EL CORRESPONSAL
Por ANTONIO
PARRA GALINDO
Makarios
El patriarca Makarios fue visitante asiduo
aquel verano del número 10 de la calle del Alba léase Downing Street cuando no
era una calle cortada sino el callejón más importante del mundo corazón de un imperio
que fenecía. Donde había un bobi con los zapatos grandes el salacot que le
cuadraba perfecto a su bien entallada testa y la cara picada a la viruela que
le abría la puerta por donde entraban y salían primeros ministros, la
mensajería del Servicio Exterior y Marcia Williams la secretaria del jefe de
gobierno que tenía unas bonitas piernas las más hermosas piernas de Golders
Green. Marcia eficacísima apuntaba las reuniones mítines de la agenda
intensísima de cualquier premier inglés. Fue un verano de lulabys cartas no
respondidas besos por el aire y tiempos de espera. Hacia el parlamento de
Stormont volaban plomas mensajeras. El IRA seguía poniendo bombas. El ministro
de la gobernación William Rees suspendió la autonomía y los protestantes
largaban circulares a la prensa comunicando que se habían establecido somatenes
de autodefensa para bloquear el paso a los barrios católicos. La rueda voltaria
de mi fortuna daba vueltas por el techo de mi esconce mientras Remigio Bermejo
hacía bellaquerías con Linda Barns detrás de la puerta o se hacían el amor a la
perrita en el gran baño etrusco de la vivienda. Ella decía that is nice y él no
paraba de resoplar y de decir palabras inconexas. You naughty boy. Eran espiado
los dos amantes por los dos huéspedes españoles el Mole y Maganto que recogió
una noche que paseaba por Picadilly y le dijeron los dos españoles que no
tenían techo. Venid a casa. Él se compadeció condescendientemente sin darse
cuenta del dictamen del refrán metes un razón en tu cillero y se vuelve amo del
granero. Cría cuervos. Linda se parecía a Marilyn Monroe, tenía unas caderas de
diosa griega aunque un poco gordas las piernas. También sus muslos eran
triunfales. Nunca Bermejo había conocido brotar en sí el salpullido de Cupido
con tanta fuerza. El vecino de arriba al sentir el pimpampum del jergón y el
aullido de los muelles de la cama al compás del deleitoso vaivén de aquellas
noches frenéticas pegaba golpes sobre el muro de panderete.
▬ Hombre ya está bien
Y una ocasión que lo hicieron sin acordarse de
correr la cortina verde del tálamo azul vio como miraban la escena dos voyeurs
agarrados a los espetones de la verja victoriana, eran los del tendido cero
jaleando los lances de una corrida de miuras, aunque disquisiciones aparte no
estaba el verde para pitos ni el alcacer para zampoñas, el vecino de arriba era
un irlandés que había perdido un ojo y el dedo índice de la mano derecha en el
Desembarco de Normandía, se emborraba más de una noche o hacía subir las putas
a su colmado con gran disgusto y severas advertencias de la patrona La señora
Avon pero el veterano fusilero se pasaba por el forro aquellas notas y
prevenciones por debajo de la puerta de la dueña de los jardines de Roland que
no tenía otra cosa que pasarse el día junto a la ventana mirando a la poca
gente que pasaba por la calle. Habitaba la plata noble en compañía de sus dos
gatos de angora una se llamaba Raiman y otro Persia los dos estaban capados y miraban
a su ama darle a la botella. Cada noche tres lingotazos de ginebra. Debió de
ser algo pariente de la Reina Madre porque las dos murieron el mismo día acaban
de cumplir 101 primaveras. Yo desaprobaba la conducta de mi colega dado al
libertinaje de aquel Londres de los años 70 y mira que se lo advertí un día te
van a pegar algo esas mujercillas que traes a casa y que pescas en los
bailongos de la Valbonne. Creo que hasta se estaba enamorando de Linda, su
Marilyn Monroe. Me encogí de hombros. Yo seguía inmerso en mis crónicas y en
mis disquisiciones idiomáticas dejando a ni colega en el furor de sus andanzas.
Algún día se caería del burro. Yo procuraba vivir una vida aseada. Todo por la
patria y todo por la cultura. Por arriba en los ejados de South Kensigton
andaban tordos. Me preocupaba más de Nixon y de su Watergate que todas izas
rabizas y colipoterras de Bermejo por el Soho. Se habían inventado grandes
palabras como paz por territorio, la “detente”, el desarme. Me subyugaba la
fuerza con que se producían los acontecimientos que iban a cambiar la faz del
mundo. Kissinger a golpe de jet encendía por todas partes la llama del fuego
sagrado. Actualmente le han surgido émulos como el canciller ruso Lavrov o el
propio ministro Gargallo aunque el señor Gargallo no les llega a los tacones a estos
dos haciendo de correveidile del Cejas Circunflejas. Muchas tardes después de
dar la crónica me tumbaba sobre el césped de Hyde Park veía las evoluciones de
los parros sobre la superficie del estanque de la serpentina. Eran muy
escandalosas y bravías aquellas ánades. Un día se me figuró al escuchar sus
gritos que estaban graznando los ánsares del Capitolio. Se hablaba del final de
la era Kissinger y su política poco convencional de dirimir conflictos creando
otros suplementarios. El secretario de Estado norteamericano trataba de
convertirse en el nuevo Metternich de nuestra era. En sus conferencias de
prensa yo le escuché referirse con su fuerte deje alemán que arrastra las erres
y las convierten en guturales anunciar ya en 1973 que se auguraba a la caída de
Tito y la descomposición de Yugoslavia una nueva guerra en los Balcanes. Había
dado carpetazo a la guerra de Vietnam pero China era un enigma en su agenda. Se
le veía un tanto mediocre, inseguro pero respaldado por el oculto poder en la
sombra que lleva las riendas del orbe. Había llegado a la política a través de
la historia con una mediana tesis sobre Bismark. Emigró a los Estados Unidos en
los años 40 y regresó incardinado en las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Se le citaba como un profesional del flirt o womanizer. Debió de encontrarse
con aquellas pobres muchachas de la Alemania vencida que se iban a la cama con
un POW por un par de medias de cristal y un paquete de cigarrillos. Me
fascinaba este hombre que mandó bombardear a los vietcongs con napalm para
negociar a retirada del poderoso ejército americano. En el conflicto
grecochipriota como buen judío se mostró de parte de Ankara. La política era
para él una partida de dominó cuando cae la blanca doble las fechas del tablero
se derriban mutuamente unas contra otras. Nixon estaba solo y sin amigos; se
derrumbaba también su imperio ante el estupor e indiferencia de la mayoría
silenciosa. Kissinger le hizo traición. El cuáquero fue vencido por el
ismaelita. El escándalo Watergate con dos reporteros judíos como protagonistas:
Carl Bernestein y Robert Woodward. Esa gente está metida en todos los ajos,
maneja toros los hilos. Se trata de manijeros profesionales, gente muy
política. Pero la corrupción no estaba
aún generalizada ni había saltado a los titulares. Me fui a Irlanda del Norte a
cubrir los disturbios de Newry y me aburrí como una ostra, el adjunto no paraba
de ligar. Me dijo que en Dublín había conocida a una irlandesa maravillosa. Se
pasaron dos noches tocando el arpa gaélica. Este Bermejo no tiene solución.
Estuvieron a punto los paracas británicos de pegarme un tiro en Belfast, el
disparo por poco me afeita la calva, menos mal a que el blindado pegó un bote
en un socavón de Falls Road y desvió la trayectoria. Un milagro de la Virgen
María o de la Madre Teresa de Calcuta a la que fui a entrevistar pues había
abierto una casa de sus monjas del sari en la zona norte del sector católica.
La religiosa tenía un rostro adusto y los ojos muy duros. Pero decían que era
una santa. ¿Qué es una santa? Mañana la van a canonizar, pero yo sigo pensando
que en eso de la santidad la mitad de la mitad. Bien están los satos en los
retablos y ahora hasta la santidad se ha politizado. Las monjas del sari fueron
lanzadas al mundo de la comunicación por un periodista inglés algo marica por
aquel entonces Malcom Mugoridge que dirigía los coloquios religiosos de la BBC
las tardes de domingo y escotado un gran respaldo económico en los Rockefeller
y todos los ricachos del planeta afligidos por su mala conciencia.
Sencillamente no había llegado mi hora pero jamás he visto la muerte tan cerca
como aquel crepúsculo en Belfast.
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