MONDOÑEDO (I)
XXXXAntonio Parra
Poco antes de llegar a terra chá, la que cantó Rosalía, subiendo a Galicia por Castropol, alzándose sobre una serna que guarda reliquias arqueológicas de un castro, al agrego de trochas y pomaradas que lo resguardan un poco de los tundidores vientos gallegos que siembran siempre el beneplácito de la lluvia sobre Asturias, donde al ábrego lo llaman “cuando sopla el gallego”, está Mondoñedo, que parece que se levanta sobre las gafas del querido Álvaro Cunqueiro.
Altar de Merlín, templo de los encantamientos, mágico campamento de nuestros sueños literarios.
De mozo yo soñaba con un sitial en el coro de su bella catedral y a la sombra de la silueta de una talla de la Virgen que llaman La Inglesa en una de las capillas de la pérgola y que trajeron los españoles de allá en un galeón de la Invencible quisiera dormirme para siempre.
Mondoñedo, ciudad sagrada, el pequeño Santiago, imprime carácter. Los peregrinos medievales, antes de llegar a Lavacolla, se bañaban en la Fonte Vella y al pasar por la Ponte do Pasatempo echaban un suspiro, lanzaban una piedra al río, formulaban un deseo y ese deseo por lo general se cumplía.
Un obispo revestido de pontifical y calzado con zapatillas de seda (cáligas) el Sábado de Témporas de Adviento me daría la tonsura, un sobrepelliz, la muceta y una vela para el Oficio de Maitines.
Luego ahorqué los hábitos. A pesar de todo creo que fui toda mi vida un buen seminarista que acarició el anhelo de una vida levítica de labores y de días, según Hermes Trimegisto y las preces del breviario romano.
De alguna forma velé las armas, me invistieron caballero, con la acolada triunfal y el toque de varas en el abrazo del prelado que me dio a probar el cáliz y a besar la epacta y las sacras de plata. Algo indeleble. El cristianismo se afianza con los caballeros andantes que ponían la pluma y la espada al servicio de la defensa de la Trinidad y tenían por dama de sus pensamientos a la Virgen María.
Algunos se quedaban en curas de responso de blanca y maravedí. Ya lo dijo el refrán: “Mi olla, mi misa y mi María Luisa”.
Mas, eso carece de importancia. Lo que pasa es que algunos, con cierta deformación profesional, han querido transformar la religión de Jesús en un problema de bragueta. Y no. El punto fundamental es la fe. Los hipócritas nos acusan de no poner en práctica el cúmulo de cosas que profesamos. ¿Y ellos? La protervia y la hipocresía han servido de pretexto a la felonía tiránica.
En 1836 quitó los bienes de una Iglesia que de manos muertas que hacían caridad, siendo los monasterios inmensamente ricos, sus moradores morían pobres igual que pajaritos, y no hay que ver lo que dejaban los defroques (algún breviario descosido, el par de sandalias o de zapatos motilones, la cogolla oliendo a sudor y el hábito raído) para ponerlo en las manos “vivas” de una burguesía origen de nuestro caciquismo.
Gracias a los curas se suavizaron un poco nuestras costumbres y para demostrarlo es la labor social de esas cofradías y esos gremios que ponían paz en los pueblos y mandaban paz a los vecinos. Se quiera o no, fue la SRI lo que dio cohesión a este país.
No hay catolicidad sin órdenes de caballerías.
España es la parte de ese todo que llaman catolicidad. Por eso nos define el Quijote. Con su liberalismo, con su tolerancia, con su amor por la defensa de los afligidos y dominados — un caballero sale a desfacer entuertos y a salvar la honra de las doncellas— la novela cervantina es un desafío al Corán. Nos fraguamos como nación en la brega recia y numantina contra el Islam, avasallador y sanguinario, que cree poco en la dignidad del individuo y basa su fuerza en la lealtad de la masa. Ahora volvemos a padecer sus razzias, siquiera se mantengan por el momento sólo en el plan intelectual por el momento se trata de campañas propagandísticas de las fuerzas sufragáneas de las entidades oscuras y sus ediles mediáticos pero las amenazas pueden convertirse en algaras a sangre y fuego.
Conviene que suene ya de una vez el grito de anúteba- que es la respuesta cristiana a la yihad ¿no lo sabían?- y que en los campanarios de nuestras iglesias repique la voz del bronce anunciando el peligro. Eso, que hablen las campanas. Los curas están dormidos, entregados a sus soliloquios bizantinos y a su parenética utópica. Va a ocurrir lo mismo que entonces.
Cuando el turco se presentó a las puertas de Santa Sofía 1453 el archimandrita discutía plácidamente con sus pendolistas si los ángeles tenían dos alas o seis. La primera providencia del mameluco fue cortarle la cabeza al diácono que cantaba el Evangelio, y al presbítero que oficiaba misa en el altar lo hicieron chicharrones dando los sarracenos una vez más prueba de la “tolerancia que les caracteriza” y en la que sólo cree Moratinos.
La eucaristía quedó in medias res pero el sacerdote que oficiaba antes de expirar formuló una profecía: El rito que yo he comenzado otro lo terminará. No sabemos si volverá a ser de nuevo cristiana Constantinopla.
Mondoñedo, de momento, sí lo es. Por eso lo quiero tanto. Pero puede que todo esto que yo sueño no sea más que una quimera, una utopía.
Soy español y aspiré, como tantos y tantos de mi generación, a un lugar al sol entre las filas de la clerecía.
Bien están los santos en los altares pero aquí hay que comer todos los días y la Iglesia, sociedad perfecta donde las haya, supo apañárselas bien por ese renglón. Misas y ollas. ¿Qué pasa? Donaciones pro anima y culto a las reliquias, ciertamente.
Pero ustedes no comen jalufo y dicen que es pecado - menuda tontería- combinar lacticinios con carne y pescados en la ingesta, y el que copula con menstruante o toca un cadáver comete pecado y necesita abluciones de purificación.
De gustibus et religionibus non disputandum. Sin embargo ¿por qué nos dan tanto la vara? ¿Por qué esos ataques envenenados a la SRI?
Bueno que iba para cura y eso no creo que sea una deshonra ni que me llamen rebotado. Uno lleva muy adentro todo ese bagaje de vivencias y de proposiciones y cantos a la Virgen de los Tránsitos.
Por supuesto, es una institución humana y más humanitaria de lo que algunos se piensan, pues cree más en la caridad que en la filantropía. Está revestida de poder y cargada con todos los símbolos de la autoritas que viene de lo alto por influencia de los cultos sincretistas y de los flámines eleusinos. Los pueblos que desconocen el derecho romano o vivieron de espaldas a la Fe andan todavía en taparrabos, mirése por donde se mire y digan lo que digan los volterianos, los émulos de Torquemada con su palmeta de lo políticamente correcto.
Yo creo que Torquemada, como buen judío, era un poco más liberal, que todos estos mendas que nos sueltan el rollo a todas las horas y hablan por boca de ganso y que militan en el ateísmo trabucaire. Con los bretes, la pihuela y el cepo que nos pusieron andamos.
Ya somos autosuficientes. Suprimamos las religiones. Hay que acabar con el cristianismo. Creo que la Directora de Asuntos Religiosos, esa hija de la Carabias, memorable colega que se pasó toda una vida escribiendo para el periódico de los curas, aquel Ya, tan ponderado de la calle Mateo Inurria, fragua de periodistas que crecieron a los pechos del cardenal Herrera Oria, y ahora ha implantado el Corán en las escuelas, dominada por un furor no sabemos si uterino o tornadizo, se está pasando un poco.
Mira con cara de Euménide que atraviesa y sólo es la hermana de la Carmen Rico Godoy RIP, la chica que tenía Piniés para coger el teléfono en su oficina de la ONU, que iba para ministra y sin perecer en el empeño, claro está, ha acabado al frente de la Secretaria de Asuntos Religiosos.
¿Qué hace una atea en la Oficina de los Creyentes? El poder es tan goloso que hasta las feministas de base podrían convertirse al Zancarrón de Mahoma y aceptar el velo que las impongan los imanes después de apostatar del credo que me parece que profesaba su madre, la aburridísima Carabias, y de aljamiarse.
Su apostasía sería un canto a la cultura multiétnica en aras del melting pot. Invocan el mestizaje para justificar la invasión.
El otro día le oí gritar a un energúmeno: “Hay que arrasar Irak y al día siguiente bombardear el Vaticano”. Cristo tiene la culpa de todos nuestros males por lo visto. ¿Dónde está Ben Laden? ¿Quién es? A mí me parece que es un fantasma hijo del odio y la revancha. No nos perdonan lo de Clavijo. Es un Santiago al revés, producto de mentes retorcidas y de diseñadores de imagen que se esconden en las espeluncas del rancio rencor contra el Galileo. Empolvadas pelucas dieciochescas.
En unos cuantos traileres o imágenes muy raquíticas y trucadas de TV, nos lo han pintado de túnica y turbante, alquicel al viento a lomos de un caballejo sahariano o mongol. Símbolo del mata cristianos perfecto, dando calabazadas, hollando nuestras testas a golpe de alfanje y de cimitarra, reclamando las parias de primavera, exigiendo el tributo de las Cien Doncellas a los del Bierzo. Lo de las pateras es una añagaza- Berbería conoce muy bien el Estrecho-para invadir estos reinos otra vez. Y otra vez tendremos que pagar la fonsadera o tributo de guerra al taifa. ¿Será Chaves el visir de un nuevo Boabdil el Chico resurrecto? De cualquier forma el paisaje de nuestra geografía rural se va a llenar de alminares con el cuarto creciente en claro desafío a la cruz que preside la torre de nuestros campanarios seculares. Ese es reto. España, despierta. Eso te prevenimos, te anunciamos.
A mí me hizo pensar en el moro Almanzor del que un copista de Silos allá por el año 1000 retratara su efigie a golpe de cálamo: murió Almanzor ya se pudra en el infierno. Ben Laden parece su hijo, azagaya que se esgrime contra nosotros en el terror del 2000, pero mucho más mortífero porque no se le ve, ni quién es ni donde está, y golpea cuando como y donde le da la gana.
Por eso yo me refugio, en plena efervescencia de este terror milenarista, a la sombra de las torres de la catedral de Mondoñedo. Allí un obispo como Dios manda, monseñor Gea Escolano, ha hecho sonar el toque de clarines y timbales de la anúteba.
Llego aquí a husmo de una esperanza. Busco la querencia de sus campanas, nostalgia vieja de sus rúas blasonadas, tengo ganas de comer pulpo y de trasegar algo de ribeiro, sentarme al pie de la “Fuente Vella” como lo hacía Álvaro Cunqueiro, escuchar la gaita cuando la Rapa das Bestas o por los Remedios. Perderme por las rutas senderistas de Muiño Lavapés y sus bosques con sus trasgos donde están los manes, lémures y penates de la castrametación romana que es el origen verdadero del casco antiguo mindoniense.
Sin Roma y sin sus dioses antiguos tampoco tenemos catolicidad. Una queimada no viene mal de vez en cuanto y allí la dan buena en cualquier taberna del barrio de Os Molinos o en un bar cabe soportales en la plaza. La mejor empanada del mundo yo la probé allí una vez que fui con mi abuelo a la Feria de San Lucas.
Latines - y Mondoñedo es ciudad rica en pan, en agua y en ellos- todos los que se quieran pero también hay de vez en cuando que darle gusto al cuerpo. Cunqueiro, fabulador genial y uno de esos gallegos buenos que uno se va encontrando por la vida y la hacen más llevadera, era un adalid del queso de afoga el pito y del arroz con grelos. Se escribe y se piensa mejor al día siguiente de una buena trapallada.
A Dios rogando y con el mazo dando; pero el arcediano y el racionero y el pertiguero salían a comer con el obispo de vez en cuando. Domine labia mea aperies et os meum nuntiavit gloriam tuam, desde luego, pero la carne es flaca y aquí estamos de paso.
Y ése es Cunqueiro: un Lúculo de la literatura que siempre parecía de coña pero en el fondo era muy serio de talento y talante. Su espíritu humanista, bondadoso y algo zumbón, mora en este ciudad. Sus libros son una cátedra de tolerancia, caridad y de libertad y todo eso que amamos con pasión los cristianos viejos. Y es la grandeza de esta concepción algo pelagianista de las relaciones con Dios.
No hay que machacarse los sesos. Tratar de imitar a Jesús es más simple que todo pero partiendo de la base de que somos falibles y fraguados en el barro y que nunca llegaremos a esa meta de perfección pero Él, amoroso, suple las carencias de nuestras imperfecciones con el testimonio de su sangre derramada.
Cristo es la libertad, el gran Eleuterio o alfaqueque de nuestros cautiverios por el pecado. Más lejos no sé ir.
Eso es hasta donde llegan mis luces. Los misticoides tienen mucho peligro y los iluminados derivan en algo peor. Por eso conviene, para aprender manera y no olvidar lo que decían los escolásticos quod decet perderse por las calles de esta vieja ciudad, altar de nuestra civilización.
La Barca de Pedro nos la están convirtiendo en una almadía. Para que recupere el rumbo es recomendable regresar a los principios acudiendo a las plumas preclaras de aquellos obispos que tuvo esta sede fundada c. 866 e instauradora del rito santiaguista como la de fray Antonio de Guevara, titular de la mitra mindoniense y que escribió tanto como Alonso de Madrigal. La silla curul, faldistorio de la sabiduría, donde se sentaba el autor de Menosprecio de Corte y alabanza de aldea está tal y como él la dejó y aun puede admirarse en una sala del Museo Diocesano al igual que la cama donde dormía. Por las trazas debía de ser el hombre de baja estatura.
El cabildo catedralicio estaba en la obligación de pronunciar en los treintanarios los vodos (votos al Señor Sant Yago) entre cuyas obligaciones se abonaba la defensa de la fe apostólica contra la apostasía y de la nación hispánica. ¡Santiago cierra España! Recuerdo y deprecación. Anúteba. Golpe de llamada a la defensa.
Los vodos que se cantaban en la catedral de Mondoñedo al amor de un órgano de tudeles pregoneros, estrangules asmáticos y un fuelle gotoso, eran el bajo latín medieval que traían los peregrinos en su parlar con algunas palabras en alemán y otras en vasco recogidas de camino: Gott Sanct Yagu. Herr Sanct Yagu, ultreia ad fines terrae, aurrerá, Boanerges, adjuva nos. Bajo la bóveda de crucero sonaban magníficos. Eran un clamor enardecido de voluntades conjuntas ante el peligro común. A mi manera, yo vengo aquí a pronunciarlos cada año santo.
El corolario de esto nos llevaría a lejanas conclusiones. La principal: que la SRI no es algo meramente interior (esotérica) como querían los luteranos y aquellos conversos iluminados como Miguel de Molinos o los pasmados de Llerena. Su concepción equívoca del Amor les llevó a los capellanes y directores espirituales- mucho tráfago y trabajo tuvo con estos curas la pobre santa Teresa- a aberraciones múltiples como acostarse con sus confesandas o a dejar preñado a un convento entero de monjas como ocurrió con aquel limosnero del Monasterio de San Plácido en la calle del Pez de Madrid, que quiso llevar a sus pupilas camino del cielo y, pastor, las pastoreaba borregas del infierno bajo el lema agustiniano de “ama y haz lo que quieras” según cuenta Marañón. De toda aquella represión sexual de los colegios de ursulinas salieron todas estas vírgenes locas que nos desgobiernan y tratan de imponer el feminismo a ultranza y la ley seca del espíritu, a base de trágalas y de revanchas puñeteras.
No; el cristianismo no puede ser un problema de bragueta. Ha de ajustarse a una moral natural y entrar en los límites de una cierta decencia. Algunos jesuitas tuvieron mucho la culpa de ciertas demasiadas y obsesiones por ese cabo. Conviene la morigeración de costumbres y es un tema en el que insiste el obispo de Muniebriga preconizado a la sede mindoniense en 1498 en su primera pastoral recomendando a los canónicos y beneficiados que no tengan barragana y que si criada hubieren que la oculten y no convivan con ella. El problema es antiguo puesto que ya el arcipreste de Hita se quejaba a su obispo Gil de Albornoz de la implementación del celibato, una recomendación de un concilio de Toledo hacia el 453 y que tarda más de diez siglos de ser costumbre entre los ordenados de mayores: “Eminencia, nos quita las buenas para que nos vayamos con las malas”.
La Iglesia es también una barca de piedra, un edificio secular hecho de sudor, argamasa y sufrimiento de sus hijos. Altas miras y amplias aspiraciones pero también pegada al barro. Algo externo o exotérico. El fundamento está en la Tradición, en los Santos Padres y en el Derecho Romano. Los juristas y casuísticos nos la amasaron en cánones y exhortos, silogismos, un rito, un calendario, una epacta. Las águilas teológicas (Tomás de Aquino, Bernardo de Claraval, Scoto o san Buenaventura) con un vuelo y una altura de miras cuya visión hoy causa pasmo pusieron la letra a la música del canto gregoriano. Por eso me parece a mí de una entidad cuasi perfecta. Su inspiración es divina. Su organización es humana y, en consecuencia, falible y perfectible. Hay que andar listos. Un ojo en el cielo y otro en el suelo, que decía Aguaviva el primer prepósito general de los jesuitas. Confundir el esoterismo, que desdeña el culto exterior y se atiene únicamente al legado de la Revelación, que cada uno interpreta a su manera, con el exoterismo o parte administrativa es también confundir el culo con las témporas. Está pasando y esa es una de las razones de la gran crisis de fe y el desconcierto (erramos como ovejas sin pastor) interior que se vive en estos tiempos del “quiliasmos”. Que el Señor venga en nuestro auxilio. La catolicidad de Mondoñedo, por eso me gusta tanto, no es una fe de beatas, sino de caballeros prevenidos en frontera.
18 de septiembre de 2004
MONDOÑEDO II
Antonio Parra
“Virgen Santísima, protegenos con tu manto”. La frase la tomo de un cuento patético del ruso Ivan Bunín “El epitafio”. Es un latigazo a las conciencias en forma de profecía. Resulta que en una aldea de la estepa había una cruz y sobre ella, surmontada, una imagen de la Madre de los Afligidos. Las gentes acudían al lugar de vez en cuando para pedir protección para sus cosechas, salud para los suyos y la intercesión de lo alto ante las desgracias y baticores del día a día. Decían: “Virgen Santísima, cúbrenos con tu manto”. Pero poco a poco el pueblo fue despoblándose, la cruz se cubrió de polvo. Dejaronse de presenciar allí actos conmovedores o liturgias piadosas. La fe se fue enfriando. Aparecieron los fantasmas de la esterilidad y el hambre. El dulce rostro de la Virgen se oscureció, nos dice Bunin. Nacieron en la tierra sedienta el aciano, heraldo de la sequía y el plateado armuelle o bledo, nuncio del hambre. La cruz dio con sus brazos en tierra y el icono de la dulce Theotokos se derrumbó. La cruz gris caída en el suelo sería olvidada de todos. Otras gentes de otras razas y de otras lenguas que vinieron a repoblar el lugar la olvidaron. “¿Con qué santificará la nueva gente su nueva vida? ¿A quién pedirá la bendición para su febril y ruidosa labor?”, concluye preguntandose el autor ruso que publicó esta pequeña obra maestra de apenas tres páginas en 1900.
Aplicada a nuestros días y al hic et nunc del desasosiego español, el cuento de Bunin mantiene una vigencia absoluta. Su descorazonador mensaje me salpica nada más llegar a Mondoñedo, la tierra natal de Álvaro Cunqueiro. Vengo en búsqueda de amaneceres y de páginas perdidas y hasta parezco escuchar su voz plateada de chantre. La ciudad sigue con su paz manifiesta y el inmenso rosetón cisterciense de la catedral es un tiovivo de colores donde los rayos al sesgo del entrelubricán giran acariciando con todos los matices del espectro las impostas de la nave del crucero. No habrá en otro sitio del mundo atardeceres tan bellos como los que se admiran en este templo que fue sede del obispo san Rosendo, lugar señalado por los templarios y de planta cuadrada, catedral de dimensiones modestas que hacen pensar no sé por qué en los regalos del domingo de Piñata. Su arquitectura barroca inspiró a las iglesias coloniales de Filipinas y Méjico.
La serenidad con que me recibe una de las más viejas sedes episcopales de Hispania pues parece haber sido fundada por uno de los siete varones apostólicos que comisionó san Pablo como legados del Evangelio a la bronca Piel de Toro contrasta con las turbulencias de mi espíritu. No puedo apostatar. Ya soy muy viejo para cambiar de religión ya en el tranco final de mis días. A buenas horas mangas verdes pero este verano las catedrales y antiguos santuarios de devoción se han llenado de turistas indígenas que se paseaban por la pérgola de San Vicente de Ávila con una sonrisa irónica en los labios o farfullando el topicazo de siempre: “Hay que ver lo bien que vivían los curas mientras el pueblo se moría de hambre” o “La Iglesia es poder. Siempre estuvo del lado de los pudientes”. Hacían fotos a la desesperada y observaciones matizadas de desafecto por la estupidez de sus padres y sus abuelos por creer en todo aquellas historias de viejas.
Ante tales fenómenos cada vez más frecuentes uno no puede por menos de sentirse un meteco en su propia patria. Los nuevos usos y costumbres me han vuelto un bicho raro. Ya no soy de los vuestros. Esto que llamamos democracia y qué no sabemos en definitiva qué será o en qué acabará ha conseguido sus objetivos: despoblar y descristianizar a España. Los turistas españoles con sus cámaras en ristre y su ir y venir de marcianos recién aterrizados, tal me parecía su desafecto, me hacían pensar con pavor en la conseja del cuento de Iván Bunín: el cristianismo se nos muere. Cierto que la Iglesia es poder pero ninguna institución más que ella hizo tanto por la gente. Que en sus manos se acumularon muchas riquezas, ciertamente.
Es, sin embargo, una verdad solo en parte pero las grandes mentiras están confeccionadas a base de medias verdades. De sólo pensarlo se me ponen de punta los pelos ante la idea de ver convertida la Cartuja de Miraflores en un museo. Y esa es la política que con toda la mejor intención del mundo, algunos cayeron en el lazo, que late bajo los esquemas de magnas exposiciones como las Edades del Hombre. Sentí verdadera indignación cuando en una de las vitrinas vi un portapaz que yo he llevado a dar a besar cuando era seminarista en la catedral de Segovia. Está visto quieren arrinconar a Dios. Convertirlo en una reliquia del pasado. El cuerpo místico de Cristo es un cadaver y la comunión de los santos una entelequia. Los hijos de la tiniebla han hecho bien los deberes mientras se durmieron en los laureles los muchachos de la luz. No quiero pensar que tengamos una Iglesia de manos muertas como la quiso el masón de Mendizabal. Quizás haya sonado el golpe de gong para una segunda desamortización. Tanto boato es testimonio de un esplendor sacrosanto.
No puede prosperar cualquier religión sin misterios eleusinos. Las piedras preciosas, las casullas y capas pluviales recamadas de oro, los pectorales, los cálices, las custodias triunfales, las navetas e incensarios de oro macizo, todo el boato y rigor del rito romano sólo sirven para emitir un mensaje: que el poder viene de Dios. Durante toda la edad media para complacer a los artistas Cristo se hizo arquitecto, poeta, músico. Ninguna religión frisó tan alto como la del Crucificado en torno a estética. Hasta puede afirmarse sin lugar a engaño que todo el arte occidental brota de la roca de la Cruz y estuvo manando incesante sobre Europa este raudal por mucho que los volterianos de Chirac pretendan ningunearnoslo. El hecho se tiene por sí solo. Los datos ahí están.
Peor todavía sería el enterramiento de la cruz y la imagen de la Virgen hecha pedazos ante el paso de la horda de las nuevas generaciones agnósticas, ácratas, adoradores de deidades diferentes y con otras parafernalias. Así, saldada la vieja deuda del rencor, habríamos alcanzado el objetivo de la descristianización. Es el mensaje subliminal que subyace bajo este afán de cerrar al culto los templos y abrirlos a la curiosidad turística como exvotos del pasado. Los pueblos sin religión resultan mucho más maleables. Algunos prelados, advertidos de lo turbio de la maniobra, pusieron a la Conferencia Episcopal sobre aviso.
Sin embargo, Cunqueiro que se me aparece entre las chispas de un albar cristalino de mi primer ribeiro que trasiego en un bar cerca de los soportales me advierte bufón que tampoco es para ponerse así. Su recuerdo me alienta y me dice: “No te amargues ni te hagas mala sangre, chico. Ya se les pasará”. Dios es más poderoso que Merlín y érase un hombre que se parecía a Orestes. No les voy a dar la clave secreta de cómo el novelista mindoniense había penetrado la trama organizativa que circuye al Amadís de Gaula y a otros grandes libros de la caballería andante. El escritor al que yo llegué a conocer personalmente murió en 1981 pero su espíritu ronda el caserío de esta villa. Es como un “genius loci” literario que se pone al frente de una interminable romería de menciñeiros, meigas y caminantes. La fabula forma también parte del contexto.
No seriamos nada sin sueños y sin encantamientos. La historia de España desde luego parece encandilada por un delirio quijotesco. Pocos habrán podido advertir en Don Quijote una solapada pero ardua y tenaz feroz crítica a la Iglesia Católica que Cervantes concebía como una especie de gran libro de caballerías lleno de capítulos que hacen suspirar de emoción y con lances rocambolescos. Sin exaltación no hay altura y resulta que Cervantes tiró el guante y salió del envite bastante quebrantado murmurando entre dientes a un Sancho al que también mantearon aquello de “Con la Iglesia hemos topado Sancho”. Tenía Cervantes algo de gallego o, al menos, su familia era oriunda de estos valles. Puede que esta no sea más que una hipótesis pero para entender a la Iglesia Católica y a la Caballería andante hay que haber pisado Mondoñedo.
Ahora cuando resulta que la historia se desata los dedos se nos vuelven huéspedes y nos echan en cara las viejas andanzas. ¿Os acordáis de cuando entonces?, vocifera el inquisidor, todo cambió. Pues ahora a pagar la deuda. Meto en adobo los malos augurios, pongo entre cordones y entre chavetas de procesos inquisitoriales la imputación maliciosa henchida de cainismo y de viejos rencores que incrimina a la Iglesia por delitos que nunca cometió. Hasta se me atraganta el ribeiro pensando en estas desazones pero la estólida fachada de la modesta catedral con sus muros recios y su rotundo rosetón, uno de los mayores del mundo para gloria del arte cisterciense y que hace pensar en la flor del agua prendida en una sima submarina o de un ventanal por donde asoman dos ciegos que siguen ahí mirándome, me reconforta. Solidez ancestral. Estos edificios fueron construidos pensando en la eternidad. Suenan horas en la torre y acaricia el enmorrillado de la rúa bajo el beso de la lluvia el bordón de un peregrino que acaba de cruzar la plaza.
Cervantes no era cristiano viejo pero en su pluma llegaron a fundirse el alma de las tres religiones. Sus prosas emiten un mensaje de reconciliación que casi parece imposible entre españoles. Y a España no es posible jamás tenerla sin caballeros andantes, sin escuderos y sin fregoniles Maritornes. Es quijotesca, sanchopancesca y muy dado a los devaneos de Celestina. Mujer ventanera. Mujer ventanera, pasa de calle y es verdad. Y venternera locuaz. El talante nacional es caprichoso y pendular.
Los gallegos sin embargo tienen otro mirar. Son los que siempre arrimaron el hombro dispuestos a echar una mano sin darle la más mínima importancia a su heroísmo y como quien no quiere la cosa cuando por aquí hubo palos. Los libros de Cunqueiro son todos así. Irreverentes y a la vez profundamente serios y escritos en un castellano en que acaricia el oído el retumbar lejano de la caracola de la saudade. Algo parecido sabía hacer Cela. Es, desde luego, otro approach. Afrontan la existencia con otro miramiento. La cachaza del gallego nos tranquilizó a lo largo y a lo ancho de nuestras grandes tragedias nacionales. Aunque Galicia puede tener también una aire chambón y acérrimo de algunos afiladores con rechifla y que van por ahí algo esquinados y zumbones haciendo sonar el castrapuercas que es para echarse a temblar como ocurrió cuando lo del Prestige, lo normal es la mentalidad humorística y la cordialidad. La meseta lucense- ya lo sabemos- carece de las melosidades de Puente Deume. En Mondoñedo uno come bien y mejor se bebe. Prueben el aguardiente de hierbas.
No se puede entender a la catolicidad sin caballería andante y España fue la mejor patria de los caballeros andantes que vinieron siempre de Inglaterra como el mago Merlín un personaje de Cunqueiro que va por las calles de esta ciudad con su sotana y esclavina de peregrino. Me lo topo de manos a boca y afirma ser peregrino por la paz. No es un duende sino un personaje de carne y hueso. Se llama Manuel Montero Rego al que Cunqueiro llamaba meu libreriño do camara. Regentó una librería en la calle de la Concepción y ahora, jubilado jubiloso, se nos ha hecho caballero andante de la palabra y del buen consejo. En su compañía saldría yo a desfacer entuertos por esas veredas. Ya, empero, para tales trotes me sobran arrobas en el cuerpo y me falta en el alma la candorosa ilusión de la juvenil edad.
-¿Qué, don Manuel, hace un ribeiro?
-Ya no bebo, señor y se me hace tarde para ir a un cante misa.
Un cura aparece plantado con su gran corpachón en la antojana de la iglesia de los Remedios mirando para el infinito y esperando a una feligresía que parece renuente a acudir. Se muestra como un aparecido sobre el atrio fantasmal. La desolación de esta iglesia despoblada y vacía contrasta con otra escena que presencié en el convento de san Francisco en Santiago pocos días después. Aparcan varios autobuses y empiezan a bajar gallegos que venían a un entierro. Debieron de venir en número de más de dos mil. Muy bueno debía de ser el muerto. Tenía muchos amigos pues de lo contrario tal multitud no pudiera haberse dado cita en su funeral. Sí ¡qué bueno era! Estas cosas sólo pueden ocurrir en Galicia.
Tampoco se podrá entender a España sin Galicia. No sirve darle vueltas. No puede haber tres ciudades más diferentes y a la vez más íntimamente unidas que Compostela, Toledo y Sevilla. Entre estas tres reinas de nuestro urbanismo existen sin duda elementos de cohesión. Son la impronta de una huella secular en las que la fe externa e interna es parte de un todo armonioso de un alma misteriosa, la de un país como España que fue cuna de civilizaciones. El cuento de Ivan Bunin, no obstante. Sigue siendo acicate de mi desasosiego pues se me aparecen sus cruces destronadas, los altares profanados, y la risa del diablo resonando por entre las naves de las catedrales vacías y las nefastas harpías abortistas alzando el trente por las sacristías desmanteladas. ¿Volverán a repetirse esas escenas terribles de nuestro pasado inmediato? ¡Ah puede una gota de lodo sobre un diamante caer! Pero su fulgor se oscurece sólo de momento.
He leído las capitulares y actas de la catedral de Mondoñedo redactadas por su archivero Enrique Cal Pardo y que abarcan desde el siglo XV hasta el XVIII. En estos documentos impera una misma tónica que habla de cartas de pago, recudimiento, transacciones, anatas, diezmos, martiniegas, caloñas, fonsaderas, catastros sinodáticos, juros de heredad, raciones y momios, y oposiciones a canonjías que se desarrollaban en la sala capitular delante de una clepsidra, todo el tiempo que tardase en bajar del compartimento de arriba al de abajo la arenilla era el tiempo con que contaba el opositor para disertar de su tesis. El tribunal emitía su voto secreto mediante unas habas. Las judías blancas para el aprobado y las negras para el suspenso. Licet, non licet. Apto. No apto. El sistema de selección eclesiástica lo asimiló nuestra administración. De ahí venimos y en esas estamos. Antes las iglesias estaban para algo. Servían de centro de acogida a las deliberaciones del consejo. Las reuniones del común se celebraban en el atrio. Y, dentro, se cantaba y se bailaba en honor del Sacramento. Lo de estar callados como en misa fue una disposición que vino después de Trento. Esto aun no se lo han explicado a la gente que vive ajena a la historia de España y de la Iglesia, una perenne caja de sorpresas.
En todo este gran aparato exterior concerniente a la disciplina eclesial canónica se echa en falta naturalmente el pietismo. Los libros capitulares, albaranes de compra y venta, registran propiedades y hablan poco de las cosas de Dios. Pero a los clérigos la fe se les supone como el valor a los militares. La iglesia tuvo en sus orígenes mucho de teatro y algo de banco, organización perfecta donde se amortizaban los dineros. Sin el oro de san Pedro no hubiese sobrevivido. Fue ese oro el que ha despertado siempre la codicia de los Sans culottes jacobinos. Son los que arramplaron luego con el cepillo.
Al propio tiempo, estos legajos del pasado hablan elocuentes de ese afán que siempre tuvo la Iglesia de vida apartada del mundanal ruido. Raciones, rentas y coro y un ver desfilar las estaciones del año una tras otra con sus fiestas, acontecimientos, bateos, funerales, cosechas, pomaradas, rochas, huertos del níspero, exenciones y privilegios, ajustes de cuentas y devengos que se pagaban por san Lucas, san Miguel o san Martín. Horacio y los griegos que preconizaban el apartamiento de las cosas del siglo influyeron en esta visión del mundo en medio de una sociedad agrícola y rural. Los cantorales y becerros de coro yacen amontonados en un desván. Si sus páginas hablarán, qué de buenas historias podrían contar. Se nos muestra el lecho de un obispo. No podía aposentarse en más austero apartamiento el prelado Luján.
Parte fundamental de la visita a este museo diocesano es la que nos muestra una sección dedicada a exponer las cáligas o las sandalias de oficiar misa pontifical de los diferentes ordinarios que tuvo la diócesis mindoniense. Estos zapatos cada uno de ellos con los colores litúrgicos muestran primorosos bordados sobre la seda natural. Haciendo con juego con estas piezas de la ornamentación episcopal está la quiroteca donde se guardan los guantes con que el obispo oficiaba e impartía con ellos la bendición cada uno de un color diferente según la clase de misa que se oficiase. “Yo soy el obispo de Roma, para que te acuerdes de mí toma”. Tenía que ser una bofetada pero se convirtió en caricia. Era la acolada, el toque de varas que supuso mi confirmación, allá en la lejana infancia. Debía de ser por Adviento o por Cuaresma porque la quiroteca que guanteaba la mano de mi obispo al que recuerdo (se llamaba Daniel Llorente de Federico) era morada. Con esa bofetada me convertí en soldado de Cristo. Los católicos - en eso llevaba razón el bueno de Iñigo de Loyola- pertenecemos a una insólita Orden de Calatrava. Que vuelvan los templarios con los ciriales y la cruz alzada. Un acólito venía detrás enrollando su capa magna y los añafileros hicieron la salva al entrar don Daniel en la catedral. Años triunfales. Una nube de incienso perfuma en el recuerdo en mi memoria del segundo día más feliz de mi vida, el de mi confirmación. El primero fue el día de mi primera comunión.
¿Qué nos ha quedado de todo aquello? Quirotecas y cáligas. El acetre, la naveta, una carraca de Semana Santa, el capelo del cardenal Arriba y Castro que rigió esta sede y al que llaman el obispo santo, o el báculo de san Pelayo, otro prelado visigótico de la heptarquía mindoniense allá por el siglos VIII, objeto de culto que tuvo que ser enajenado por el cabildo para mejorar la cubrición de las techumbres del templo catedralicio. El báculo que también puede admirarse en el museo es objeto de ciertas mofas sacrílegas por parte de aquellos que han convertido al actual titular de esta diócesis en papamoscas de sus juegos, blanco de sus invectivas terroríficas, aventadoras del humo satánico y del cisma que tiene amedrentada a la grey. Raza de víboras. Sepulcros blanqueados. Los legados del pueblo duro de cerviz desde su atril manejan los viejos tesauros eclesiales. Madre ¿por qué callas?
Hablábamos el otro día José Luis Navas y yo sobre este silencio de Dios que está haciendo de nosotros mártires ideológicos en el seno de una iglesia que otorga y calla o exules en nuestra propia patria porque estamos asistiendo a acontecimientos sorprendentes que no entendemos y por los que nos sentimos desbordados, preteridos y tachados de fachas nosotros que contribuimos, como pocos, a la alborada de la libertad y al advenimiento de la democracia en este país. Porque aquí lo que nos falta es un Quevedo. No he de callar por más que con el dedo tocando ya los labios ya la frente silencio avises a amenaces miedo. Estábamos consternados y sorprendidos por este mutismo en la cúpula jerárquica ante esos millones de homicidios que supone la legalización del aborto o la tibia actitud ante el matrimonio de homosexuales y estos fervorines arco iris que incluso jalean desde el Vaticano. Hasta el punto que medios de difusión próximos a la jerarquía no han dudado de tomar parte en el ejercicio de tiro al blanco contra monseñor Gea Escolano al que califican de retrógrado y cavernario. Eres más tonto que el obispo de Mondoñedo dicen los que le quieren poner la coroza de una especie de Blas Piñar de la conferencia episcopal. Son unos expertos consumados en el arte del insulto y del libelo. Son los hijos de los desamortizadores de siempre, los que siempre se alzan con el santo y la limosna en este país, y ahora se definen como albergue de la nueva teología Pueblo de Dios. Puras invenciones maniqueas. Y aquí pueblo de Dios somos todos. Ha nacido una nueva iglesia del silencio.
He tomado la resolución, en compendio de todo esto, yo que siempre fui algo ácrata y liberal pero profundamente piadoso a pesar de indigno hijo de la SRI, de acudir al obispo Gea estas Témporas a que me imponga las manos y me confiera la diaconía. Las ordenes menores ya las tengo. A la ceremonia le voy a invitar a mi querido amigo José Luis Navas. Que venga con su acompañamiento de columnistas y de reporteros y todos juntos iremos luego a venerar a la Virgen inglesa que tiene un trono en una capilla del testero de la catedral de este bello pueblo lucense, sublime pecio de aquella debacle que fue la Invencible. Que la Madre del Amor Hermoso nos ponga bajo su manto y proteja nuestra vejez como protegió nuestra juventud. Seguimos siendo jóvenes en el corazón. Unas diáconos para lo que haga falta y para lo que ustedes gusten mandar. No quisiera ver cumplida, por lo demás, la conseja/profecía del cuento de Ivan Bunin sobre mis carnes y las de mi patria y aunque haya indicios que así nos lo dan a entender y muchos síntomas de destrucción que hacen pensar.
Antonio Parra
Día del Pilar
12 de octubre de 2004
CARTA A LAURA PONTE MARTÍNEZ
Antonio Parra
Querida Laura: Honra merece el que a los suyos se parece y de padres gatitos, hijos michines, que dicen por mi comarca y eres también alta y delgada como tu madre a la que llamábamos en la Escuela de Periodismo, aquella pequeña universidad de Pedro Aparicio La pastora Marcela, ojos rasgados color avellana, y de la cual andaban todos enamorados como burros entre clase y clase, oye me pasa los apuntes, el terror de Pedro Go o las explicaciones iterativas de Bartolomé Mostaza, aquel pequeño Marcelino de Zamora que a mí siempre me dejó para septiembre. Ya se sabe: la mujer y la manzana, asturiana. A Marcela la creían todos gallega por su dulzura melosa y su acento cantarín de las encartaciones de Puente Deume, pero ha nacido en Sotrondio. Es de la cuenca minera.
Y tu padre, un gallego de buena planta, excelente periodista con el que comparto pasión y profesión y nunca ideas políticas, esa zanja que separa a los españoles, fue el que se casó con la Marcela, habida cuenta de su inteligencia y otras prendas que desconozco, aunque, según supe, y ese también es un drama - los gacetilleros a veces no somos buen partido, tenemos manías y andamos siempre azacaneados con eso del recado de escribir, y muchos de nosotros llevamos las tres D fatídicas: deprimidos, dipsómanos, divorciados- aunque sólo relativamente. Me hizo mucha gracia verle vestido de pingüino al bueno de Ponte Mittlebrun, que ha emparentado nada menos que con los Borbones, él que siempre se las dio de rojo y pudo sobrevivir y ser amado y respetado en una villa tan de derechas como Luarca. Iba de bracero, padrino y madrina, con la infanta doña Pilar. Una imagen interesante y llena de contrastes.
Con ese ferrete coruñés que le caracteriza espero que cuente sus impresiones de tan alto momento. No es cosa de todos los días conducir al altar a tu hija camino del altar para casarse con un sobrino del monarca. Seguro que no le cabrá un piñón por el culo, aunque lo disimule y hombre sin grandes aspiraciones que busca un poco el Beatus ille horaciano y un pequeño rincón donde escribir no dé quizás cuartos demasiados al pregonero. Debe de sentirse orgulloso haber sacado adelante a una familia en un tiempo tan difícil y de tantos cambios el que nos ha tocado vivir y veros llegar adonde habéis llegado tanto tu hermano como tú, a quienes- tengo una memoria muy borrosa de todo aquello- de Londres os traía caramelos y hasta creo que llegué a regalaros una pequeña radio. Erais los dos unos guajes preciosos. Creo que ya entonces llamabas la atención por esos dos ojos impresionantes de gacela que eran los de tu tía Laura y tu tía María Martínez Zapico. Creo que en la ceremonia luciste los pendientes que ella te regaló y que no pudo llevar en la suya. Nuestro himeneo fue aplazado la misma víspera. Yo me iba a casar con María, mi Dulcinea del Sotrondio. Entonces estábamos todos un poco locos. Eramos la generación de mayo del 68. Tu tía cuando entraba en clase con aquellos trajes de chaqueta, esa buena percha que la naturaleza os concedió, causaba en el aula, aquella sección de Inglés de la Facultad de Filología, verdadera impresión. Tú eres la que más te parece a ella. En lo garbosa, en lo indecisa y calculadora, en lo buena persona, en lo camaleónica, en lo alta y buena moza. Todavía estoy recordando sus guantes de cabritilla. Iba siempre de punta en blanco aquella ovetense. Salimos algunas veces y la acompañaba a su colegio mayor en la calle de Alonso Cano pero no fue hasta años más tarde, ya concluida la carrera, que formalizáramos una relación que fue un desastre. Creo que yo, pobre periodista con manías grafómanas y un tanto bohemio, no era el más adecuado para ser media naranja de una chica tan inteligente y con pretensiones aristócratas. ¡Virgen de Covadonga, la que se preparó! ¿Qué fue de aquel amor? Se transformó en humo de las cartas que quemé una tarde de melancolía en mi piso de Kensington. Fue la punzada del sentimiento de una equivocación y el amargo recuerdo de una noche de pesadilla. Por todo aquello y por lo que a mí me toca pido perdón. Fue algo muy bonito y platónico mientras duró pero sin aplicaciones. Estaba abocado al fracaso.
Aquello no podía terminar sino de mala manera y María con su firme decisión de darme calabazas el día antes de la boda me ahorró un divorcio con todo el dolor y quebranto que eso apareja para la gente de mi generación. Flotan las imágenes imprecisas de algunas excursiones a Avilés y al puerto de Tarna. Varios viajes y encuentros que sostuvimos en Londres y una bonita visita a Cambridge sin más conclusiones. Para torear y casarse, dice el refrán, hay que casarse, y tu tía y yo eramos por entonces nada más que dos pardillos. Demasiada utopía y escasas conclusiones prácticas. María, mi Dulcinea del Sotrondio, era todo una señora y yo no estaba a la altura, no fui digna de su corazón, aunque tampoco conviene exagerar la nota. ¿Fue mi gran amor? No lo sé. Por aquellas calendas teníamos todos la cabeza a pájaros.
Una noche de septiembre de hace justo treinta años en el Parque de San Francisco se me vino el mundo abajo. Me dejaron solo y abandonado como los pobres en los pajares. Hubo que avisar a los invitados que deshicieran las maletas, algunos ya con el pie en el estribo del avión, ponernos en contacto con los hoteles. Sólo encontré apoyo y alguna palabra de consuelo en mi director Rafa García Serrano: “Parra, no serás el primero ni el último”. Pero el baldón no hay quien me lo quite. Me abandonaron todos (la familia, los hermanos, los amigos) como a Cristo en Getsemaní. Mi hija Cristi me dijo el otro día una gran verdad: “Papí, tienes un ángel de la guarda super fuerte”. Aquella noche en Oviedo tuvo bastante trabajo. Si me lo hubiera dicho antes, me hubiera evitado venir desde Londres y los gastos- encargué el traje de novio a un sastre judío de Savile Row- habrían sido ahorrados, así como el trauma que supusieron aquellas calabazas al pie del altar, más vale tarde que nunca, a lo largo de mis días. Pero calma. No se ha de desesperar ni perder la fe en Dios que sabe escribir al derecho con letras torcidas.
No sé si será verdad. Hasta me emborraché y di un sonoro. Mi amigo Teodoro Llorente, el comisario de Oviedo, compañero de fatigas en el seminario, me sacó de la trena. Recuerdo tres colores: el color negro de la Star del secreta que me puso manos arriba, el verde de la puerta del calabozo donde me retuvieron aquella noche, y el blanco cadavérico de mi rostro al mirarme en el espejo de una habitación en el hotel. Me acordé de un verso de Quevedo “Católica y cruel Majestad”. Los hombres me habían abandonado. Un cura post conciliar de la escuela Galatea de Tarancón se había metido de por medio y me dieron entre todos el taranconazo. Aunque lo que más me dolió fue el abandono y el trauma que supuso por primera vez salir de una comisaría como un vulgar chorizo o un uxoricida. Los hombres me abandonaron. Dios creo que no. Tampoco me dejó tirado aquel gran escritor falangista que estaba por entonces al frente de la agencia Pyresa. ¡Bendita sea su memoria! No aguantaba borboneos, y yo tampoco.
Laura, estabas muy guapa con tu velo de desposar estilo camp y tus varas de azahar.
Let bygones be bygones. Lo pasado, pasado que reza el refrán inglés. Pero ese aspecto tan camaleónico de tu semblante, esa capacidad para disimular, me recuerda a alguien. Eres una artista de las maniquíes, la reina de las catastas, tan elegante como tu tía. Quiero recordarte en este epitalamio un tanto amargo y con efecto retroactivo, que la vida da más vueltas que una noria. Tras de tiempos vienen tiempos. Que no pierdas nunca ese golpe inocente de tu mirada de cierva. Yo recuerdo que en amaneciendo el 24 de septiembre de 1974 tomé un taxi camino de Ranón para coger el primer avión destino a Inglaterra.
Al salir de Oviedo, como Sta. Teresa me sacudí el polvo de los zapatos, prometiendo no volver. El hombre propone y el de arriba dispone. Al año siguiente estaba de vuelta para casarme con una ovetense. Es la mujer de mi vida, la madre de mis cuatro hijos como cuatro soles, hoy mi santa que me aguanta y con la que, dentro de lo posible, he sido feliz. Así que me tira el Fontán y como testigo de cargo podría contar muchas cosas interesantes de la Asturian Connection, la boda del príncipe con Leticia, Fernández Campo, los hermanos Ansón, Graciano, las plumas galanas de la Nueva España. Hoy el poder en España pasa por las coordenadas de Vetusta. Oviedo también le subyugaba al “comandantín” como despectivamente lo llamaban esos carbayones, pues también les parecía poco partido, y mira después la que preparó, y nadie haría tanto, pese a los despechos, por esa Asturias a la que profundamente amaba. Su sucesor sigue sus pasos y es que la Cuna de la Reconquista tiene implicaciones mágicas. Nuestro destino, Laura, está escrito en las estrellas. Que seas, hija, muy feliz. A mis los hados me llamaron a esa bendita región. Lo demás es tierra conquistada. Y tú me parece que también diste el braguetazo. Norabuenas y parabienes. Aun me sigo haciendo cruces de cómo pude salir indemne de aquélla. O el Señor premia a la inocencia o es verdad lo que dice mi Cristi de que tengo un ángel de la guarda que está hecho todo un zaguanete que me libra de los peligros e incluso de mí mismo.
20 de septiembre de 2004
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