VOLVIENDO A
LA GARRAFATINA
Me releo,
consuelos de mis relecturas que son mis desventuras. Una pena que todo este esfuerzo de mi
redacción ininterrumpida caiga en baldío.
Palabras de desahogo que no llegarán a un oído y remembro la parábola
del Sembrador. Buena y mala
semilla. Pero, para semilla las cenizas
de Agustín, mi primo que acaba de morir a los cincuenta años, polvo escondido
debajo de las raíces fuertes de una malva.
Tirábamos y no las podíamos arrancar. ¡Cuidado, no te hagas daño!
Sigo bajo
la impresión de muestra nada y vuelvo a mascar garrafatina, los frutos de la
acacia; garrafatina lo llamábamos. Eran las peladillas del pobre, algo con que
entretener el hambre en las sesiones de cine los domingos sin merendar. Habas
contadas. Se echaba como afrecho en el pesebre de los rumiantes.
Garrafatina
no es más que el fruto del algarrobo disecado.
Las que compraba yo a la Isabel la de la cesta viuda de guerra que
paseaba su pobreza y sus churros, a perra chica, por el real de la feria por las
fiestas de San Juan y san Pedro. Ya no
hay real en aquella dehesa boyal de Enrique IV por Sampedro.
Plantaron olmos y han crecido.
Hoy hay un bosque, camino de la
estación. El cuartel de la GC sigue ahí; así con sus ventanas cerradas y la
puerta mayor pintada de verde, el color del cuerpo de los beneméritos hijos del
duque de Ahumada. Garrafatina para
todos.
En la
plazoleta de Santa Eulalia crece solemne el viejo almez. Es el árbol de las catorcenas. Sus ramas amparaban los gallardetes de las fiestas
tristes con farolillo rojo, olor a fritanga y garrapiñada y estruendos de tiro
al plato, y hasta me pareció escuchar los ejercicios de música de aquel
dulzainero en el portal de una casa de Cantarranas donde planeaban las
moscas. La casa del hidalgo, el palacio
de los Buitrago en ruinas, habitada por fantasmas dicen que en ella moró el
Dómine Cabra, sigue con sus soportales sobre macizos intercolumnios de granito
y un letrero en la ventana que pone: se vende.
¿Zabarcera señá Isabel adonde te habrás ido
caminando con tu cestilla, hijo, hijo? ¿Y tus pendientes de aljófar aquellos que
gastaban las segovianas, y el recuerdo de tu marido muerto en guerra, toda de
luto por él y ¿por los que llevaron a presidio?
Mis vivencias de Segovia son puras.
Luz de
Segovia cromatismos inconfundibles, vida y recuerdos. ¿Dónde se han metido las
chovas augurales anidando en las socarrenas de las murallas en cuyos sillares
romanos estaba escrita en piedra alguna parte de nuestra milenaria historia?
Había una
piedra augural frente a la casa donde yo nací dedicado a un tal Juvenal filio
de Juvenalis, según el epígrafe,
dedicado a Júpiter por un tal Juvenal, hijo de Juvenal, cabe la puerta
del Socorro. Miraba yo aquellas grafías, embelesado; que luego determinaron,
para mi desgracia o suerte, mi vocación de latinista. Un poco más arriba crecía
una mata grande de parietaria. Todas
estas sensaciones levitaran en la memoria y parece que estoy viendo salir una
tarde de verano a un oficial de la IPS con una sonrisa de oreja a oreja de la
casa de la Farela. Somos polvo y en polvo nos convertimos pero aquel alférez no
había ciertamente echado polvos en el vino, pues los sulfitos marean y dan
dolor de cabeza, sino donde corresponde, y como Dios manda. ¡Oh, gran pecador! Y sin enmienda.
Aquella
casa misteriosa junto al convento de santa Isabel era fascinante como una mala
tentación, contra cuyas puertas acorazadas de cinc los chicos de ayer
arrojábamos pedradas. ¡Que sacrilegio!
Acantear al amor era ir contra la vida, pero, como entonces, decían que
era pecado y que te ibas al infierno, pues eso: a cantazo limpio. Y a pesar de
todo, las cigüeñas seguían machacando el ajo sobre los belvederes románicos.
¡Oh,
Segovia de mis amores ciudad perfecta elevada en la cúspide con un aire inmarcesible,
columna de la iglesia! Sus cien torres
son otros tantos misteriosos silogismos.
Torre de
san Justo y del Salvador y el cimborrio de san Clemente vigilan los días y las
noches segovianas extramuros dando escolta a los cipreses detrás de la tapia
del cementerio del Santo Ángel en otro cerro más allá de la carretera. La muerte tiene su literatura y su sobrecarga
por estos sexmos. La muerte no existe.
Es tan familiar a nuestros recios huesos que pasamos sobre ellas como de
puntillas.
Taller de
recauchutados del pobre Quico Sabaté.
¡Cuantos se han ido! Y Ramón el peluquero catalán que
arreglaba a Cirilo Rodríguez en la barbería del Azoguejo y la señora Antonia su madre, aquella refugiada que vino de Lérida huyendo de
los bombardeos de la batalla del Ebro, la que me lavaba la ropa. Una resaca de emociones de versos, los que
publiqué en el querido Adelantado,
cuando lo dirigía Cano de Rueda.
Torrentes de papel se arremolinan en mi memoria. Montones por los que andamos
encaramados dando voces. Segovia en el recuerdo. Segovia en el corazón.
Voy a
perderme por las tabernas de los barrios y en Cándido daré gusto a mis quijadas
y despedir a todo eso que se va con besos al jarro. Y esto no es una figura
retórica, quiero decir un cleuasmo, sino palabra de vida y de verdad. Parapléjica actitud. Os estoy mirando, años que se fueron. Sic igitur ad astra, yo remozo mis
clásicos.
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