cristianos. Algunos no pudiendo aguantar el choque se destroncaron.
Maximino, un fraile claretiano en el cual yo
reconozco al padre Ross de mi novela AAño Triunfal@ metía el
miedo en el cuerpo
con las penas del infierno, con aquel para siempre, para siempre, de los
Ejercicios ignacianos, y sus descripciones de una eternidad encadenada y
llameante, les amarga a los pobres pipiolos de primero bachillerato una clase
de Matemáticas cuando no había venido el profesor.
Pero a mí esta hermosa narración, que cuenta no la
historia de un niño, sino que radiografía a toda una época, me trae la luz
pajiza de aquellos ventanales amplios coronados de boceras de tiza en las comisuras, la voz de don
Lisardo Zurbiaurre, El Chichi Bobote, las penas de los Novísimos que aguardan
al pecador, el eco de los responsos y la continua danza de la muerte cuyo
ajetreo cotidiano presenciábamos desde nuestro pupitre con sólo mirar a la
izquierda. Estaban los cipreses ebúrneos, llameantes con su cargazón de
muerte. Velatorios y visiteos. Ir a
cazar lagartos por las costanillas y terraplenes que rodean a la escarpada
villas medieval en que nacimos, espiar a las parejas y empezar a tirarles
piedras o dar voces cuando estaban en lo mejor, esa era nuestra misión en la
vida sicalíptica y gozosa. Muchas interrogantes y ninguna respuesta, pero )qué otra cosa es vivir?
La prosa de este lírico desconocido es rica, variada
y parece blindar de ternura y compasión aquella niñez de postguerra de la que
fuimos partícipes después de una hecatombe de odio. Su padre era rojo y yo
provenía de una familia de los nacionales - mi padre estuvo con Varela en el
cerro Matabueyes y con Serrador en el alto de León, y el deán de la catedral,
Don Fernando Saínz Revuelta, en honor a ese respeto que siempre tuvo por don
Enrique Varela Iglesias, me miraba con un cierto cariño que trasmudado en
privanza me hizo sacar nueves y dieces en los cursos de Humanidades - pero
entre los de mi promoción no habían hecho mella todavía las diferencias
políticas.
El flojel de un mismo nido nos cubrió con el pelo
malo hasta que pelechamos como Dios manda y entonces, cada uno por su lado,
empezamos a ser conscientes de la distancia abismal que nos separaba. Después
de todo aquello, uno tiene la sensación de que nos educaron a patadas y con un
garrote nos echaron de casas. Compóntelas como pueda y ayudénte tus zancas, que
esta vida todo son maulas. Había que buscárselas.
Sin embargo, de un caudal relicto de sensaciones
comunes. No eramos bestias de carga, nos preparábamos para una lucha que sería
ardua. Queríamos cabalgar por la vida como don Quijote, pero luego Lazarillo y
Guzmán de Alfarache nos echaron el guante.
Hubimos que descubrir entre sinsabores y desencantos que estábamos
rodeados no por legiones de ángeles sino por esa trulla que viene a ser la base
sólida del macizo de la raza.
El poder de la literatura es una sobrecarga mágica
donde se encuentra la verdad sin paliativo y sin añagaza, pero, así y todo, es
una fuerza liberadora. Los libros nos muestran lo que somos y lo que fuimos,
nos curan de espanto y son el bálsamo a la soberbia innata. Luego el tiempo y
los desengaños van limando esas aristas del ideal aspirante que jamás se
consuma. A ver )quien da más?
Cruza por estas páginas la luz melada, como las uvas
de color albillo, que sólo tienen las tardes de Segovia, el cura don Frutos
desterrado a un pueblo de la sierra, jugando al ajedrez en un cuarto de estar
bañado por los celajes del crepúsculo. Se escucha el repicar cristalino de las
campanas, verdadera sinfonía eclesial que ponían contrapunto de tristeza y de
tranquilidad a la vez, y uno se topa por doquier con el perfil augusto y
funeral del monte de la Mujer muerta, túmulo encantado, las manos cruzadas
sobre el brial, más allá del Cerro Matabueyes, entre sabinares y retamas, que
alterna las tonalidades a lo largo del año con matices que van desde el verde
oscuro al pardo otoñal y al blanco de los horizontes nevados de enero a marzo.
Pasan los cadetes en traje de paseo o el de gala.
Estos cuentos tienen algo de sinfonía pastoral, ese
tono entre resignación y austera bondad que oculta en pequeñas cantidades una
poción de sorna y de incredulidad del temple de mi ciudad, tan acostumbrada a
ver pasar al mundo de largo, con una historia de mucha tralla por detrás, y
heridas de carácter religioso o social que es mejor no revolver si se quiere
seguir adelante. Y esa ignorancia, que encontró Machado en la Castilla ayer
dominadora, y hoy más ignorante que sumisa, con caciques a partes iguales -
cerriles y liberales, pero los dos temibles-, curas con balandrán por todas
partes, y beatas tocadas con rodete o gargantilla, si eran marquesas, como
aquella doña Patro a la cual vi morir en el hospital de la Misericordia en el
pabellón de pago.
Hay instantes a lo largo de algunos tramos en que he
pegado un respingo de emoción por encontrarme con el niño que fui desde la
vehemencia evocadora de algunas palabras. Garrafatina, boniato y báratro. El
báratro era el lugar adonde iban a parar las almas de los condenados después de
ser pesados en la romana por el arcángel Miguel. Segovia, ciudad en la cumbre,
tuvo mucho más de infierno que de paraíso, pero todo aquello ya parece
sobreseído y olvidado. Me temo que aquel mundo que soñamos y padecimos no
interesa a nadie ya, ni a los propios nativos entregados a un quehacer
incesante de legrado de memoria. Si no nos reconocemos a nosotros mismos ante
el espejo del ayer, buena gana de hacer el tonto. No ha lugar a especular.
13 de julio de 2000