lunes, 04 de mayo de 2020
Vamos y venimos. No somos nadie y ,menos en tiempos de peste. La llaman la Pequinesa porque es un regalo envenenado de los chinitos y yo soy Polendos, Medel Polendos Juarrillos para servirles y me acab an de dar de alta del hospital. Ví la luz al otro lado del tunel y estuve a un paso de la eternidad pero una señora misericordiosa, mujer de luz, me acogió en su regazo, volví a sentir las caricias maternales, era Ella mi madre celeste, y regresé a la vida. Yo flotaba sobre la cama del hospital, me vi salir por la ventana y cabalgaba en una nube y no hacía caso a la enfermera que angustiada me llamaba por mi nombre Medel ven acá y yo le dije ya soy viejo, querida enfermerita, he vivido bastante, cariño. No importa si esta noche es la última. Vino un camillero y me ataron a la cama. Me suministraron una droga gruesa casi como una manzana color mazarrón que amargaba y casi me ahogaba, no pasaba el aire por el diafragma empecé a expulsar bilis negra me iba por arriba y por abajo, bajó la fiebre y a la mañana estaba sentado en la cama rezando el rosario. Es de lo que me acuerdo: mis imágenes de lo vivido aquella noche pasado en los dolores de la crucifixión son confusas . Tengo una sensación vesicante del rostro de aquella monjita que se me acercó vestida de un blanco manto y un sayal pardo su expresión era muy dulce. Las enfermeras que me cuidaban tres ecuatorianas y una almeriense que no le dio importancia a la cagalera que me entró de repente, una navaja me perforó las tripas salió sangre fecal toda negra:
─No tiene importancia con tal que te cures, hijo.
Me entró mucha desazón aquella noche. No sólo creía que era el termino de mi existencia sino que también veía el final de los tiempos. Todo el mundo al valle de Josafat. Escuché el sonido de la trompeta del juicio final.
─No es posible que esto se acabe. La profecía dice que antes se tendrán que reconciliar los cristianos y con los judíos y que las tres religiones únicas hubiesen convivido un tiempo en hermandad.
─Esos son cuentos chinos que se inventan los popes─ dijo un diablo que estaba a la cabecera de la cama dispuesto a llevarme consigo a las calderas en cuanto yo exhalara el último suspiro.
Había muerte y angustia y las radios y las teles no cesaban de proferir calamidades. Los periodistas y las chicas de la tele también se habían hecho apocalípticos. Profetizaban un baño de sangre. El Trampas un hombre muy poderoso residente en la Gran Mampara (decían que él era el que había puesto en circulación el desastroso miasma que atacaba a los pulmones provocaba cagaleras y en ultima instancia apneas y faltas de respiración) se flotaba las manos. Convocó a sus asesores y les informó de que el remedio surtió efecto
─Había demasiada gente en el mundo más de siete mil millones. Buen procedimiento de diezmar población sin recurrir a la bomba atómica.
Un fraile del barrio franciscano vino a verme a la mañana siguiente para darme la extremaunción y yo le dije que naranjas de la china hoy no me muero de ninguna de las maneras:
─Yo, padre, no necesito viáticos administrado por gente tan chaquetera e hipócrita como ustedes los católicos, sois los aliados del maligno. Me hicisteis los curas mucho daño en mi vida y no os perdonaré en la hora de la muerte. Que os perdone Dios. Sois gente mala y artera.
─Mira, hijo─ exclamó amenazante─ vas a morir sin confesión. Irás al infierno de cabeza.
─Allí estaré calentito, fray Enebro.
Me sentí orgulloso de haberle dado calabazas a este confesor. Cuando marchó, apreté mi crucifijo que siempre llevo entre los dedos y vi a la monja benefactora sonreírme al final del corredor. Recé entonces el yo pecador.
La pandemia había llegado sin avisar como un ciclón. Todo el globo se vio infectado. Hispania peccatrix. Sí, nos lo merecemos. Castigo de dios El gran Perico llamó al Coletas y declaró el estado de excepción. Era una encerrona. Nadie podía salir de la habitación. A mi se me confinó en mi casa. Todo el personal del hospital se sentía fascinado por mi pronta recuperación y cuando abandoné la crujía salí a hombros como un torero en tarde triunfal. Afuera la brisa jugaba con las hojas de los castaños que acababan de brotar. Del monte de las Machotas circulaban nubes preñadas de lluvia. Un aguacero estaba a punto de descargar sobre los muros cíclopes del Escorial inescrutables como siempre. No había trafico en la carretera, Madrid parecía una ciudad fantasma. Las campanas de las iglesias convocaban a la sextaferia del perdón
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