2022-07-26

 

CARLOS II EL H


ECHIZADO Y LOS DEMONIOS

                       DE LA IMPOTENCIA 

 

 

   - 1698: La Inquisición abre causa de procesamiento ante la denuncia de un exorcista asturiano que dijo que una brujas hubieran aojado al monarca con el mal de ligadura.

 

                                                                   por Antonio Parra Galindo

 En 1698 - el número y la cifra resulta fatídico en los anales hispanos - la corte española era un triste semillero de intrigas. Una vez más, el problema venía dado por la esterilidad regia. Ninguno de los dos matrimonios (con María de Orleans fallecida en 1680 y con Ana de Neoburgo) de Carlos II había deparado prole. La dinastía languidecía moribunda igual que el propio rey. La verdad es que no hay más que echar un vistazo a los cuadros de Valdés Leal o de Carreño, en los que se retrata de cuerpo entero al último vástago de los Austria para darse cuenta de que los milagros de la naturaleza no caen de un guindo. Tampoco se puede pedir peras al olmo.

   Clorótico, prognato, algo zambo - Su Majestad padecía de podagras, una afección senil, ya a los treinta años - desproporcionado de brazos, algo ancho de caderas, y un semblante lánguido, inexpresivo, los labios carnosos y sensuales, casi el único signo de vida en aquel físico que en los retratos aparece más allá que acá, y como sintiendo ya la llamada de la tierra, era un fin de raza. Puede que ni siquiera, eso.

   Sobre la persona, vida y milagros, un tanto triste y llena de claudicaciones y naufragios, del pobre rey no han parado de llover burlas sanguinarias. Pero ¿qué culpa tendría él de haber sido parido de esta guisa? Hubo de pasar la mayor parte de su existencia entre algodones. Se vio sujeto a la arbitrariedad de una madre ambiciosa, perversa y degenerada, porque no otro calificativo cabe dar a aquella españolaza culona y resabiada, mujer caprichosa, lerda y mal intencionada, algo Mesalina, como era la reina madre, Mariana de Austria. Aquella hembra desnaturalizada siempre pareció aborrecer al propio hijo que había nacido de sus entrañas. También se dan frecuencia madres malas.


   ¿Quién podrá achacarle el haber sido el resultado de la degeneración de una familia por mor de la endogamia y de otras enfermedades hereditarias como la sífilis, la gota, o la pelagra? Aún no habían sido inventados ni el “ salversán” ni el “ viagra”, que son dos específicos para mitigar las venéreas, por exceso o por defecto. Por los mentideros de la villa y corte corría la voz de que lo de Don Carlos era imputable a un maleficio en salva sea la parte. Nada, que unas brujas le habían echado las habas.

   Por colmo de males, padecía alferecía (epilepsia), una afección que hasta el s. XX se creía relacionada con la posesión diabólica. Este padecimiento le volvía un ser abúlico, retraído e irresoluto. De su tatarabuelo Felipe II había heredado no sólo el parecido físico sino también una innata propensión hacia la melancolía

   En tenidas y aquelarres uno de los sortilegios o conjuros más frecuentes era el denominado de la ligadura. Si se quería hacer daño a un individuo se pedía la intercesión de Satanás para que lo dejase impotente. Íncubos y súcubos - una de las características de la posesión y de la obsesión maligna es la lujuria - se encargaban de lo demás. Las mujeres se volvían machorras o viragos. El miembro viril no entraría en erección jamás. La orgía, la zoofilia, la pedofilia o el pecar nefando (inversión genésica), así como el crimen ritual son parte constitutiva de la misa negra o aquelarre. Recuérdese que aquelarre es una palabra vasca (el prado del macho cabrío) y que durante la Edad Media y hasta bien entrado el s. XVIII su práctica era harto frecuente. Caben todas esas contradicciones. La lascivia (bien lo sabe Belcebú) siembra la discordia entre las gentes. Remata en el crimen y en el adulterio.

   La merma o discapacitación para la actividad reproductiva se consideraba entonces de origen diabólico. Se da la paradoja de que el catolicismo, sobre todo en España, no acabó nunca de desprenderse de esa lacra que es la superstición.  Convive al lado del misticismo y del iluminismo. Al fin y al cabo, el iluminado, según observa Marañón, no es más que un místico de baja estofa.

   Las malas lenguas propalaban por Madrid que el rey había sido víctima de un hechizo incoado por el amante de su madre, el valido Fernando Valenzuela, quien gozaba de la privanza a través del P. Nithard y de los jesuitas, los cuales hacían y deshacían en palacio a su antojo. Cuando aumentan los chistes y burlas sobre un eventual aojamiento de Carlos II, toma cartas la Inquisición en el asunto. Corría el año fatídico de 1698. A tan sólo un siglo vista de la muerte del segundo gran Austria, España se desmembraba.

   El propio interesado de suyo era algo inclinado a los agüeros. Llevaba pendiente al cuello una bolsita, que decía eran las reliquias de varios santos tutelares, pero, cuando estaba de cuerpo presente, se comprobó que el rey portaba en la misteriosa faltriquera material de santería: uñas de los dedos y de los pies, cáscaras de huevo, trenzas de pelo, ajos, polvo de tabaco.

   Los inquisidores se emplearon a fondo, pero con discreción dada la alcurnia del personaje encartado, que era todavía dueño de medio mundo. El sol del imperio estaba llegando a su punto de declinación entre fulgores rojizos, pero quedaban aun un par de siglos para su ocultamiento definitivo. Francia, Inglaterra y las otras potencias, venteando cadaverina, aleteaban alrededor del lecho del moribundo como cuervos, todas intentando lograr el más suculento bocado en el reparto del imperio español. Se dijo que sobre los Austrias pesaba una especie de maldición. Carlos V fue un estratega y un gran rey. Su hijo, Felipe II sólo un buen rey y un mal político. Los sucesores - el tercero y el cuarto de los Felipes -, ni reyes ni políticos. El último de la saga, Carlos II, ni siquiera fue hombre.


   Al fallecer éste la noche de Ánimas de 1700, heredan la corona de España los Borbones. Se ponía de esta forma colofón a dos siglos que, a juicio de Taine, fueron los más sorprendentes y dinámicos de la historia humana. Al sol español, ya de vencida, aún le quedaban otros dos hasta su eclipse definitivo, que llega con el desastre de Santiago de Cuba el 3 de julio de 1898.

   Fray Froilán Díaz, confesor de Su Majestad, recomienda que para atajar el problema de la sucesión se efectúen los exorcismos de rúbrica según el ritual romano, mientras el Santo Oficio prosigue con sus pesquisas y averiguaciones sub iudice y con sigilo, pero  todo acabó por saberse; y era un secreto a  voces en aquel pueblón manchego que era el Madrid de aquel entonces que al rey las brujas le habían roído los calcaños... Tal vez, algo peor.

   En las deposiciones forenses y pruebas testificales empiezan a salir saludadoras y videntes, que dicen ver a la Virgen y percibir mensajes celestiales, sibilas y gente de ese jaez. La mayor parte eran monjas histéricas aquejadas de ese mal de los claustros, que se da en nuestro país en las cárceles, internados y seminarios, donde la sublimación de la sexualidad produce excelsitudes místicas o derrota hacia aberraciones mucho más serias como la sodomía o el lesbianismo.

   Es un poco el signo de la monarquía austriaca. Constantemente están apareciendo personajes que arguyen detentar poderes sobrenaturales. Estos reyes se fiaron en temas de salud o cuando tenían delante de la mesa un grave asunto de Estado más de estas pitonisas e impostores iluminados que de sus consejeros naturales. Quede dicho sin perjuicio de parte y dando por sentado que, al lado de estos rufianes y gamberros de beatería, se daba el verdadero santo, el auténtico hombre de Dios, capaz de hacer milagros porque la fe mueve montañas. Ello no embargante, los Austrias fueron víctimas de su propia credulidad, y a algunos miembros de esta dinastía, como a Felipe IV, les picó el morbo de los conventos. Fue galán de monjas.

   Al de San Plácido, que está situado entre la calle del Pez y la de San Roque acudía el conde duque de Olivares, don Gaspar de Guzmán y su mujer, doña Beatriz de la Cerda, preocupados por no haber descendencia y en ciertas solemnidades de guardar. Mientras las monjas cantaban vísperas, el matrimonio hacia el amor en un reclinatorio de la iglesia sin sonrojo ninguno y sin importar que hubiese testigos de vista de su cópula carnal a los pies del altar mayor. Pese a tan aparatosa coyunda, Dios, que parece mantenerse distante de estos líos y atropellos de la obstetricia, entre hombres y mujeres, y que acaso no comprenda del todo bien, por ser espíritu puro y por carecer de cuerpo, - de buena se libra - no hizo demasiado caso de aquellas letanías. La mujer del Conde Duque, que era en la España del primer tercio del s. XVII la voluntad de poder y la pasión de mandar (ver. el estudio que de su personalidad de caudillo y dictador hace Marañón en la obra del mismo nombre) no concibió o malparía, pese a lo aparatoso de los remedios.

   Pronto el monasterio de monjas benedictinas de san Plácido se hizo tristemente famoso. Al parecer, el rey Felipe IV quiso dar al sagrado centro fuero de picadero sexual y mancebía. Teníale echado el ojo a una monja muy guapa. Sus intentos de rapto quedaron desbaratados gracias a la astucia de la priora que, poco antes de la cita, simuló que la religiosa, depositaria de los regios afectos, estaba recién fallecida de cuerpo presente en su celda y ya se le cantaban los oficios de difuntos. Cuando llegó el ilustre Romeo al arrimo, al ver aquello huyó cual alma en pena.


   Más suerte tuvo - y éste sí que fue un escándalo de los gordos - otro capellán del monasterio de marras en sus componendas para el trato torpe y gozar de la fruta del árbol prohibido. Los hechos sucedieron hacia el año mil seiscientos veintiocho. Fray Francisco García Calderón acababa de ser nombrado confesor y excusador de oficio en el centro. Monje poco ejemplar, o tal vez porque se las diera de “moderno” y de alumbrado, en aplicación de la máxima agustiniana sobre la caridad hasta las últimas consecuencias, acabó predicando el amor libre entre sus pupilas.

   Otro clérigo envidioso, un tal J. De León, que había opositado a la prebenda, luego que tuvo noticias de los escándalos, denunció a su compañero ante el Tribunal de la Inquisición. De treinta monjas habían quedado encinta veintisiete. Los jueces actuaron de lenidad con aquellas pobres mujeres ignorantes, que fueron dispersadas por diferentes monasterios de la zona. La abadesa estuvo encerrada cinco años en la cárcel de la Inquisición de Toledo. Con respecto al P. García Calderón, declarado reo de sacrilegio, se le condenó a la hoguera, pero la pena de muerte le fue conmutada por la de galeras.

   De casos como el que se cita (historias de brujería y de alumbrados en las que se compagina el sexo, la religión o la magia negra) estuvo plagada la historia española de aquellos siglos. Al capellán de las monjas de San Plácido nunca le hicieron falta reconstituyentes ni pócimas. Más bien todo lo contrario. Pero estas cosas a veces ocurren. Lo que a uno se les da en abundancia a otros se les restringe.

   Leer ahora al cabo de los siglos los autos de aquel proceso puede resultar chusco, porque la prosa curial no deja de través lo que tenía el asunto de broma:

      “Jamás en el mundo se habrá visto maravilla semejante, como la de que, de treinta  monjas, en veintisiete se hayan manifestado los demonios, no como obsesas, sino de tan maravilloso modo”, - redacta el calificador de oficio.

   En 1698 la Inquisición había perdido su fuerza, pero el tema tan traído y llevado del enajenamiento regio en parte tan insólita trajo cola durante bastante tiempo. En la prueba testifical compareció un jesuita de Oviedo, el P. Argüelles, quien contó a los jueces cómo había sabido a través de unas monjas a las cuales este religioso exorcizó en Tineo, las cuales los diablos que ellas tenían en su cuerpo salieron de estampida y fueron a parar al del rey.

    El desaguisado aconteció siendo éste de edad de catorce años. Su madre, doña Mariana a medias con su amigo en la mañana del tres de abril de 1675 hicieron el maleficio, derramando unos polvos aderezados con huesos de ajusticiado y parte de sus criadillas en la taza de chocolate que se sirvió al monarca para el desayuno. Y en ese preciso instante fue cuando los trasgos fatídicos llegaron por los aires desde Asturias hasta el Alcázar y se apoderaron de la voluntad irresoluta del personaje y dejándolo inútil para toda mujer. Aquellas agustinas de Cangas de Tineo habían debido de ser muy malas puesto que los diablos que mandaron para Madrid llegaron pisando firme.

   La peripecia suene tal vez algo fantástica; en cualquier caso, es lo que se lee en este otro proceso inquisitorial, uno de los últimos celebrados en Castilla. Daría ocasión a cantares y sería motivo de rechiflas. Aunque se le administraron los antídotos contra la ligadura (rábanos cocidos en cuerno de rinoceronte macerado y friegas de valeriana en la zona afectada), Don Carlos, que tenía un pie ya en la sepultura, no pudo recuperar lo que la naturaleza nunca le otorgó.


   Estos remedios caseros o bebedizos estaban a la orden del día. A Fernando el Católico, casado en segundas nupcias con Germana de Foix, y aquejado de melancolías, para espabilar su desgana erótica, le fue administrado aquel “potaje frío “ de Carrioncillo que acabó con él.

Aquellas hierbas minaron su salud y prácticamente acabaron con él en pocos días. La triaca contra la impotencia Felipe II, que entendía bastante de farmacopea, nunca la quiso probar a sabiendas de que en la mayor parte de las cortes de Europa era el pretexto para envenenar. Era una tradición que habían implantado los Medici. En el palacio de San Juan de Letrán los papas Borgia la utilizaron con harta frecuencia.

   No hay sospechas de envenenamiento en la muerte del último de la dinastía austriaca, el cual entregó su alma a Dios en la noche de Animas de 1700. La Inquisición, muerto el interesado, archivó la causa y todos trataron de enterrar con Carlos II el Hechizado las habladurías sobre una conjura diabólica. Sin embargo, como indica el propio sobrehúsa con el cual este triste monarca ha pasado a la historia,” Hechizado”, adquirieron carácter legendario. Fue famosa por lo temible su afrentosa ligadura.

   Una vidente que vivía en la calle de la Silva lo predijo: el trono de España se echaría a perder por la malquerencia de la propia reina madre, que había aborrecido a su hijo al poco de nacer, y que había concertado tercerías con brujas y nigromantes para hacerle daño. Simplemente, lamentable, pero más que lamentable, abominable.

 

 

Antonio parra galindo                                                              30 de agosto de 1998     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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