BECQUER VIAJA A VERUELA
Bécquer en el monasterio de Veruela
Un día de la primavera de 1863 tomé en la estación de Delicias el tren de
Ariza. Aragón era un vergel. El ruiseñor cantor anidaba entre las ramas
de los piescales a los que la primavera había vestido con la purpura
cardenalicia.
Nuestro
vagón iba atestado de baturros calzón de media anqueta el cachirulo de yerbas
en la frente. Y de peregrinos madrileños que iban al Pilar por promesa.
Sonaban
aires de jota en el siguiente vagón del convoy donde una batería de artilleros
marchaba camino del frente del MAESTRAZGO. Iba a luchar contra los facciosos de
Zumalacárregui y sus bandas carlistas.
En
nuestro compartimento un cura rezaba el breviario o hacía
que farfullaba preces en latín, terciado
el balandrán, los ojos puestos sobre una moza que acababa de entrar en el
compartimento llevando una inmensa cesta de huevos a la cadera.
La teja del cura o gorro eclesiástico
ocupaba buena parte del testel de equipaje.
Descendió al anden en Agreda donde
era esperado por el sacristán de su parroquia, y una oronda maña con el
garbo de la tierra en los andares de las hembras aragonesas y una monaguillo
que era tan parecido a él que los ingleses dirían que era su spitting image.
seguro que aquel cura era su padre,
Un
joven sevillano estaba en frente de mí; ojos ardientes melena y perilla se
sentaba en el rincón de la ventanilla no podían ser sus ojos más soñadores. Era
Gustavo Adolfo Bécquer. No habló en todo el trayecto, miraba el paisaje.
De vez en cuando sacaba un prontuario que escondía entre su manta de viaje y
apuntaba alguna palabra o una frase feliz alguna ocurrencia de sus compañeros
de ruta.
No pude
distinguir el tenor de aquellas notas pero observé que pintaba en su cuaderno
de campo el rostro del cura, la cabeza romana del labrador del cachirulo y
fuertes pantorrillas o la figura esbelta de la joven que nos dijo ser esposa de
un militar de Zaragoza.
Cuando
le ofrecieron beber vino de la tierra lo desdeñó con mucha elegancia. Luego
supimos que aquel joven de aspecto tan señorial y elegante marchaba a un
balneario de Borja a tomar las aguas termales.
Luego
cayó en lánguido mutismo soportando las cuchufletas de los acompañantes las torvas
miradas del cura y las agresividades de un seminarista de Zaragoza que plantaba
su pierna indecorosamente al lado de la lady pues la mujer del militar era
inglesa. Tampoco se quejó de los baches y las incomodidades de la tartana
por camino de herradura, que hubimos de tomar en Tudela.
Veinte
leguas en carne mortal hasta Cariñena pero al fin llegamos con el cuerpo
dolorido a causa del traqueteo, los reniegos y blasfemias del delantero y
hartos del cante y del vino áspero de Cariñena que dicen que es garantía de
salud y resucita a los muertos.
El
poeta tosía con frecuencia. Acaso era este el motivo de su tristeza el de su
precaria salud. Posamos en una fonda de la capital del Somontano y al día
siguiente, de amanecida, enganchamos la riata de la posta (seis pares de mulas,
un arriero que ya de madrugada se había tomado sus traguillos de aguardiente) y
recorrimos las siete leguas que separan dicha población de Veruela.
El
lugar es un recóndito paraíso escondido en un fértil valle entre montañas donde
se alza uno de los primeros conventos cistercienses edificado en el siglo XII
por el conde don PEDRO ATARES y dedicado a la Virgen María
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