TORRE CARCHENA
A Torre Carchena la llamábamos la
“Alcuza” o aceitera por su aspecto de embudo en lo alto de un
pináculo. Era tan empinada que allí nunca anidaron las cigüeñas.
A través de las paginas La Segovia de Ayer voy al encuentro
de mi infancia perdida. Este libro es mágico. Constituye todo un
acontecimiento de segovianía.
Me doy un voltio por el corral de los
huesos emplazamiento del osario judío, visité las tumbas visigodas
de santos impensables como San Briz y san Medel, bebía de los caños
de la fuente del obispo Geroteo entre la Base Mixta y el Regimiento
de Artillería. Anduve por el corralillo de san Sebastián en el
Postigo del Consuelo donde había una alberca construcción romana al
final de la huerta del seminario. ¿Adónde estarán las piedras
sagradas de aquel aljibe?
Hice novillos las tardes de primavera
cuando iba con los de mi cuadrilla a los álamos del campillo. Y al
regresar a casa mi padre me zurraba la badana.
—Vaya con mi Antoñito. ¿Conque
haciendo la rabona? Eh
—Yo no quería, papá, pero el
hijo del teniente Recellado el que me lo dijo eso de hacer chotos.
—Pues para que otro jueves no te
fumes la clase, vas a cenar hoy correa de cuero y cintaditas
—Ay, ay
Vi regresar con cara de cansancio a
aquellas monjillas que venían de velar a un enfermo cuando nosotros
nos íbamos a acostar después de una noche de farra por las fiestas
de San Juan.
Eran las Esclavas, y anduve por los
hospitales de la Misericordia, el de los Coléricos que había por
entonces un buen golpe dellos. Es la provincia de los médicos y los
boticarios.
Me he tomado un cuartillo de clarete
con torreznos en el mesón del Vizcaíno ¡qué ricos! El día de
santo Matías cuando las noches igualan a los días y honraban a su
patrón los perailes a 24 de febrero con buenos meneos al jarro y me
ido a la romería de santa Ana el 26 de julio con los zapateros. No
falté a misa mayor el Día de san Homobono. Este santo bendito
tenía la jurisdicción sobre los sastres y de sastres no anduvimos
escasos en Segovia, que Quevedo les taimaba: “sastres vienen al
infierno vamos”.
En fin, me fui a las verbenas de
verano en los jardincillos de san Roque donde me fumé mi primer
mataquintos en mala hora soy incapaz de dejar el vicio.
Allí había un hospital que llamaban
de la sabana blanca regentado por los hermanos de san Juan, le
curaban al vapor con sabanas muy calientes. En la villa y tierra al
glorioso san roque peregrino se le tuvo gran devoción, por lo de las
bubas. “Arrímate niña que soy san Roque que si viene la peste que
no te toque” subrayaba un picarón aire de jota popular.
Avisté en la dehesa boyal legada por
el rey nuestro señor enrique IV concentración de tratantes y
muleteros de Cantalejo que se concentraban en la explanada por las
fiestas de san pedro. Me entero que los frailes hospitalarios tenían
una casa de acogida de peregrinos cerca de la Vera Cruz.
El Temple estuvo arraigado en la
ciudad, dominaban las sabidurías agnósticas y conocían la
rotundidad del octágono 6+1=7, que viene a ser la magia del número
áureo, el Siete. O la plenitud. Excelso numero que nos lleva al
paraíso.
No sabía que el bendito san Juan de
Dios fue un soldado sin fortuna que volvió perniquebrado de las
guerras de Flandes, puso una papelería en Gibraltar que no dio
resultado y andaba vendiendo libros religiosos por Andalucía. Pasó
mucho hambre, se metió a fraile, fundó una orden y eso sí que
resultaría, le llevó a este veterano militar portugués a los
altares.
Segovia siempre ha tenido una buena
relación con el arte de curar, había buenos físicos judíos y
herbolarios como Andrés Laguna padre de la hispana farmacopea.
Aparte del hospital del mal francés
había el hospital de san Antón que curaba el fuego sacro. De este
santo fuimos los segovianos muy devotos, su fiesta del 17 enero nunca
pasó desapercibida. Había tres aras que le fueron dedicadas al
anacoreta anatólico, nos informa e profesor Costa Arribas.
Torre Carchena, otro sitio
emblemático ¿de donde vendría ese nombre? Seguro que de la carda.
La carda es cárdena. A los perailes se les clavaba el huso entre las
manos y aparecían con los dedos cárdenos Segovia siempre llevó la
fama y cardó la lana. Estuve siete años bajo la sombra de esa torre
ensimismada y no sabía cómo se llamaba. Llamábamos la Aceitera
pero su verdadero nombre es Carchena.
Yo vi durante una tormenta de verano
cómo por el conducto de cobre del cable tierra bajaban las centellas
un día de san Pedro que hubo una tormenta. Echaban chispas los
pararrayos.
Con la riada se anegó la huerta.
Llovieron piedras del tamaño de un huevo. Quebraron los vidrios y se
rompían las ventanas de los balcones del Mayor. Todos encendíamos
una vela a santa Bárbara y recitábamos la oración de san
Bartolomé.
JM Costa Arribas en su “Segovia
olvidada” escribe que la Carchena se derrumbó. ¿Fue sustituida
por ese capitel de ladrillo visto, cubierta de pizarra y es ahora esa
espira de lajas que da una prestancia inconfundible al skyline de la
urbe romana?
La espadaña de la Carchena arrulló
muchos de nuestros sueños adolescentes de grandeza en aquel colegio
donde había tantos jóvenes soñadores y poetas, poseídos de
altruismo; unos partieron a misiones a predicar el evangelio a lueñes
tierras, otros se transformaron en catedráticos médicos economistas
magistrados y otros se quedaron en humildes curas de misa y olla. Y
otros, pecadores, nos echamos al surco. De vez en cuando viene bien
una canita al aire o tumbarse a la bartola.
La Alcuza guarda muchos secretos
nuestros, daba albergue a los tránsitos por donde paseábamos y
rezábamos y era el techo de nuestras celdas. La torre herida por el
rayo surge de nuevo su aguja enhiesta en desafío al escalpelo de las
décadas.
El enlosado de granito abajo donde se
estampaban las centellas y los rayos de las tormentas; era donde
teníamos la biblioteca, y yo leí los primeros libros en aquella
biblioteca de los PP Jesuitas; recuerdo un tomo de Luis Rosales y la
Historia Universal de Cantú entre sus vitrinas.
El patio del claustro resiste rodado
por las luces y las aguas puras de Segovia.
En cuanto al convento
de doctrinos, yo mismo vi en 1961 cómo los dientes de una
excavadora, ariete lúgubre, derribaban la capilla barroca donde se
decía misa en tiempos de ejercicios espirituales cuando venían
todos los curas de la diócesis y no había altares suficientes.
Los que no tenían
altar iban a consagrar a los Doctrinos. Cuyo edificio se comunicaba
con el seminario por un pasadizo secreto que otro y yo descubrimos.
En Los doctrinos vivían
las monjas carboneras fundadas por don Julián García Hernando y el
obispo Pérez Platero.
Una de las novicias era
la hermana de Onésimo Monje un alumno de Martín Muñoz de las
Posadas que luego se graduaría como radiólogo en La Paz. Fue la
primera desbandada. Las carboneras se desperdigaron y ocurrió lo Que
cuenta Costa en este libro crisis de vocaciones, los frailes morían
de viejos los noviciados cerraban y los últimos profesos morían, no
hay relevo. ¿Decadencia o que variaron el rumbo los nuevos tiempos?
Me asalta un
sentimiento lúgubre con la lectura de esta Segovia olvidada. Miré
los muros de la patria mía. Pero esta es la historia.
Gracias al amor a la
tradición y al apego al terruño, sentimiento innato entre nosotros,
estas moles de la arquitectura religiosa, fundaciones para dar gloria
a Dios o para convertirse en centros escolásticos, algunos se
salvaron de la piqueta, pero otros no pudieron evitar la ruina
convirtiéndose en carbonerías, hospitales militares, o en
bailongos, casas de arrecogidas como las oblatas, cuando no, en
simple muladares.
Mucho hizo a favor del
legado arquitectónico el marqués de Lozoya. En Segovia no se
quemaron iglesias durante la guerra pero sufrieron el flagelo
napoleónico (Santa Columba, san Quirce, san Román) ni tampoco el
núcleo urbano sufrió los desmanes de los ensanches decimonónicos
que acabaron con los recintos amurallados en las ciudades
industriales.
Sin embargo, el
inventario de cerca de un centenar de edificios dedicados al culto
divino habla del carácter, místico de nuestra ciudad alta de
castillos y tan torreada que parece una escalera de Jacob al pie de
la sierra, y la importancia que tuvo el fervor religioso.
Estas construcciones
fueron erigidas mediante donaciones particulares o populares y en
ellas se plasma el fervor de los de abajo. No creo que hubiese ningún
obispo arrimando material o picando piedra.
Las catedrales
son la expresión del aliento de una fe y del sudor y el trabajo de
hombres y mujeres sencillos. La popularidad de la devotio
hacia san Francisco tiene por exponente que aquí hubo dos conventos
de franciscanos el uno de observantes y el otro de conventuales. Otro
de capuchinos y tres conventos de clarisas. El rey Enrique IV era muy
devoto de san Antonio y el monasterio que mandó construir sigue
funcionando en la actualidad. Los otros franciscanos cerraron pero se
conserva la ermita de san Antonio el Grande en Hontoria. Allí por
aquellos montes solitarios donde el monarca ultimo de los Trastamaras
iba a cazar
continuará