VIVA CÓRDOBA
Antonio Parra
En Córdoba, lejana y sola, pero no tan sola pues siempre anduvo por mi
corazón, picas medio metro y te sale un dios romano, con barbas y cabellera
alborotada, un idolillo, la cabeza de un patricio, la toga de un tribuno de la
plebe o una Asanta@ que no es otra que Palas Atenea o la Magna
Máter. Neptuno que recuerda a Jesús andando sobre las olas o la cidaria de un
arúspice que hace pensar en la mitra de un obispo con ínfulas y todo. Son las
raíces de nuestro ser y nuestro estar. La patria de Séneca y de Lucano fue la
cabeza de puente de una civilización que se sumó a la apoteosis del
cristianismo bajo los visigodos. Siempre he creído que Córdoba, la Roma de
Occidente, fue mucho más cristiana que mora. En sus raíces milenarias los musulmanes
conquistadores y como todos los beduinos copistas y calígrafos excelentes en
escritura cuneiforme, asimilaron haciendo suyas la sabiduría grecolatina. Con
tales bagajes asentaron el esplendor califal. No fueron lo que se dice una
etnia creadora, pues hasta su religión es un amasijo de creencias mosaicas y
cristianas. El maestro de Mahoma fueron un rabino y un sacerdote nestoriano que
profesaba la iconoclasia. Luego se casó con la viuda de un rico camellero e
hizo su primera hégira.
Pero los llamados baños árabes
no son sino las termas romanas, lo mismo que la bóveda, el arco de medio punto
que lo convierten en el de herradura y la columna o el papel para escribir que
trajeron de sus incursiones en Manchuria. No estoy haciendo otra cosa que
desmitificar bulos con datos ciertos constatados por la historiografía. Sin
embargo, y aunque nos vuelvan a llamar rumíes, los españoles tenemos que
aprender árabe y un poco más de teología católica ante la que se nos viene
encima. Un poco de paleografía tampoco nos vendría mal.
-Mira pero quién es ese santo Cristo.
-Que no es Jesús, Juanita- terció mi tía- el de la melena alborotada.
Es san Bartolomé.
-No hay tal, mamá. Es Neptuno que doma las aguas y los vientos - le
explico a mi madrecita que la pobre no entiende de estas cosas y lleva el bolso
atestado de estampas y de vírgenes de la consolación, lo mismo que mi tía
Rosarito que se pasa la jubilación y su viudez rezando por todos y a todas
horas en misa, después de una vida de dura brega, porque Franco no trató con demasiada
condescendencia a los que fueron sus vasallos y le ayudaron a ganar la guerra
que tanta sangre costó, en contra del cliché vindicatorio de estos tiempos
cuando se trata de remover las discordias inciviles de nuestro pasado; sólo les
dejó un buen pasar. Gente del campo con una vida de mucha estrechez y que
apenas fueron a la escuela. Así engordaron las filas clases medias, caballo de
batalla de la democracia y de la reconciliación y de este progreso económico y
ese aura de riqueza que nos acoge. En cierta manera eso se lo debemos al
esfuerzo de todos estos que tanto trabajaron y hoy son clases pasivas. Si
volviéramos a aquella España de pobres y ricos y de discriminaciones entre
hombres y mujeres, agravios comparativos y todo aquel aire cainita que desparecieron
con la llegada del Seiscientos, el desarrollo económico, la motorización, el
pisito y el pluriempleo, volveríamos a las andadas. Mejor no meneallo. Dejemos
que el mundo vaya adelante.
Soy hombre de muchas meditaciones y estas sugerencias me brotan al
hilo de mi último viaje a la Ciudad de los Califas a la que no volvía desde el
año 69 cuando anduve metido en faena de reporteros y de retrateros y el
Cordobés nos invitó a Juan Santiso y a mí a su finca de Villalobillos. Quería
mostrarnos los bidés que había puesto en los dormitorios de sus aparceros que le recogían la aceituna. Para el diestro,
que había sobrevivido a una infancia de pobreza y robaba gallinas para
subsistir, semejante innovación representaba un hito en la mejora de las
conquistas sociales. Cierto. El contar
con inodoros que sustituyan a la palangana y al orinal son inventos que
alteraron la faz de la tierra. Toda una conquista social precisamente en el año
que el hombre ponía por primera vez los pies en la luna.
-Ponga uzté ezo, amigo, con letras muy gordas, en el Areportae@. Mis
quinteros ya pueden lavarse en un bidé- nos dijo Manuel Benítez.
El campo andaluz había dado un paso al frente cuando las jornaleras
dejaron de oler a montuno y limpiarse con una teja. Mucha manzanilla en aquel
viaje y una visita impresionante al Cristo de los Faroles que a Juan que, como
buen gallego y algo supersticioso se tentaba la ropa y estaba viendolas venir
las meigas, nos dejó el alma hecho un higo. En cada rincón de la ciudad donde
las iglesias fernandinas ostentan en la torre la forma de un antiguo alminar es
bastión de una fe vieja que hay que sacar a la calle y que Andalucía tiene a
bien demostrar cada año vestida de nazarena. Eso está bien. A eso se llama dar
testimonios aunque algún listo locutor de nuestro revolcadero televisivo se
haya mofado de la fiesta de la Invención de la Cruz, que todavía se guarda en
muchas ciudades andaluzas como la Cruz de Mayo con palabras tan necias como
insolentes y descreídas.
Córdoba. Manolete. Y aquella frase del torero que fue el novio de la
España de la posguerra, uno de nuestros primeros mitos: Amás cornadas da el hambre. Ea@
Visitamos su tumba y la efigie
yacente arropada con su capote de brega muestra al maestro del arte del toreo
tal cual era. No está muerto sino parece que se echa una siesta de mármol
debajo de los arrayanes y a punto de levantarse para rematarle la faena al AIslero@, toro
fatídico de aquella tarde. No estuvo bien aquello. Fue una cogida tonta. Haría
falta el desquite.
-Digo.
Estamos ante los maravillosos mosaicos que se exhiben en el Alcázar de
los Reyes. Ciertamente, ese rostro del
dios Océano, agitado por un viento que sopla eternamente movido por la fuerza
del espíritu se parece un poco a Jesús de Nazaret, tal y conforme nos lo
representa nuestra iconografía. Hasta eligió para su representación el pez
eucarístico y las olas sobre las que navega la Barca del Pescador. Roma, madre
de pueblos, pero Córdoba se disputa con Granada el título de abuela de las
Españas. Fue en ellos donde florecieron las primeras cristiandades y eso se
nota.
El turbante del califa Abderramán III queda velado en mi memoria por
la aureola de los mártires que, capitaneados por san Pelayo de Tuy, aquel
galleguiño de ojos azules y rubios cabellos, sobrino del obispo de Oviedo que
fue hecho prisionero tras una algara y, conducido a la medina, intentó violarlo
la soldadesca del serrallo. Él prefirió la muerte a consentir y su cadáver fue
arrojado al Guadalquivir. La fiesta de
san Pelagio, santico mozárabe, lo celebra la liturgia romana el 26 de junio. El
príncipe de las tinieblas se las ha ingeniado para hacer coincidir el glorioso
transito de este santo niño con la fiesta del Orgullo Homosexual. Saquen
ustedes sus propias consecuencias al respecto.
Pelayo de Córdoba fue el primero de una gloriosa pléyade de
bienaventurados que dieron testimonio con su sangre de la fe en el Cordero
Manso. Fueron tantos como en la persecución de Nerón. Fueron innumerables. De
tal manera que en el siglo X se puso de moda en todas las cristiandades del
orbe, refiere el P. Flórez, Córdoba como final del camino y objetivo de peregrinación.
Viajaban hasta ella desde Jerusalén, desde Alemania y Britania, para ganar la
palma del martirio y, de paso, el ingreso ipso facto en el paraíso.
Murieron tantos que las aguas del Río Guadalquivir durante semanas
enteras bajaron tintas en sangre, lo que dice poco en pro de la tan aireada
tolerancia muslímica hacia otros credos. El círculo de monasterios que
estrechaba su cerco de fervor en torno a la ciudad fueron todos arrasadas. Eran
siete u ocho. Lo mismo que las iglesias visigóticas y todas las basílicas
cristianas. Sólo quedaron algunas ermitas desperdigadas por la serranía aunque
el culto cristiano siguió teniendo lugar, siquiera en casas particulares, hasta
bien entrado el siglo XIII.
Gracias a ellos seguimos siendo mozárabes. La sangre de los mártires
es semilla de cristianos y eso se detecta nada más llegar a la ciudad que cantó
Góngora con versos inmortales y donde en varios barrios del centro y del
extrarradio se yergue victoriosa la efigie del arcángel san Rafael patrono de
sus cerca de medio millón de moradores. Para explicarse todo ese milagro de las
procesiones semanasanteras hay que retrotraerse a ese alma visigótica, injerta
en el judaísmo y en el islam de los cristianos nuevos pero que entronca con las
manifestaciones de la vieja solemnidad pagana. Andalucía, tierra de vándalos,
tiene una estirpe africana que entiende perfectamente a Mahoma pero que se
resiste a ser morisca aunque haya asimilado buena parte de los ancestrales
atavismos: el cante jondo, el culto a la reja, el fatalismo, el porte señorial
y hospitalario del desierto o la faca que es un reducto de la cimitarra, la
guarda de la hembra.
Siento cierta tristeza cuando el guía con el que giramos visita a la
Mezquita acusa a los regidores de la ciudad de dolo, poniendo en boca del
emperador palabras que éste nunca pudo
`pronunciar expresando su disgusto por la reconversión del templo islámico en
iglesia catedral. Hay que decir que gracias a tales reformas el templo fue
preservado sin atentar para nada contra su estructura. Fue respetado el mizrav
de las abluciones y quedó esa maravilla de los intercolumnios de jaspe que hoy
maravillan al visitante. Justo en el centro se instaló el sitio del culto
católico bajo una bóveda triunfal que da acogida a una de las sillerías corales
más hermosas de toda la cristiandad toda ella de caoba. Me emociona un poco el
pensar que Góngora que fue un beneficiado tibio aunque decoroso (resulta que
tuvo que pagar algunas multas por sus faltas de asistencia al cabildo) cantó
vísperas detrás de esa reja y reclinó sus augustas posaderas de vate oficial
sobre las misericordias historiadas del respaldo sitial. El vate fue sin duda
el poeta mayor que hemos tenido en castellano.
El vano abierto en la techumbre hacia 1530 y que costó no pocas
discusiones - en Castilla por aquel entonces la gente siempre andaba metida en
pleitos que es una de las aficiones o malas inclinaciones de los cristianos
viejos- da claridad al recinto que es bastante oscuro por lo que no pueden ser
apreciados en su totalidad los arcos de herradura policromos.
Somos un país pendular y hemos pasado de la islamofobia a la
islamofilia en menos que se persigna un cura loco. Hombre, ni tanto ni tan
calvo. Ahora resulta que los moros son los buenos y los cristianos los malos.
No hay más que echar un vistazo a la prensa o contemplar cómo en la televisión
cuentan la película tergiversando los hechos. Es una constante que hemos
observado en nuestras excursiones a Extremadura, Galicia o al mismo Valladolid.
Los cicerones se despachan a su gusto contra Santiago Matamoros y su cuadrilla,
ponen verdes a los curas, danles caña a los obispos y ponen a caer de un burro
a Isabel y Fernando el regio matrimonio que fraguó nuestra unidad nacional. Y
nada se diga cuando viajamos a Cuenca donde estuvieron las mazmorras del Santo
Oficio. Esto debe de obedecer a consignas desde arriba y a una verdadera
campaña cristofóbica e hispanofóbica. Las visitas guiadas debieran ser
conducidas por gente con un poco más altura y con un bagaje de conocimientos
mayor, no por estudiantes aficionados o por amas de casa en paro. No se puede
jugar al chito con nuestra historia así como así. Ni clavarnos el aguijón con
tanta vehemencia o auto inculparnos y de qué manera. Como sólo sabemos hacer
los españoles de los que la mayor parte están en Babia y desconocen la grandeza
y trascendencia de su propio país.
Yo escribiría una carta de protesta a la alcaldesa de verbo rotunda y
de palabra fluida, doña Rosa Aguilar, una crisóstoma, un pico de oro cuando
habla por la radio y a la que da gusto escuchar por la radio aunque no diga
nada. Y que, además, tiene cara de monja. Es una señora de ideas muy
respetables como las de don Julio Anguita, una excelente persona y un hombre de
mi generación, que respeto pero no comparto.
-Señora, esa catedral en medio de la mezquita, una de las más
grandiosa del islam, no es un pegote arquitectónico, sino un exponente de
nuestra capacidad universal y no hay por qué devolverselo a los musulmanes. No
tenga usted miedo. No sé si es usted católica, igual no. Pero el nuevo papa no
se cansa de repetirnoslo. No tengáis miedo. Ni España tiene por qué
avergonzarse de su historia.
El pasado puente fue el tercer viaje que he hecho a Córdoba. El
primero fue en el año 65 acompañando a mi padre que bajó a darle un abrazo a su
hermano Manahén (nadie nos tache de antisemitas. Otro se llamaba Benjamín) que
se moría a chorros en el cuartel de la Victoria después de una vida de servicio
y de haber llevado con orgullo y con gran sentido del cumplimiento del deber el
uniforme del Duque de Ahumada y de servicio a España. Mis dos primos hermanos
son también de la Benemérita, muy queridos y honrados dentro del Cuerpo lo
mismo que mi prima Charín que ayuda a traer españolitos al mundo en la sala de
maternales de uno de los hospitales de la ciudad. Si sabré bien lo que es el
espíritu de servicio de la Guardia Civil. Por eso me duelen las campañas que se
orquestan contra ellas a costa de que haya podido haber algún que otro garbanzo
negro. Sin su concurso, con su entrega,
sus largas horas con el chopo a cuestas, sus largas vigilias para tan poco
sueño y tan poca paga, no hubiera sido posible la democracia en este país. El
instituto, al que admiran los propios
israelíes, que cuentan con el mejor sistema de seguridad y los mejores servicios
secretos del planeta, sigue teniendo el paso corto, la vista larga y ojo al
cristo que es de plata. Lean sino Cuerda de Presos de Tomás
Salvador, el mejor canto al benemérito instituto que se haya podido escribir en
castellano.
Córdoba hoy nada tiene que ver con aquella otra ciudad que conocí hace
poco menos de medio siglo. Es una ciudad próspera, hecha un poco a la medida
del hombre, y donde la gente vive bien. Sigue teniendo ese encanto de sus rúas
del laberinto del barrio judío y el señorío de sus gentes, esa cordialidad grave y exacta que brilla en los versos de
Luis de Góngora y Agorte. Regreso contento y lleno de esperanza. Empapado de
mozarabía. He visitado a gente de mi sangre. Ay amigo. La comunión de los
santos que nos impulsa. El carisma de los mártires que nos refresca el rostro
como viento leve.
5 de mayo de 2005