2022-11-09


 

VOLVIENDO A LA GARRAFATINA

 

 

 




Me releo, consuelos de mis relecturas que son mis desventuras.  Una pena que todo este esfuerzo de mi redacción ininterrumpida caiga en baldío.  Palabras de desahogo que no llegarán a un oído y remembro la parábola del Sembrador.  Buena y mala semilla.  Pero, para semilla las cenizas de Agustín, mi primo que acaba de morir a los cincuenta años, polvo escondido debajo de las raíces fuertes de una malva.  Tirábamos y no las podíamos arrancar. ¡Cuidado, no te hagas daño! 

Sigo bajo la impresión de muestra nada y vuelvo a mascar garrafatina, los frutos de la acacia; garrafatina lo llamábamos. Eran las peladillas del pobre, algo con que entretener el hambre en las sesiones de cine los domingos sin merendar. Habas contadas. Se echaba como afrecho en el pesebre de los rumiantes. 

Garrafatina no es más que el fruto del algarrobo disecado.  Las que compraba yo a la Isabel la de la cesta viuda de guerra que paseaba su pobreza y sus churros, a perra chica, por el real de la feria por las fiestas de San Juan y san Pedro.  Ya no hay real en aquella dehesa boyal de Enrique IV por  Sampedro.  Plantaron olmos y han crecido.  Hoy hay un bosque,  camino de la estación. El cuartel de la GC sigue ahí; así con sus ventanas cerradas y la puerta mayor pintada de verde, el color del cuerpo de los beneméritos hijos del duque de Ahumada.  Garrafatina para todos. 

En la plazoleta de Santa Eulalia crece solemne el viejo almez.  Es el árbol de las catorcenas.  Sus ramas amparaban los gallardetes de las fiestas tristes con farolillo rojo, olor a fritanga y garrapiñada y estruendos de tiro al plato, y hasta me pareció escuchar los ejercicios de música de aquel dulzainero en el portal de una casa de Cantarranas donde planeaban las moscas.  La casa del hidalgo, el palacio de los Buitrago en ruinas, habitada por fantasmas dicen que en ella moró el Dómine Cabra, sigue con sus soportales sobre macizos intercolumnios de granito y un letrero en la ventana que pone: se vende.

¿Zabarcera señá Isabel adonde te habrás ido caminando con tu cestilla, hijo, hijo? ¿Y tus pendientes de aljófar aquellos que gastaban las segovianas, y el recuerdo de tu marido muerto en guerra, toda de luto por él y ¿por los que llevaron a presidio?  Mis vivencias de Segovia son puras.  

Luz de Segovia cromatismos inconfundibles, vida y recuerdos. ¿Dónde se han metido las chovas augurales anidando en las socarrenas de las murallas en cuyos sillares romanos estaba escrita en piedra alguna parte de nuestra milenaria historia?

Había una piedra augural frente a la casa donde yo nací dedicado a un tal Juvenal filio de Juvenalis, según el epígrafe,  dedicado a Júpiter por un tal Juvenal, hijo de Juvenal, cabe la puerta del Socorro. Miraba yo aquellas grafías, embelesado; que luego determinaron, para mi desgracia o suerte, mi vocación de latinista. Un poco más arriba crecía una mata grande de parietaria.  Todas estas sensaciones levitaran en la memoria y parece que estoy viendo salir una tarde de verano a un oficial de la IPS con una sonrisa de oreja a oreja de la casa de la Farela. Somos polvo y en polvo nos convertimos pero aquel alférez no había ciertamente echado polvos en el vino, pues los sulfitos marean y dan dolor de cabeza, sino donde corresponde, y como Dios manda. ¡Oh, gran pecador!  Y sin enmienda. 

Aquella casa misteriosa junto al convento de santa Isabel era fascinante como una mala tentación, contra cuyas puertas acorazadas de cinc los chicos de ayer arrojábamos pedradas. ¡Que sacrilegio!  Acantear al amor era ir contra la vida, pero, como entonces, decían que era pecado y que te ibas al infierno, pues eso: a cantazo limpio. Y a pesar de todo, las cigüeñas seguían machacando el ajo sobre los belvederes románicos.

¡Oh, Segovia de mis amores ciudad perfecta elevada en la cúspide con un aire inmarcesible, columna de la iglesia!  Sus cien torres son otros tantos misteriosos silogismos.   

Torre de san Justo y del Salvador y el cimborrio de san Clemente vigilan los días y las noches segovianas extramuros dando escolta a los cipreses detrás de la tapia del cementerio del Santo Ángel en otro cerro más allá de la carretera.  La muerte tiene su literatura y su sobrecarga por estos sexmos.  La muerte no existe. Es tan familiar a nuestros recios huesos que pasamos sobre ellas como de puntillas. 

Taller de recauchutados del pobre Quico Sabaté. ¡Cuantos se han ido!  Y Ramón el peluquero catalán que arreglaba a Cirilo Rodríguez en la barbería del Azoguejo y la señora Antonia su madre, aquella refugiada que vino de Lérida huyendo de los bombardeos de la batalla del Ebro, la que me lavaba la ropa.  Una resaca de emociones de versos, los que publiqué en el querido Adelantado, cuando lo dirigía Cano de Rueda. Torrentes de papel se arremolinan en mi memoria. Montones por los que andamos encaramados dando voces. Segovia en el recuerdo.  Segovia en el corazón. 

Voy a perderme por las tabernas de los barrios y en Cándido daré gusto a mis quijadas y despedir a todo eso que se va con besos al jarro. Y esto no es una figura retórica, quiero decir un cleuasmo, sino palabra de vida y de verdad.  Parapléjica actitud.  Os estoy mirando, años que se fueron.  Sic igitur ad astra, yo remozo mis clásicos.

 

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