2024-03-21

 

ARGAVIESO AGOSTERO

 

Estábamos en el puente de Segovia empezó a llover.

-No es nada sólo una nube-dijo El padre Ubaldo

-¿Una nube? Sí, sí, una nube. Se abrieron las compuertas del lacrimatorio celeste-repliqué

-Tú no te preocupes, que siempre que llueve abocanás

El padre Ubaldo el eremita era asturiano. Yo, siendo de Ronda y habiendo pertenecido a la misma compañía de soldados en la cual él estuvo  bajo las banderas del rey en Nápoles, Sevilla y Flandes, de vez en tarde caminaba a visitarle en la cueva donde vivía al otro lado del río y, traspuesta la Puerta del Ángel, socorría en la medida de mis posibles al camarada pero a él nunca le faltaban bastimentos porque el pueblo de Madrid es de condición devota y generosa.

Nos metimos en el cobertizo cerca del Humilladero. La lluvia solemne hisopaba las copas de los cipreses de la sacramental. Pronto, la creciente del río ocluía los ojos de la puente de la Segoviana y saltaba casi amenazante hasta los guardalados y pretiles arrastrando la corriente muchos objetos. El Manzanares aprendiz de río estaba irreconocible. Rugía como un torrente y la corriente se llevaba algunos corderos de un rebaño que pacía en las riberas, varios cochinillos y hasta las piedras de lavar de las fregonas que aquella tarde no bajaron y, pies para qué os quiero, haldeaban anhelantes calle de Toledo arriba buscando donde guarecerse, cuando vieron zigzaguear por el horizonte de la Casa de Campo los primeros avisos del cordonazo de san Francisco.

-Centellas tenemos.

El padre Ubaldo encendió el fuego y puso a hervir un cuartillo de leche de su cabra en un puchero. Por la campana del llar penetraba una luz color ceniza, el de aquella tarde macilenta, travesada de relámpagos y truenos.

-¡Bueno va! Pease san Pedro y se estremezcan los cielos

Una vieja devota que servía al anacoreta empezó a cantar el  responso del Justo Juez y luego vino el trisagio… santo dios santo fuerte santo inmortal líbranos de todo mal amen. Como colofón de las plegarias de la mujer que las musitaba, nerviosa y mirando para el ventanillo por donde se colaba toda la fuerza del argavieso, vino el santa Barbara bendita en el cielo estás escrita con papel y agua bendita en el nombre de la cruz paternóster amen Jesús… San Bartolomé se levantó cuando el gallo cantó con Jesucristo se encontró y le dijo, etc.…

Al agrego de la lumbre nos calentábamos y secamos nuestros mantos empapados del agua. Al ermitaño le manaban ríos por la cogolla y mientras se secaba el jubón enunciaba oraciones por lo bajo pasando las cuentas del enorme rosario que colgaba del cinto. Un cuenco de leche nos entonó el cuerpo mientras afuera la furia del argavieso azotaba las murallas de la villa y corte. La vieja puso una vela a santa Bárbara y tapó con su sayal un gran espejo (la luz refleja atrae al rayo, parece ser) que había a la puerta de la cueva… santo dios santo fuerte… santa bárbara bendita en el cielo estas escrita con papel y agua bendita en el nombre de la cruz pater noster amen Jesús. Era la oración de los relámpagos que todos los castellanos aprendimos desde niños

El anacoreta sacó un crucifijo que guardaba debajo de la esclavina y lo besé con la misma unción con que treinta años atrás besé la bandera de nuestro regimiento prometiendo lealtad al rey Felipe III nuestro señor.

Escampó. El argavieso iba de vencida. Salió el sol. Los caracoles procesionaban a orillas del Manzanares portando en el arca de su caparazón las memorias de un soldado de los tercios que, licenciado de sus banderas, se metió a monje tratando de ganar su santa vida en religión.

-¿Habremos doblado ya el cabo de las tormentas?

-Ahora soy alférez de Cristo y milito en otras banderas.

-¿No será la misma? Piénselo bien su paternidad. No marremos el golpe pues importa mucho.

-De nada vale ganar todo el mundo si pierdes tu alma y te condenas- dijo el freire.

Yo apenas reconocía en aquel bondadoso donado, en aquel fray Ubaldo al bravo capitán de mi compañía. Antes de regresar, metió en la escarcela vacía que yo llevaba, harto de correr caminos y de mendigar  puertas, un bodigo. Me bendijo y yo de rodillas besé sus manos:

       -Gracias, mi capitán

-Soy ahora Ubaldo, el anacoreta de allende el río. Nada queda de aquel pecador cruel que mató a cien herejes y violó a treinta mozas en el Saco de Namur.

Subí Costanilla de los Desamparados arriba, confundido entre los rebaños de la mesta que regresaban de la Extremadura. Era por el mes de abril. Delante caminaba cuernos ensortijados el morueco que sobresalía eminente entre un mar de lana, balidos y polvo. Detrás, la manada. Cuando entraba por el portal de mi casa tocaban a vísperas. Mañana sería la fiesta de la Santa Cruz. El padre Ubaldo mi capitán de los tercios meditaría al amor de la lumbre sobre los novísimos, lloraría los pecados de acción y de omisión de la vida pasada. Unas cuantas viejecitas con una vela en la mano se encaminaban al adoratorio del Santo Niño del Remedio. Y en san Ginés henchían el pecho de las bóvedas las notas del órgano hábilmente tecleadas por el precentor de aquella colegiata, un tal padre Espinel, también asturiano pero nacido en Ronda. La magistral melodía del buen  clérigo alegraba el rostro de Dios. Mi vida se llenaba de música y de literatura. Notas para aplacar la cólera de los cielos. Palabras para ahuyentar las centellas del argavieso.

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