GUARDEMOS SILENCIO EN EL TEMPLO DE VOLUTIA
Hay que guardar silencio en
el templo de Anguerota, la vestal que me introdujo en el mundo del mutismo.
Séneca me enseño a dominar mi concupiscencia desde el criterio de que el
dominio de las pasiones sobre todo la gula es el pórtico de entrada a la
felicidad.
El silencio es
inefable puesto que la palabra a veces ofusca el entendimiento y empecé a ver
claro cerca del circo máximo. Los gladiadores hacían músculo en un campo de
entrenamiento cubierto de grava. Olía a embrocado y a sudor. Los reciarios
hacían movimientos de calentamiento con la red, los andábatas extendían el
tridente y un esclavo subalterno les enseñaba cómo tenían que gritar ave cesar
los que van a morir te saludan. Un calificador catalogaba las posibilidades que
tenía el etíope Ursus de vencer a un tigre que le soltarían media hora después.
Se escuchaba el bramar de la multitud ¡ah cuando ruge la marabunta y las
pasiones se exaltan entre la plebe! Un sol de justicia caía a plomo sobre Roma.
Los luchadores ensayaban llaves y estratagemas para derrotar en la lucha a su
oponente. Un clavijero que debía de medir dos metros limpiaba el “anguis” o
enseña militar con un dragón pintado que abriría carrera de la procesión de
tres vueltas al ruedo y otras tantas prosternaciones ante la tribuna del
emperador. Vi a Nerón. Era un tipo rechoncho de ojos grandes y nariz gruesa
caído de hombros rostro lampiño y mirar distante, la vera efigie de la
crueldad. Una diadema de oro orlaba su frente, llevaba tres anillos de zafiro
en los dedos y su aspecto era el de un hombre vulgar de origen germánico.
Estaba gordo y lanzaba constantemente risitas y carcajadas. Bebía vino de
Salerno y, antes de empezar la función, ya estaba “trompa”. Un “signífer” o
adelantado de centuria trepó a lo alto de la columna Trajana y soplando en un
añafil de plata tocó el clarinazo que marcaba el inicio de las espectaculares
“joci” circenses. La chusma enardecida vitoreaba al emperador y gritaba:
— Panem et circenses
Fuese menester tener
contento al pueblo y propicios a los dioses o no, el hecho era que ésta era la
política de los emperadores para atenerse en el trono. Vulgus vult
decipi (al pueblo le gusta que lo tengan engañada, es veleidoso y masoquista).
Arriba y abajo por delante, por detrás. En lo alto estaban los dioses y el
senado romano, abajo el ejercito y el populacho. Por las gradas se
veían sombrillas y parasoles para guarecer del sol: Roma mostraba su mejor
aspecto en las caras tostadas de los libertos y el bello cutis de las matronas.
Vendedores ambulantes recorrían los vomitorios vendiendo agua de nieve y
pepitas de calabaza. Se cruzaban apuestas sobre los contendientes. Unos
apostaban por los que habían de perecer en la arena y otros por los gladiadores
victoriosos. Cantaban sus nombres y se proclamaban “addicti” de su beligerante
preferido. Unos apoyaban a Carneades un griego con cara de matón al que le
faltaba un ojo que pegaba golpes certeros y ganaba todos los combates y otros a
un tal Rufus venido de Hibérnica que era el terror del Coliseo. Alto, fornido,
pecoso, el pelo azafranado.
El día de circenses las
vestales tenían la tarde libre. Y algunas acudían a los juegos causando entre
la hinchada admiración por su belleza serena y llena de quietud. La vestal
maesa portaba una diadema sobre la frente y guardaba, altiva, a sus
pupilas con gestos hieráticos de abadesa; las joyas injertas en amatistas,
diamantes y zafiros, que llevaban las vírgenes de la diosa que fecunda la
tierra en la cabeza los pendientes y las pulseras hacían aguas sobre el
horiuzonte deslumbrando a los espectadores. Uno de los gladiadores cayó
derribado por su contrincante cuando se distrajo mirando para el tendido
reservado a las vestales. Les daba escolta a las jóvenes una cohorte de los más
hercúleos eunucos, algunos de ellos provenían del Alto Nilo, eran númidas.
Antes de entrar al servicio del templo eran castrados sin más complicaciones.
También custodiaban a las meretrices del harén del emperador. En el anfiteatro
los númidas se destacaban por sus cuerpos atléticos, y el rigor con el que
cumplían con su deber: mantener a buen recaudo a las vírgenes consagradas a
Júpiter de la lascivia del populacho. Violar a una vestal constituía uno de los
delitos más horrendos del derecho romano, castigado con la pena capital, previa
emasculación del delincuente. Una vestal tampoco podía ser condenada a muerte.
Permanecían encerradas entreaño. Al llegar las saturnales, sin embargo, era
quebrantada su clausura y sec les permitía salir a la calle. Se las
veía pasear por la Vía Apia arrastrando sus peplos y ricos mantos de seda
guarnecidos con ricas alhajas extraídas de las mejores minas del imperio. Roma
no pagaba traidores. La gran solidez y consistencia de un sistema que duró más
de diez siglos se apoyaba en la norma del derecho, el cual a su vez tomaba como
columna basal dos conceptos: el “jus” (derecho) y la “virtus”.
Tuve yo allí un esclavo
griego, Andronicus, que me enseñaría las pandectas y todas las intríngulis
bizantinas de la casuística forense. Los hados y la superstición eran otra
característica que servía de base a su concepto sincretista de la religión.
Eran un pueblo práctico. ¿Por qué conformarse con un dios único — aducían los
flamines que servían de sacerdotes a Júpiter— cuando la divinidad puede constar
de tantas variantes en medio de una realidad tan complicada variopinta y
diversa? No hay respuesta. Sólo sé que no sé nada. Lamentablemente, las
religiones fueron la causa de muchas muertes y peleas entre los mortales. Allá
cada cual con su creencia.
En un rincón del anfiteatro
aparecían despavoridos y sollozantes como medio centenar de personas. Entre
ellos había viejos mujeres y niños, unos se mostraban temerosos y gemebundos
pero otros aparecían alegres y como deseosos de alcanzar la palma del martirio
en la boca de los leones. Iban a ser sacrificados por haberse negado a quemar
incienso en honor de los dioses.
El egregio luchador Silvinus
Carassus parecía querer arroparlos, dispuesto a defender a aquellos postulantes
de una religión nueva, predicada por un judío palestino llamado Saulo de Tarso.
El cual aseguraba que Jesús, su maestro, había bajado del cielo para salvar a
los hombres pero murió en una cruz (el tormento más ignominioso para un romano)
condenado por el consejo de ancianos de Jerusalén para quienes era un blasfemo
por haberse creído hijo de Dios.
Vistoso y abigarrado
espectáculo el que ofrecía aquel recinto abarrotado ocupado por una chusma de
desarrapados ávida de emociones fuertes. Cerca de sesenta mil almas
contemplaban la arena desde los tendidos. Unos reían o cantaban, otros lloraban
o gritaban lanzando invectivas contra el cielo; por culpa del vino las riñas
frecuentes. La mayor parte jugaban a los dados o se dedicaba al merodeo
amoroso. El Circo era un sitio muy a propósito para buscar novia, según Ovidio.
La ludopatía y la lujuria eran vicios mayores en Roma. Se jugaban a
la mujer, a la madre, las fincas, la casa y perdían hasta la camisa. De pronto
se notaba barullo en una grada. Dos espectadores se estaban pegando, y en ese
momento escupía el vomitorio un pelotón de soldados que zanjaba la disputa a
machetazos. Se escuchaba el letal sonido de los “gladia” (aceros) que
llevaban al cinto los pretorianos. Los juegos duraban todo el día hasta la
noche por lo que había que traer merienda. Se veía a algunas mujeres comer a
dos carrillos bocatas de jabalí o una salazón de pescado que llamaban garium.
Regaban la merienda con vino aguado. Sobre todo las mujeres libaban de lo
lindo. Apuraban las “pocula” (jarros) Una matrona que le había dado al
pimple más de la cuenta se puso a cantar canciones obscenas y recitar versos de
Plauto se llevaba las manos a los genitales y exhibía los pechos al aire por
culpa del vino. La plebe empezó a silbarla y jalearla y se preparó todo un
espectáculo. Estaba beoda. Había consumido dos cráteras — casi una
cántara — de morapio de Lesbos que en las “cauponae” (tabernas) se consideraba
el más fuerte. El pueblo se divertía con la vieja. Quería pan y
circo. Nerón dio la señal y un trompeta (el “tubicen”) soplando a `pleno
pulmón por la tuba tocó una diana florida, saltaron a la arena, rugientes y en
manada, los leones que habían de despedazar a los cristianos,
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