NICHEVÓ
Camino de perfección camino de perdición, Vladimir no se creía un vampiro como
mandan los cánones pero sucedía a veces que le tentaba el vino y se perdía por
las aleas y garitos de Petersburgo donde había nacido y, como se sabe, la
grandiosa ciudad de los zares es conocida por las aguas negras de su río mayor,
el Neva, que en la época del deshielo o “rasputitsa”
ofrece incomparables atardeceres.
Los bloques de hielo navegan aguas abajo con la delicadeza de bailarinas del
Gran Ballet sin perder el ritmo ni las zapatillas o como nereidas disfrazadas
de témpanos que tientan a los navegantes, convocan a Ulises y sus compañeros a
noches de amor vino y rosas.
Cantan con voces enamoradas las canciones del pueblo que Mussorgsky y Rimsky Korsakof
y Tchaikosky llevaron a la ópera.
-Ah, marineritos de agua dulce, marineros del amor. Venid acá los náufragos que
habéis perdido el rumbo y navegáis a la
deriva a merced de las olas, yo os conortaré y confortaré. En mi puerto no
encontrareis escollos ni rocas.
-¿Quién sois?
-Somos las amazonas del Mar del Norte.
-¿Amazonas?
-Sí. Vuestro velero entrará alto de castillos y con mucha obra muerta y viva en
la rada de nuestro puerto del amor. Nuestro pantalán es rumbo seguro y a
recaudo de galernas.
Y eran verdaderamente amazonas, dijo el capitán de una goleta que pasaba por
allí y que estaba versado en mitología. Las amazonas mutilan uno de sus dos
pechos para así mejor manejar el arco de los engaños.
-Pero estas son sirenas.
-Lo mismo da. No hacerles caso, les decía el diacono Pantalimón, un peregrino
de barbas hirsutas que venía desde Kaluga con su capa y su bordón. Iba camino
de Tierra Santa. Él era también un peregrino del amor (strañik) con su calabaza (tibka)
y su bordón (posoj) y su esclavina
(pelerina).
-¿Adónde va el páter?
-A Tierra Bendita pero haré alto en el camino y posaré en San Sergio de Radonezh. Lo que me quede de vida los pasaré
visitando reliquias. ¿Y no cansas, padrecito, de tanto osario, tanto santuario
y funeral?
-Todos somos peregrinos del amor y de la muerte. La vida es ruta y caminar,
hijo mío. Buscando nuestra vida, yendo al encuentro de nuestro azar.
Y se quejaba de que las voces de aquellas mujeres endemoniadas no le
permitirían alcanzar su objetivo: Jerusalén. Había que renunciar a las mujeres
al vino y al placer para llegar allí pero del dicho al hecho va un trecho. El
camino del infierno está sembrado de flores y de suaves aleas cuesta abajo
mientras el del cielo sube una pendiente escarpada de abrojos.
Todas las primaveras acudían a la cita –la
vie en rose- cantando alguna cancioncilla cabaretera en boca del Ruiseñor
de Aviñon. San Petersburgo siempre habló francés. Es lo más elegante. Y se
seguía la etiqueta de los salones. Incluso en los tiempos proletarios la vieja
ciudad imperial conservó un aire touch of
class. Muchas mujeres se sentían heroínas de las obras de Pushkin y Gogol pero de entre todas
ellas la más dramáticamente enamoradizas y soñadoras eran las bibliotecarias.
El comercio con los libros les aleja de la vida real y de la carne repugnante;
luego en la cama resultaban las más viciosas. Como aquella Irina que un día
vino a verle al archivo y le amenazó con quitarse la vida si no la hacía el
amor.
-Pero ¿Dónde aquí con los usuarios como testigos de vista?
-Estás tú loca, chica.
-Pues en el limbo en el cuarto de calderas. En el garaje. Donde sea. Lo quiero
ahora. Dámelo.
-Aquí te pillo y aquí te mato. ¿Eres de aquí o has venido a la función ¿ Tú qué
te habrás creído?
Le había confesado desde que una vez la besó violentamente en su cuello blanco
de cisne su inclinación por los vampiros.
-Es que los murciélagos cuanto más me muerden más me excitan.
-¡Qué pájaros más repugnantes!
Y no supo cómo quitársela de encima. Era insaciable. Lo quería día y noche y su
machaconería llegó a causarle hastío. Era una obsesa sexual.
Así Vlad escuchaba sus voces halagadoras y tentadoras y sus buenos propósitos
de la enmienda de llevar una vida cenobítica de cortarse la mano igual que el
padre Sergio aquel personaje del cuento de Tolstoi se iban a pique lo mismo que
los lingotes de oro blanco que escupía el Neva sobre las riberas del Mar
Báltico y como otro fantasma aparecía de pronto en sus aposentos la
bibliotecaria que padecía furores uterinos. Nichevo. Nada importa. Todo es frágil, pasajero, quebradizo, como
una rama de abedul que se pisa en el bosque, pensó. Las mujeres están tan
pegadas a la tierra, son tan maternales y tan del barro que no suelen entender
grandes cosas de poesía. Siempre serán las engorrosas codornices que nunca
alcanzarán el vuelo del águila. Era hermoso aquel espectáculo de ver derretirse
la nieve que llega de la estepa por el río madre y desaparecer en los abismos
junto con las sirenas cantadoras que se peinaban sus cabellos dorados en el
pantalán cerca de los muros del Almirantazgo y con una perezosa sensualidad
mostraban sus escamas de pez de cintura para abajo. De cintura para arriba
estaban los senos exuberantes las miradas de color azul embaucadora. Pero ya
digo mostraban un solo seno. El otro se lo habían trucidado como las enfermas
de cáncer de mamá. Las chicas son guerreras y mutiladas de una de las glándulas
mamarias serían capaces de manejar mejor la honda y las flechas de su aljaba.
Algunas de ellas cabalgaban llevando a Cupido a la grupa como un tótem. Eran
más hermosas aun que las muchachas de Petrogrado. Él las contemplaba desde el
pretil del puente de los Suicidas por donde pensó una vez cometer una tontería
el bueno de Dostoyevsky aunque no era una tontería. Era simplemente un ataque
epiléptico. Él creció en un barrio de grandes bloques de apartamentos y estuvo
en la marina soviética.
Luego cuando vino la perestroika le dieron la absoluta y le destinaron a Moscú
a un ministerio pero siempre le tiraba la mar y la sonrisa de las rusalcas de
su ciudad natal. Se había casado tres veces pero incapaz de convivir con una
mujer había decidido alquilar un cuarto de soltero.
Tenía un viejo Lada que él mismo cambiaba el aceite. El filtro de aire, el
anticongelante. El viejo cacharro no es que fuera un alarde del lujo ni la
carrocería de los automóviles occidentales. Pero era fuerte y consistente y
como dicen los ingleses “reliable”
(de confianza).
Los fines de semana él los utilizaba para hacer sus excursiones sentimentales.
Al campo. A los almiares en cuya paja amontonada era dulce y prieto amar a
campesinas candorosas que se entregaban por unos pocos rublos. Luego cuando se
fue haciendo viejo y su atractivo físico declinaba lo mismo que su amatividad
con todas las complicaciones físico-químico-psíquicas del deseo pues el sexo es
cuestión de piel hubo de proceder a remedios más caseros y expeditivos. El
viejo don Juan, harto de la bibliotecaria y como se lo había zampado un archivo
donde enterró sus sueños de gloria literaria, caduco y decrepito era un regular
cliente de la multitud de garitos y bares de carretera que circunvalaban la
capital rusa como un anillo de pecado o cinturón rojo.
Este detalle no dejaba de tener cierta sorna diabólica porque en la edad media
no eran monasterios en lugar de burdeles los que rodeaban la curva de ballesra
que traza el río Moscovia al abrazar al Kremlin. Un círculo de pecado.
Lupanares en los que los camioneros que habían conducido el día y la noche
paraban a repostar gasolina y recargar la batería. Las cantoneras les hacían un
lavado de bajos y luego se ponían el schliapa
o gorro de castor encendían un papirosi[1] y tira
millas. El sexo tenía siempre un olor a pescado que enervaba el olfato.
María Antonieta se echaba agua de colonia en el coño y conoció la maldición de
los dioses del amor acabando en la guillotina. Los viejos valores de sociedad
socialistas habían sido reemplazados por otros sustitutos como el lujo las
prostitutas de alto vuelo, los restoranes a mil dólares el cubierto puesto que
se pagaba en divisas al fin y al cabo dinero negro.
Grandes hoteles y centros comerciales alzaban sus paneles de formica o de
cemento al lado de las viejas miserables. Pero que se la va a hacer. Era el
signo de los nuevos tiempos. Los capitalistas habían descubierto Eldorado y los
magnates del petróleo habían encontrado una mina. Vengan chicas y más chicas al
salón uzbecas de las ojos amohinados, esbeltas valkirias letonas, nubias y
etíopes como gacelas, nigerianas que traían el sida y el calor de África y que
escupían hasta tres veces después de hacer un servicio, rumanas de talle de
avispa, búlgaras y checas de senos
profundos que venían a hacer las rusias como sus abuelas se fueron a hacer las
américas.
Esclavas sexuales del tercer mundo que llegaban en hordas desbordadas por el
engaño de viva el lujo y quien lo trujo. El amor en los tiempos de cólera.
García Márquez sabía lo que se decía. Nadie puede poner puertas al campo. Sexo
y poder son hoy por hoy moneda de cambio.
En los lupanares de carretera había muchos espejos, cámaras en cada rincón y
hombres taciturnos que se entregaban a la contemplación de sus consumiciones
como si en el culo del vaso bajo el hielo que le acababa de servir el camarero
se encontrase Hamlet haciendo la eterna pregunta:
- To be or not to be.
- That is the question.
Entró en uno que se encontraba en las proximidades de Zagorsk la ciudad sagrada
sufragánea de Novgorod la de las cien cúpulas pero ya muchos de sus
compatriotas habían perdido algo del temor de dios y se entregaban a los juegos
prohibidos de vino mujeres y naipes y ya no cultivaban en los invernaderos
solemnes las rosas de Jericó.
Era consciente Vlad (Blas en español) de que estamos a merced de todos los
vientos traídos y llevado por la amatividad capciosa y el deseo animal que
disfrazamos de poesía. Amatividad. Esa función miembro o célula que los
clínicos sitúan en el cerebelo donde el PG se sitúa. El pasaporte del éxtasis.
Por ahí anda poco más o menos la terminal de los besos en el baño turco. Putas
y más putas. Izas y rabizas. ¿Han llegado irlandesas? ¿Hay vida después del
deseo? La receta es:
-Sex. Sex. My rex. My lex
-Nurse, I feel worse.
-Who is next?
La madame apuntaba nuestros nombres en un papel y temblaban dentro del
mismo al rilarle el pulso igual que cuando un carcelero convoca a los condenados
a muerte. De pronto de entraba un hormiguillo por la nuca bajándole hasta la
rabadilla y hasta las piernas. Las células madres iban proclamando: “ sex, sex,
my lex, my rex” y en tales palabras estaba encerrado el código de valores de la
sociedad moderna. No había vuelta de hoja y, entre tanto, un raudal caliente se
precipitaba por el arroyo de la sangre. La fronda del Moscova mecía entre sus
brazos las cimas de los pinos. Iba a entrar en el templo cubierto en el manto
de silencio de Volutia. Todo en aquel instante era voluptuoso e irreal. La gran
sacerdotisa iba a persignar tu frente con la cruz de la ceniza. Las piernas
regordetas y ardientes de un moreno sahariano ocultando a medias el vello
público y aquella muchacha lo que tenía era una breña montaraz y se lo había
teñido de almagre según la moda (otras se lo depilaban y eran sus partes
cabales de mortal y rosa).
Ella lo esperaba como una odalisca entre almohadones. Todo pasó muy rápido. Fue
visto y no visto y se desarrolló de una manera mecánica y funcional. La
muchacha trajo una jofaina y le cuidó con cuidado. Aquel frotamiento le daba un
placer hasta entonces desconocido. Después se puso las manos a los cuadriles y
le ordenó que la poseyera girados los dos sobre el diván y lo que aconteció
después todo fue frotamiento. Se vinieron abajo todos los andamiajes de los
sistemas políticos, las sutilezas escolásticas, los buenos consejos. Todo se
desplomó y era como si hubiera de nuevo nacido. Al final ella sonrió con
sensualidad y tan sólo dijo una palabra:
-Nichevó. No pasa nada. Nada tiene importancia
Y estiró sus brazos como si fuesen un arco triunfal, tomó un cigarrillo y lo
encendió. Ven cuando quieras. Para ser primerizo no lo haces demasiado mal.
Tienes una verija de conquistador de las indias occidentales. La madame desde
el salón voceaba el nombre del próximo cliente.
Era morena de carnes el culo respingo y los pechos prietos duros y esponjosos
como duraznos las piernas eran fuertes de acero y sus areolas rotundas y en
erección recordaban dos manchas circulares de café con leche. Morena la
llamaban pero blanca debió de nacer lo mismo que las hijas del rey Salomón. Lex, rex, iudex, codex index, iux el
derecho y la ley del más fuerte que otorga Roma a sus elegidos.
Siempre tendrás en la memoria aquella primera vez y revolviendo dentro del
escriño de tus recuerdos podrás darte cuenta que aquello no tenía importancia.
Era simplemente una función biológica casi coprológica relacionado más con la
función excretoria de los esfínteres que con la noble víscera que denominamos
corazón. Es como cambiarle el agua al canario o en la milicia deshollinar el
mosquetón. Meter el pájaro en la jaula. Darle cuerda al reloj.
De ahí que las meretrices de mi querida ciudad al terminar un servicio
exclamasen con desabrimiento nítido: “nichevó”. El hombre es hijo por tanto del
pecado y del azar. Et in iniquitate
concepit me mater mea, decía Job. Llevamos en nuestra estructura el polvo
del camino.
Abandoné aquel sector detrás del grupo de casuchas que se amontonan alrededor
de la impresionante catedral de San Isaac donde recibí el sacramento del sexo y
la literatura y entre en comunión con la novelística de Dostoievski que siempre
dio al amor un tenor literario y de lo que es pura fisiología hizo psicología y
obra de arte.
Las casuchas siguen ahí desconchadas acusando el paso del tiempo y muestran
seguramente la huella de las pisadas por donde se perdió Raskolnikov, lóbregas
escaleras, patios de luces y olor a berzas que proviene de los cuartos
nauseabundos. En el recuerdo, mi primera odalisca me sonríe con congoja y dice
Nichevó. Era una samaritana en toda la regla y menos puta que la bibliotecaria
que se entregaba por vicio nunca por amor. Había luna. Esas lunas de enero que
meten un brillo frío de la muerte entre los huesos.
Me calé mi schliapa (sombrero) y seguí caminando por la ciudad dormida sin
rumbo fijo. Los perros se habían vuelto locos ladrando a la luna. Por las aleas
de la Perspectiva Nevski había fantasmas acodándose, suicidas, sobre el pretil
de los malecones. Mirando para las aguas negras del Neva vertiginosas e
infernales con ese hechizo de los cuentos de hadas y cantos de nereidas.
Nichevó. No pasa nada. Mañana amanecerá. Será mi primer día tras mi primera
noche. Eros y Tanatos se amaban con furor sobre la barandilla del río
deshelándose. Sólo el Neva. Heraldo de Neptuno era testigo. Había en la ciudad
un silencio embriagador litúrgico propia del templo de Volutia y las esferas
hacían música jugando con las estrellas en lo alto de la creación. Se
escuchaban los coros de la gran Pascua rusa
lunes, 18 de febrero de 2008
[1]
Cigarrillo (en ruso)
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