CHEJOV INSUPERABLE
"La
sala numero seis"
Nuestro destino no está escrito en las estrellas como
creían los clásicos. Guardan los designios particulares y generales de la
humanidad algunos libros que son más proféticos que los del VT. En sus páginas
alienta una pulsión divina a pesar de no estar registrados en la Biblia. Este
es el caso de Antón Chejov. He vuelito a releer en una noche de fiebre y de
gripe “La sala número seis” y al acabar sus menos de cien páginas al amanecer
lo he girado sobre la almohada en medio del desaliento. He visto reflejado en
sus 19 capítulos la película de mi existencia: el joven ardoroso que se iba a
comer el mundo, el aprendiz de escritor que se fue a Londres, Paris, NY, que
amaba la ciencia, el arte, la belleza y a la humanidad que confiaba en la
redención del ser humano, que vivió encastillado en su torre de marfil leyendo
libros y más libros que atesoraba desde su juventud y los tenía catalogados y
numerados en el sancta sanctorum de su biblioteca. Un hombre al tanto y al
corriente de las nuevas ideas suscritos a revistas de vanguardia que cree en la
buena fe de sus semejantes pero pronto se da cuenta de que es un mirlo blanco,
una rara avis, que tuvo amoríos apasionantes y maravillosos pero que termina
casándose con una mujer vulgar, y vive cercado de ramplonería, de zoología, de
egoísmo, de esa violencia que siempre genera la política manejada por intereses
rastreros y engañosos. ¿Quién puedo ser yo el doctor Raguin al que sus deseos
de mejorar a la condición humana le volvió un incomprendido y al final acabó
loco? ¿El sombrerero judío que perdió la razón una noche en que se le incendió
su tienda y al que maltrata el guardia de seguridad-conserje-lacayo de la
autoridad el bruto de Nilkita? ¿Soy el enfermo Gromov que vive preocupado por
el tema de la inmortalidad? O soy el usurpador: el sustituto, el trepa el que
le quita la plaza al pobre Raguin acusándole de haber perdido el juicio. Chejov
traza en estos cuadros un esquema a vuelapluma de la Rusia finisecular y decimonónica
pero su diagnóstico es valedero no sólo para aquel país sino para los hombres
de todos los tiempos y latitudes. El eximo protagonista de este librito tuvo
vocación al sacerdocio pero por mandato paterno ha de abrazar la carrera de
medicina. Creo que es el libro más biográfico del autor del “Jardín de los Cerezos”. Su padre,
diacono era chantre en una parroquia de provincias y quería que su primogénito
pudiera desempañarse en una carrera más lucrativa que la eclesiástica para
poder así contribuir a la manutención de la familia, cosa que cumplió Antón
hasta la extenuación porque para pagar los gastos de la numerosa prole escribió
tanto que murió a los 44 años. Un articulo, un cuento no pagaba la comida pero
subvenía los gastos y una obra de teatro ayudaba a alquilar la casa durante un
mes. En toda la prosa de Chejov perdura, sin embargo, esa majestuosidad, ese
tempo, rodeado de grandeza y de sencillez ( v e l i c h a ñ i e) de la liturgia bizantina. Es como algo mágico.
Sin embargo, en este libro se nos muestra como un perfecto forense haciendo una
bisección del alma humana. El eximio médico egresado de la Facultad de Medicina
de Moscú acaba como director de un nosocomio en un rincón perdido de la Rusia
profunda a más de 200 verstas de la estación más próxima del ferrocarril,
rodeado de gentes mezquinas “que se pasaba la vida entre la baraja y las
pequeñas intrigas y chismorreos, sin interesarse por nada y arrastrando una
vida llena de triviliadad… No, nuestro pobre pueblo tiene mala suerte”, exclama
el autor acaso sin ser consciente de que Rusia tiene la suerte de contar con
escritores tan enormes como Chejov que pueden hacer autocrítica de su país y
que la vida en Tula resulta muy parecida a la de Chester, Tucson, México,
Rosario o Zamora y lo que hace grandes y libres a los pueblos es esta capacidad
de denuncia y de reacción. De este modo creo que la literatura rusa recoge el
testigo de la grecolatina para proyectar problemas y tipos universales. Pero
este opúsculo personalmente tuvo su historia. Hace unos meses se lo regalé a un
amigo y el otro día me lo encontré en Riudavets desencuadernado y desfondado
pero con mi nombre. Volvía a mí. Debo de tener por casa algún ejemplar
suplente. No olvidaré que este texto en una edición de la Austral que yo había
adquirido en la Casa del Libro en 1964 me acompañó en la noche triste del
Parque de San Francisco de Oviedo. Yo me venía a casar con una moza y la pobre
no se sintió con fuerzas de aguantarme- ahora la comprendo perfectamente- y
ella renunció al altar un día antes de la boda. Dentro de las paginas guardaba
una imagen de la Virgen Iverskaya, la santa matrona de Moscú y un fotografía
mía de niño rubio con mis padres en la entrega de llaves de una casa en Segovia
acompañados por el coronel Tomé. Esta fotografía la perdía pero la imagen de la
Iverskaya se dibujó en la cima de uno de los robles del parque de San
Francisco. La Virgen consoladora vino a sumarse a mi dolor cuando había sido
abandonado de todos incluso de mis padres, y permitió que, humillado, ofendido y
arruinado, pudiera regresar de nuevo a mi hogar en Londres. Es por esto por lo
que tengo esta historia de Chejov por taumatúrgica reclamo para el humano dolor
y la resurrección. Novela redentorista en que se estudia la barbarie y la
crueldad de las cárceles. . Dijo Quevedo que toda la vida es cárcel. La vida es
cárcel de la muerte. El amor es preso del odio y las instalaciones de la
institución psiquiatrica es alegoría de ese barco prisión y manicomio. “Hay
dentro del recinto del hospital un pabellón rodeado por un bosque de arbustos y
hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada,
y las gradas de la escalera medio podridas. Un paredón gris coronado por una
carda de clavos hacia arriba divide el pabellón del campo que produce a la
vista una triste impresión…” el pabellón de dementes es el barco que nos lleva.
Acaso la vida no sea más que una locura que nos arrastra. Por eso sufren tanto
los hipersensibles, los más conscientes pero Jesús siempre les dirá
“bienaventurados los que aman”.
Hay libros que puso Dios en nuestro camino para que reconozcamos nuestra
estupidez y miseria y “La sala numero
seis” es una de ellas.
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