2020-12-23

el padre huidobro unjesuita que salva a Bergoglio. la caridad cristiana llevada hasta el heroísmo. Saltó el parapeto para sacramentar a un republicano que pedía confesión

 El PADRE HUIDOBRO EN LA CUESTA DE LAS PERDICES Y EL DIARIO DE CAMPAÑA DEL PADRE CABALLERO, UN BUEN JESUITA.

Siempre que subo y bajo la Cuesta de las Perdices me salen a saludar las flores frescas que dejara en aquel lugar una mano invisible y reminiscente, solapada y eficaz, como dice que es el ser mismo de España, que no da demasiados cuartos al pregonero. Hay alguien que, por los menos, en estos tiempos de grandes anti memorias y olvidos asesinos, mantiene perenne la llama viva de aquel holocausto, aquella ofrenda de sangre joven en aras de una España mejor. Pero está muy escondido y no quiere salir a superficie de que si asomara la testa sería baleado por los escuchas y miras de trinchera - el ojo que no cesa- del comisario vigía que controla la parva y el reguero.

En fin, lo que quiero decir es que el recuerdo de aquella cruel batalla librada a orillas del Manzanares cerca de las campas del Clínico, la Casa de Vacas, las costaneras y terraplenes del Parque del Oeste, los desmontes de la Casa Campo, a un tiro de piedras de Ferráz donde estaba un centro de reuniones que los nacionalistas apodaban la Sinagoga pues fue residencia de Fernando De los Ríos, me anonada y me compunge en medio del marasmo de estas elecciones del 14M del 2004 que recuerdan a las idus de febrero del 36.

Ahora las trincheras, los parapetos entre españoles, no son físicos. Están en el alma.

Pugnaron en rabioso cuerpo a cuerpo por la Casa de Velázquez y se acercaban a la rastra al centro de Firmes Especiales donde se encontraba la curva de la muerte.  Tales vivencias constituyen algo para no echar en el olvido. Los muertos viven en estas flores que deja sobre el pretil del monolito la mano anónima y cerca de la metopa estampada sobre la pared gris que da al Cuartel de los Espías. En su soledad de una puerta electrónica bajo control a distancia los ángeles del CESID, una mezcla del SIM republicanos y de los zaguanetes de Carrero, montan guardia.

 Un centinela debe de contestar desde el otro lado del muro con la consigna del día y el salvoconducto. Pero no está visible. No sabe, no contesta. A lo mejor, como al lobo no se le ve. Él te ve a ti.


 Las posiciones estaban linderas y a veces de una trinchera a otra no mediaba una distancia ni de treinta metros. Fue muy cerrada la lucha y cuantos pobrecitos quedarían allá enterrados para siempre a causa del privilegio de ser altos pues sus miembros superiores al sobresalir ofrecían un blanco fácil a los pacos. En la trinchera se impone como en la vida el bajo perfil. Hay que andar un poco a la agachadiza y agazapado. Asomabas el colodro y eras hombre muerto. Eso le ocurría al padre Caballero, capellán legionario de la 4º bandera quien durante la campaña tuvo fama de ser hombre santo con una gracia especial para esquivar las balas enemigas, esas balas que, como decía Mola, siempre saben tu nombre y dirección y hay que recibirlas como las cartas. Caballero, desdeñoso hasta la temeridad en los peligros, por ir a confesar a uno que había quedado malherido entre dos fuegos recibió un pepinazo en la espalda. Estuvo propuesto para la laureada pero sólo le dieron la medalla militar. Esta merma de las condecoraciones debió de tener algo que ver con su obsesión por las “tipas” a las que no podía ver ni en pintura pero que siempre se colaban, Dios sabe sólo cómo, entre las avanzadas de primera linea para consolar a la infantería y su celo por las cosas del sexto mandamiento contrariaba las voluntades de algunos guripas, y también de los oficiales legionarios. Uno le dijo: “Páter, nosotros somos hombres, qué quiere que le diga”. Removió Roma con Santiago para impedir que en Boadilla pusieran un baile de retaguardia.


 Lo mismo que el santanderino Huidobro y otros padres que cayeron en la lucha era jesuita y había sido uno de los desterrados por la república en  1932, que ordenó decretó de expulsión y disolución de la Compañía- sanción que sería revocada siete años más tarde- y que viajaron desde el destierro de Holanda para alistarse en el ejército de Franco. Fueron combatientes de excepción - una inyección de fuerza moral y de razón tremenda en contra de los sindiós- aunque sin armas. El sacerdocio les vedaba portarlas aunque iban de uniforme y fueron militarizados con un gran crucifijo al pecho como distintivo. Iban de un lado para otro con el cristo en las manos o los tarsicios al pecho con los santos óleos para administrar la Extremaunción sin distinguir de colores ni de bandos. El P. Huidobro se sentía, al propio tiempo, páter de los rojos y se jugó la vida al saltar de la trinchera para ir a auxiliar o a sacramentar a los que caían del otro lado. También, por su culpa en la Universitaria y en Garabitas, frentes terribles de lineas confundidas y donde se practicó la lucha cuerpo a cuerpo y a la bayoneta, pero que por excepción sorprendente, no hubo gases y no se practica la guerra química, tenían derecho a no irse para el otro mundo sin el viático.

Eran curas de primera línea, sacerdotes de un temible fregao entre españoles que en la Universitaria duró tres años. Celebraban misa en los mismos parapetos entre sacos terreros y cantos eucarísticos [las amapolas y caléndulas de los bordes de la trocha adornaban el altar] que al otro lado de las lineas eran coreados con blasfemias, ecfonemas, imprecaciones y cagamentos de mayor o menor colorido, como no podía menos de ser tratandose de milicianos y de legionarios, patas de un mismo banco, cuñas de la misma madera, y dicen que no la hay peor, pues el otro siempre sabe por qué somos cojos, hijos de la misma raza pero enemigos a muerte sobre el terreno cubierto de metralla y de sangre de aquellos desolados campos.

Algunos legionarios al ser alcanzados por el morterazo temible se cagaban en Dios. Los requetés no. Los requetés decían: Ave María Purísima. Menos uno de la ribera al que tuvo que llamar la atención José Caballero García y murió arrepentido y pidiendo confesión. En las salas de cura y los hospitales de sangre la palabra unánime que salía de la boca de aquellos cuerpos destrozados era la palabra: “madre”.

Los capellanes castrenses no sólo tenían que confesar a los moribundos sino también escribir cartas desagradables a los familiares de los caídos en combate.  Éstos venían desde su provincia atravesando la España nacional a recoger los cadáveres de su difunto. Pronto las carreteras españolas se vieron transitadas por estas escenas de luto y  de muerte andante: convoyes fúnebres. Los ataúdes iban en el portaequipajes o en el baqué de los taxis y coches de punto, como la herrada del holocausto, una ofrenda cara al sol a los dioses iberos irritados. Hubo chóferes y taxistas especializados en recorrer media península para ir a recoger los despojos de  los muertos en campaña. Esto ocurrió en ambos bandos. Tales conductores fueron pronto muy expertos a la hora de moverse por la tierra de nadie. Cobraban una millonada pero llegaban al lugar. Como aquel chofer de Salamanca que llegó a Gibraltar en dos jornadas para recoger a la mujer y a la hija de Pérez Madrigal que fueron objeto de un canje con el gobierno republicano.

Al padre Huidobro le hizo volar por los aires una contramina después de un ataque rojo desde el Clínico. Caballero, que se encomienda a él varias veces pues lo toma como un santo, tuvo más suerte y merced a esto su diario de campaña ha llegado hasta nosotros y  es uno de los testimonios más elocuentes y macabros ahora de la guerra civil.


En sus entradas se registra el clima de heroísmo, la fatalidad y también de recelo. El fervor religioso y el ateísmo y el descrédito que el buen jesuita palpa alrededor y que atribuye a las sucesivas campañas impías de la república que hicieron mella entre la juventud. Hay, por otra parte, un aire de desaliento por la actitud ambigua asumida por el Vaticano a propósito de los curas vascos. Roma, por lo visto, ante la indignación de Caballero, no tenía muy claro eso de la cruzada. Al cabo de la toma de Bilbao muchos gudaris fueron hechos prisioneros y utilizados en Fortificaciones. Bastante de ellos acababan pasándose otra vez y con los curas vascos, a los cuales da unos ejercicios espirituales en plena campaña, no había forma. Formaban rancho aparte. “El veneno de la propaganda separatista de Prieto y Aguirre- observa en una de los entradas-les empapa el alma”.

Desde el punto de vista de su labor apostólica el tiempo mejor que sembraría fraternidades indeclinables con los artilleros de Medina y los falangistas de la Columna Serrador fueron los tres meses que pasa en el Alto del León, desde julio a noviembre del 36. Allí la espiritualidad era desbordante.  Se rezaba el rosario en las chabolas. Las madrinas en retaguardia bordaban  el detentebala que los combatientes llevaban a modo de escapulario como arma eficaz contra el fuego enemigo, y en los petos de las piezas del quince y medio y las cureñas lucía por lo general un crucifijo o un Corazón de Jesús con el epígrafe de “Tú reinarás en España”. Una devoción inculcada por el P. Hoyos a comienzos de siglo. Estos beligerantes tenían por costumbre comulgar los primeros viernes de mes.

Era la idea por la cual habían luchado como auténticos titanes aquellos hijos de san Ignacio desde la consagración de España al corazón de Jesús por Alfonso XIII en el Cerro de los Ángeles. Para fomentar esa devoción crearon el Santuario de la Gran Promesa en Valladolid a cuyo frente estuvo el P. Hoyos.

En las misas de campaña asistían en pleno la oficialidad y las clases y comulgaba la mayor parte. En una ocasión, estando de confesiones, fueron enfilados por la artillería roja y murió un cura y dos de sus confesandos.

Los combatientes nacionales atribuyeron a una suerte de milagro - y de ahí su fervor religioso- que los gubernamentales, contando con mucho mejor material casi todo él de fabricación norteamericana y novísimo, fueran incapaces de desalojarles de sus posiciones en el Alto. Con el paso del verano remitió el empuje del Ejercito de Maniobra que dirigía el general Miaja.


Claro, que esta resistencia fue a costa de mucha sangre derramada en aquella canícula trágica cuando “trillan los viejos en las eras, acarrean las muchachas y los mozos van cantando camino de Guadarrama”, según rezaba una canción popular de entonces.  Había avanzadillas como la de la Casilla de la Muerte en el kilómetro 50 de la N VI que tenía varias bajas todos los días. Carecía de desenfilada y batían de continuo la posición las ametralladoras de Riquelme.

En este sentido la labor de estos sacerdotes de vanguardia a la hora de sustentar la moral fue de índole determinante.  Aunque mejor pertrechados y muy apercibidos con material moderno los rojos no exhibieron la misma moral combativa que estos profesionales. Habían acudido al Alto del León atacando en manada y fueron recibidos por la profesionalidad y disciplina de militares muy experimentados en las campañas africanas. Además, según recalcaba el páter Caballero en sus homilías, enfrente tenían a un ejército variopinto que no creía en Dios y donde se cometían todo tipo de atropellos de carácter sexual.  Casi tantas bajas causaban las “milicianas” promiscuas, con la venéreas y los sifilazos, entre sus filas que las balas falangistas.

Sin embargo, de esos defectos no tardaría de adolecer el ejercito nacional en las ofensivas de la Universitaria y de la Casa de Campo. Caballero se juega el tipo para impedir el establecimiento de un cabaré en Pozuelo y el que se permitiese confraternizar con mujeres expresamente traídas al frente para hacer un poco más llevadera la vida a los nacionales.

Otro problema eran los desertores o aquellos combatientes que eran sometidos a consejo de guerra in situ por abandono de servicio o por alguna otra falta. En la misma trinchera se les hacía paredón y eran pasados por las armas con toda tropa formada en la posición. Luego se desfilaba ante los cadáveres y se cantaba el himno de la legión. Retumbaba claro y amenazador el Viva la Muerte.

Reconfortar a estos ajusticiados era tarea poco grata de los capellanes y a tal respecto el jesuita conquense cuenta algunas escenas estremecedoras así como de los muertos que ve caer a su lado con tiros en la cabeza o en el vientre o con las manos segadas por bombas Lafitte.

El vino va a causar estragos en primera línea. Los combatientes encuentran en el saltaparapetos el vigor necesario para olvidar el miedo a la muerte. El P. Caballero protesta pero a las puertas de Madrid durante veintiocho meses que duró el asalto se vivía, se bebía, se fornicaba y se combatía por una España mejor, la que cada cual tuviera en la cabeza. Nuestro jesuita tenía las ideas bastante claras. Se trataba de una guerra santa:


Mañana muy clara -escribe el 16 de octubre de 1937-El sexto Tabor se va a la Cuesta de las Perdices. Al contacto con los moros, que están con nosotros, puedo afirmar su espíritu religioso. Consideran esta guerra como santa por ir contra los sindiós y las maquinaciones judías internacionales.

He ahí un dato digno de destacar a la hora de analizar el talante de los beligerantes. El objetivo de los nacionales es desalojar a los apátridas extranjeros y a los internacionalistas. El comunismo rojo estaba en manos de trotskistas que pugnaban por la causa de la revolución mundial y ese mesianismo tan típicamente judío que inocula Das Kapital. Eso por un lado y por otro estaban los anarquistas, laboristas ingleses y liberales secundados por la Banca Morgan. El gobierno de la república estuvo financiado por dineros norteamericanos y hasta le regalaron la Brigada Lincoln que tuvo una importancia capital en la defensa de la capital y tuvo una participación sanguinaria y multitudinaria en las sacas y otros desafueros. Estaba integrada en su totalidad por judíos neoyorquinos. El comunismo y el capitalismo se dieron la mano para alzar la bandera de la anti España. Pero al otro lado estaba Franco, que también tenía algo de judío mesiánico. Contaba con el respaldo de algunos ingleses y sobre todo con la de la Banca March. No defendía los intereses ecuménicos de los ilotas y los apátridas de la consigna “clases obreras del mundo uníos”. Le llevó a la guerra su amor a España.

Todas esas banderas del mundialismo torcaz que flotaban en medio de la indiferencia y la equidistancia del vaticano quedaron derrotados en Brunete, el Ebro, la Universitaria. Se trató de echar la culpa a los rusos pero está claro - y muchos historiadores se resignan a aceptarlo hoy - que Stalin sólo fue una tapadera. El dictador soviético llevaba una lucha a muerte en el seno del PCSS contra la facción Trotski. Por su cuenta se había rebelado Stalin contra las imposiciones del sionismo. Esa fue otra de las tragedias de la guerra de España: el enfrentamiento entre mundialistas y particularistas.

Valió mucha sangre joven, tanto cristiana como mora, pero al fin se les hizo mascar el polvo de la derrota. Sin embargo, los mundialistas han regresado. Están aquí. Son el poder de las fuerzas de la anti España y están a los mandos de la tesis y de la antítesis. Todo el poder para los soviets, dicen los nuevos bolcheviques y han sustituido el lema del control de los medios de producción por el de los medios de comunicación. En sus manos, una nueva arma de combate: la prensa nugatoria y frustránea.  Todo revierte al agit prop marxista en medio de los grandes ríos del capitalismo. Creíamos haber medrado y estamos en las mismas que entonces.


Era el mito de la gran verdad nueva, una nueva moral, una nueva ley donde el arte, la religión y la belleza no valían para nada. Todo es material. El espíritu y los espirituales iban a ser crucificados. A otros nos iban a acaldar como paja después de dejarnos sentados sobre la silla coprónica y someternos al tercer grado vergonzante. Ignorantes de nosotros, nos habían puesto en camino de Esclavonia. Los diablos nos llevarán a enterrar en bayarte, la silla de mano de los muertos cantando las plañideras nuevas revanchas guerreras.

 La idea marxista no ha fenecido aunque defiendan el liberalismo económico a lo Milton Friedman cuya visión talmúdica se me representa con dos hileras de dientes para devorar cristianas. Tal era su atresia que hablaba el profesor por la nariz. Recordad que Cristo, según Hillel, no es más que un profesor de magia. Una vez vino a España y dos heraldos iban por delante anunciando su mercancía al son de música de un castrapuercas.

Esta es la conclusión a la que ha llegado, en vistas de lo cacarea la prensa en vísperas de las nuevas idus de marzo, con las izquierdas a favor de la ruptura separatista y las derechas en manos de la Banca Morgan que preconizan que lo que es bueno para la General Motors será no sólo bueno para los Estados Unidos sino también bueno para la España desmembrada y que sucumbe. Y después de leer las tristes páginas de este diario de campaña escrito por un religioso ejemplar.

Toda aquella sangre se derramó en vano. Ahora muchos quieren pasar página. La maquinación judía ha alcanzado cotas increíbles y verdaderamente paranoicas. Están trayendo gentes de todos los países del mundo y apretujándolas contra nosotros para que no nos rebullamos a lo largo de una operación de alto bordo de emigraciones masivas, parecidas a las que preconizara Stalin en la URSS - al que maldicen y copian- y que denominan Sweep in (barrido). Esta maquiavélica operación de migraciones masivas que recuerdan a los corrimientos de pueblo de la alta edad media tiene su cerebro en Israel y sus hilos conductores por toda Europa. Rusia también será, la Rusia de Putin, otro objetivo de esta maniobra de estrangulamiento de las entidades nacionales.


De ahí al mundialismo del gobierno único bajo el control de los sátrapas norteamericanos no hay más que un paso. Siempre culpan a los rusos. Ahora por ejemplo acusan a Putin de tener todos los periódicos a su recaudo en Moscú cuando aquí la prensa mundialista se parece toda ella al New York Times y no podrás publicar una línea sin la venia del Ojo que todo lo ve y el Oído que todo lo escucha. Su arma secreta es la manipulación de las conciencias y siguen tan torticeros, refractarios al diálogo y adversos a la cruz, como entonces. Han inventado el agit prop. Otra vez la burra al trigo. Díscolos y contumaces, nunca bajarán del pedestal. Actúan con protervia y con soberbia pero siguen siendo cautelosos pues en esta tierra siempre llevaron muchos palos.

Esta es el corolario que saco tras la lectura de este libro y a la vista del panorama orilla de todos mis ojos. Han conseguido el objetivo: una España rota y democrática. Perros escaldados han vuelto con otros collares. Nos han inoculado el veneno del voto  y de los partidos políticos para llevar a cabo sus planes de involución incruenta. Hablan de derechos del hombre y han conseguido que nadie se fié de nadie y que no nos hablemos con el vecino.

Entonces y ahora hubo conspiración. Las misma fuerzas que operaron entonces y quedaron derrotadas siguen conflagradas.  La contraseña son las tres culturas.

Nunca los jesuitas, que siempre se habían mantenido al lado de las trifulcas patria y hasta se ganaron fama de conspiradores por ser soldados de un ejército extranjero, a las ordenes del Vicario de Cristo, y habiendo fundado las célebres encartaciones de Paraguay, intento solapado de mantener colonias al margen de la corona española, se habían pronunciado de una forma tan expeditiva y poco jesuítica en favor de un catolicismo de tradición. Acaso respiraban por la herida y su alindamiento sin cortapisas con el régimen de Burgos, fuese su revancha por la expulsión decretada por Manuel Azaña.

El P. Huidobro fue el más significado de todo este equipo de san Ignacio pero hubo otros muchos: Navares, Llanos, Martínez, uno de los primeros capellanes en los parapetos de San Rafael. El P. Torneo que fue alcanzado por un disparo mientras confesaba en la “casilla de la muerte”. El P. Arceo que catequiza a los artilleros o el P. Panizo e Ilundain, también legionarios.

Al leer este dietario escrito en las trincheras he vuelto a revivir impresiones de la infancia pues algunos de los supuestos que narra a mí me los contaba mi padre de niño. Fue así como tuve noticia de la muerte del ranchero Generoso que murió junto a sus peroles al caer sobre la cocina de campaña un obús del quince y medio. Aquel día había paella y las huellas de la trilita y los destrozos aun se marcan - siempre que paso por allí me acuerdo- sobre los ojos de un puente en una curva en la ladera antes de llegar a la finca que fue de Lerroux.


Los ratos más amargos que tuvo el sacerdote fueron sin duda cuando tuvo que asistir a los condenados a muerte por consejo de guerra que eran frecuentes. El caso más común la deserción, el abandono de servicio o el que era cogido in fraganti al pasarse. Trataba de confortarlos como pedía y les daba a besar el crucifijo y les hablaba de Dios durante las horas en capilla.

Está escrito el dietario en un estilo ágil y vibrante con uso de giros y de fraseología castrense. Arrea de lo lindo en la descripción de la miserias y grandezas de la vida de campaña, alargando el tiro a veces y otras mirando para otro lado. El buen cura iba a visitar las posiciones llevando consigo el altar portátil y el viril con la hostia consagrada. Parecía un superman. Las balas no lo enfilaban y los tiros pasaban de largo aunque a veces se le enredaban en los flecos de su tabardo. Nunca hicieron carne. El P. Caballero debió de contar en el cielo con un valimiento especial que le tuvo a recaudo de ser herido. Pues no hay que perder de vista que el ejercito que defendía Madrid y resistió hasta el final con un tesón que ahora asombra al grito de “no pasarán” estaba pertrechado con material americano de primerísima calidad, armas automáticas muy potentes y de calibre desconocido. Se estaban probando tácticas que luego serían empleados durante la II GM.

Todo fue como un poco esperpéntico: los fregaos, los “pasados”, las conferencias de parapeto a parapeto, las curdas, los fusilamientos sumarísimos, los matrimonios in articulo mortis y la pejiguera de las visitadoras solicitando a los soldaditos de Franco ante el estupor e indignación de este cura conquense, representante insigne del tan traído y tan llevado nacional catolicismo. Su lucha no fue tan sólo contra el espíritu y la carne del marxismo, la anarquía, el separatismo de los gudaris paniaguados y de los sacerdotes vascos recalcitrantes, que también trajeron a Caballero por la calle de la amargura, sino también la blasfemia, el laicismo, la irreligiosidad, la relajación de costumbres. Contra los males primeros proponía este cruzado el uso del fúsil y contra los segundos la confesión frecuente y la devoción corazonista del P. Hoyos.

Al asistente, un gallego que le ayudaba a misa y era un pinta le propone que cuando le aceche la tentación salga de sus labios la jaculatoria de “antes morir que pecar”. Aunque bien sabía el buen padre que entre la soldadesca esa morigeración rara vez se consigue. Los españoles no son ángeles.


La Décima Bandera en la que está enrolado sale siempre a taponar bajas y es una de las más castigadas de todo el Tercio. Un teniente que tenía una cantinera consigo le sacaba de quicio. Pidió que le arrestaran pero en vano. Para evitar este escándalo y vida de pecado ni corto ni perezoso Caballero acude a dar parte a Villa de Prado donde estaba la ruló con que hizo la guerra Franco. Éste no estaba y fue recibido por doña Carmen quien le da buenas palabras hasta que la cosa se solucionó.

En el Jarama el fuego era tan intenso por ambos bandos que los olivares estaban plagados de cuerpos yacentes y los olivos se descocaban y mondaban de sus hojas a consecuencia del tiroteo. Al leer estas páginas se siente el trepidar de la batalla. Sus entradas nos ponen en la composición de lugar de cómo fue todo: lo qué pensaban, qué hacían y cómo olían los guerreros y cuál era su actitud ante la muerte a veces inevitable.

El libro es un chorreo de facultades memorialistas que brindan al historiador el dato pertinaz, la fecha exacta o el enclave y describen el ambiente en el que se desenvuelven los avances y repliegues de la lucha. Casi se percibe, al filo de sus inserciones dietarias, el estruendo del combate, el livor de los cadáveres, el olor a sangre, a sentina y a cadaverina por los muchos mulos despanzurrados que quedaban en línea a bote pronto de las trincheras infectas de ratas y piojos.

En ese ambiente pasó el capellán dos años y medio a las puertas de Madrid pero sin llegar nunca al barrio de Argüelles. Debió de ser terrible. Se recurría al alcohol y a la Virgen María. Muchos sueltan un taco, no lo pueden remediar, cuando son alcanzados por un disparo, ante la indignación y exhortación al arrepentimiento del jesuita.

Este Diario de campaña publicado por Doncel es un testimonio de que aquello fue espantoso. José Caballero García deja traslucir su desencanto puesto que no llega a comprender cómo  a veces los hermanos, sitos en frentes opuestos, se mataban entre sí. Aquello fue el fracaso de la caridad cristiana. Los hermanos de sangre y los hermanos de fe pasan meses enteros enterrados en pozos de tirador sobre las avanzadillas aguardando una muerte segura por un tiro rasante o aplastados por los relejes de un tanque que los hace papilla o les hace saltar por los aires la metralla como recebo al borde de los caminos. Un español, que nace para ser pisado, a veces no sabe por dónde pisa.


Pese a todo el P. Caballero era hombre de sólidos y firmes convencimientos católicos. Tenía alma guerrera de mitad monje y mitad soldado - ¿qué otra cosa son los soldados de Sharon o los palestinos de la Intifada?- y rendía adoración al Dios de las batallas. Es el sino de las tres culturas, de las tres religiones monoteístas que las diferencias acaban dirimiendose en el campo de batalla y aquélla fue una de las peleas religiosas que hemos tenido a lo largo de la historia de España. Luchó por una causa que él creía justa aunque ahora se moteje a estos capellanes de actitudes poco cristianas. Pero la cosa estaba bien clara. Él como jesuita pugnaba por el Rey Eternal aunque de paso tuviera que hacer alguna reverencia al rey temporal, del que tanto hablan los ejercicios ignacianos. No quedaba otro remedio y peleó con contundencia hasta el final.

Justo a los pocos días del Desfile de la Victoria se quitó el uniforme y volvió a vestir la sotana y a ceñirse el fajín negro. Su licenciamiento - es un dato curioso- coincidió en el espacio y el tiempo con el del “Carnerito Manolo”, la mascota del batallón del que al volver a Ceuta ya viejo y con alguna herida  daría cuenta un ranchero moro. Pero por el Ramadán del 37 en Boadilla del Monte ya algunos centinelas del Tabor habían mirado al castrón con ojillos encendidos de deseo por lo rollizo y gordo que estaba el animal. Y en Berbería lo mandaron sacrificar. También los héroes acaban en la sartén y los ruiseñores en la olla.

Al final de la jornada cabe preguntarse por qué no fue posible la paz y por qué fue tan alto el precio que hubo que pagar en cuotas de sangre para consumar aquel holocausto que ahora muchos tratan de olvidar o tergiversar. Y es que el silencio y el ninguneo son aquí la fija. Aquí pagan el pato los de siempre mientras los listos y los aprovechado tratan de escaquear o de escamotear. Pero ahí queda eso. Basta con citar unos nombres: Huidobro, Irundain, Meseguero, Panizo, López Doriga. Todos ellos entusiastas jesuitas empotrados en el ejercito de Franco.  Ganaron la guerra perdiendo la paz mas estoy seguro de que Dios les ha reservado un sitial de privilegio allá en lo alto de las estrellas. Se batieron por Cristo y por la España cristiana. ¿Os parece poco?


 

 

 

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