Ayer fue beatificado en Roma el
P. Foucault cuya figura cobra una singular importancia en medio de la ola de
algaradas incendiarias que vive el país galo. Este santo fue un francés atípico
que intentó una aproximación entre el cristianismo y el Islam. Tarea que en
vida del misterioso monje no pareció rendir frutos pero la simiente que él
esparció por tierras agarenas del Rif puede a la larga rendir sus frutos. Les
ofrecemos un capítulo del libro inédito de nuestro colaborador Antonio Parra, La
fuerza del simún
Capítulo I
CHARLES DE FOUCAULD, LA
FURIA DEL SIMÚN.
*SERÁ SU VOZ UN CÁNTICO NUEVO.
Exaltación triunfal
de un perdedor.
Hizo bandera de
la máxima evangélica non turbetur cor vestrum neque formidet(no se turbe ni
tenga miedo vuestro corazón) y huyó al desierto. La importancia y
reversibilidad de los merecimientos del vizconde Foucauld, ese gran perdedor
con Cristo, en el cual ha tenido su triunfo y exaltación (el Bien no es un
capítulo cerrado que pueda acabarse en sí mismo y siempre permanece abierto a
opciones de vida; la semilla germina en silencio) adquieren gran medida y
un relieve gigantesco. Su marcha a un
rincón perdido del Atlas fue un gesto cargado de futuro.
Puesta en
perspectiva y al trasluz del devenir reciente, la figura de este ex trapense,
ex soldado, ex escritor y ex aventurero, se agiganta. Los dedos de la Gracia
saben tejer una maravillosa pleita de
tela profética sobre el cañamazo de todo aquello que el mundo rechaza. Su voz
mesiánica resuena en estos tiempos contundentemente. Foucauld no es un santo de
hornacina y casalicio, al que pongan velas las beatas, sino un santo de este
tiempo, del milenio. Se trata de una bienaventuranza de gran talla, faro egregio
para cuantos navegan por la mar arbolada de estos albores del milenio, cuando
hay algunos que se empecinan en propalar la especie de que se ha acabado el
tiempo de la Cruz. De un plumazo quieren tachar toda la grandeza del Nuevo
Testamento. Sin embargo, se está acercando la hora de los pobres.
La religiosidad
de este hidalgo francés se fragua en la renuncia del yo y sobre el afán de unir
bajo el signo de Jesús, que es el amor, la tolerancia y el respeto mutuo, a los
creyentes de las tres variantes de la fe monoteísta. Una de las oraciones
preferidas por este morabito cristiano y que pronunciaba sin cesar en medio de
la soledad de una ermita perdida en las estribaciones del Rif [“Invito a los
habitantes de este planeta, cualesquiera que fueren, cristianos, judíos,
protestantes, agnósticos o idólatras, a que me consideren su hermano
universal”] adquiere espectacular magnitud al día de hoy, cuando los descendientes
de aquellos hombres del Magreb, con los que convivió y tanto amó el solitario
de la hamada de Bení Abbès, llegan a Europa en oleadas en busca de mejoras de
futuro en la calidad de vida de sus hijos, siendo a veces objeto de la
incomprensión y la discriminación, sin tener en cuenta de que ellos forman una
raza de grandes valores sobre todo espirituales y humanos y acaso sepan salvar
a Europa, que es víctima de su propio éxito, del marasmo materialista que da
opción al egoísmo y la falta de caridad y de amor, Foucauld había fundado en un
vivaque sahariano una institución que puso por nombre la Jauna (Casa del amor).
A ellos parecen dirigidas, sobre todo, estas
palabras imbuidas de clarividencia profética. Las sellaría con su sangre.
Caería víctima casual de la cimitarra
fundamentalista. Pero su martirio, cargado de simbolismo anunciador de algo
nuevo, y de una Iglesia que retorna a los principios que informaron su ser,
representa un primer paso para un tímido acercamiento que enlace entre el Corán
y el Evangelio.
Charles de
Foucauld, el segundo vizconde del mismo nombre (1854-1916) nació en Estrasburgo en el seno de una de las familias nobiliarias
con más alcurnia de Francia. Los Foucauld fueron ayudas de cámaras, ministros o
generales en la Corte de San Luis. Se entronca con los Doce Pares, aquellos que
fueron testigos del juramento del Delfín cabe la Encina de Vincennes. Quedó
huérfano de padre y madre a los siete años. Él y su hermana Louise fueron
recogidos y educados por el abuelo materno, un coronel retirado. Siguiendo con
la tradición familiar, a los dieciocho años optó por la carrera de las armas,
entró como cadete en la famosa academia general militar que el ejército galo
tiene en Saint Cyr. Eligió la rama de Caballería y al cabo de un lustro saldría de teniente, con mando y plaza en el
Cuarto Regimiento de Húsares. Bordadas las flamantes dos estrellas en su
bocamanga, hizo vida de salones. Novias, saraos, bailes, romances y fiestas.
Conoció el gran mundo de aquel París
“fin de siglo”de la exposición Universal, el París de Zola. Una época que se
caracteriza por la euforia de los nuevos inventos que serían el germen de un
desarrollo tecnológico sin precedentes, marchando a la par con el desarraigo
social, la miseria precursora a la lucha de clases, junto con las guerras
coloniales y la falta de estabilidad política del Bajo Imperio. Era el
canto del cisne de Europa. Al otro lado del Atlántico nacía un nuevo poder. Sin
embargo, los tiempos de decadencia suelen ser fructíferos en lo que se refiere
al campo de las ideas y brindan terrenos fecundos para el desarrollo del genio
humano.
Era Charles de Foucauld un hombre de su
tiempo: un romántico. Su vida legendaria parece arrancada de las páginas de la
novela “Beau Geste“, y asemeja por su
contexto a la de la película “ Las cuatro plumas “. Fue un Lawrence de Arabia a
lo divino y en versión francesa. En los primeros tiempos de guarnición, el
oficial de los húsares, heredero de Cruzados y por cuyas venas corría una de
las más linajudas estirpes, no se revela como un hombre de guerra, sino como un
oficial decorativo. Podría haber pasado como el protagonista de una novela de
Maupassant: galante, perdis, algo borracho y muy sibarita. Las fiestas con los
amigos acaban en opíparas cenas pantagruélicas. Se aburría. Engordó... La afición a la perdiz escabechada, al vino
de Burdeos y a las setas le depararon algunos problemas con la báscula. Este
Foucauld de la primera época fondón “
bon vivant “ y abúlico- el fastidio es el castigo del buen burgués- nada tiene
con ver con aquel otro morabito atezado por los soles del Sahara, desmarrido
por una pitanza a base tan sólo de dátiles y leche de camella, con aquel
penitente enteco de ojos encendidos por el amor de Dios y la alegre melancolía
de quién presiente ya el martirio, la opción de muerte que él mismo había
elegido.
Por otra parte su comercio con “ cocotes” parisienses y el trato con las
mujeres de vida ligera parece ser que le depararon algún disgusto ¿ Padeció
gonorrea o alguna venérea de carácter más grave?
Nada se sabe de cierto. Mais, il s´ ennuit...
Se aburría a morir en la
caserna.
El advenimiento
de la segunda república en Francia implica algunos cambios en el callejero, no
menos que la sustitución de todos los distintivos dinásticos. El cuarto de
Húsares empezó a llamarse el Cuarto de Cazadores. Fueron movilizados y enviados
a una avanzadilla de la frontera en Argelia.
Participa en algunas escaramuzas contra las cabilas. Recibe su bautismo
de fuego. Aquel cambio de régimen de vida su organismo poco avezado a los
agobios de la vida en campaña pronto lo deja sentir. Su salud se resiente. La
primera impresión que deja el desierto africano en su retina no puede ser menos
favorable. Estaba por llegar su hora. Se acentúa su crisis religiosa. Dios
estaba llamando a su puerta con sutiles dedos. Años más tarde, el simún, ese
ventalle que alza sus pliegues de arena sobre las dunas a la que proyecta con
rapidez sobre la llanura inhóspita, como si fuesen espectros, lo cambiaría por
completo. Allí experimentaría la fuerza del siroco, el mismo torrente de
energía que derribó a Pablo camino de Damasco.
África lo
cambiaría del todo. Sería para él su gran
metanoia. Quedaría hechizado por el misterio de sus noches
mágicas. Ese silencio duro del desierto, el verdor de los oasis y la belleza de
ese mundo moaré de los nómadas que discurren por el mar de arena a la búsqueda
de pozos para sus camellos y pastos, al murmullo de las oraciones ensimismadas,
y el grito constante de “ Allah alkabar” (Alá es el mayor), según lo recitan
las cunas del Corán. Le caló muy hondo esa fascinación africana, cuna de las
religiones mistéricas y cuna también del cristianismo. En los primeros seis
siglos, sólo en el norte del Continente Antiguo había tres patriarcados,
ochenta sedes metropolitanas, amén de
cuatrocientos obispos desparramados desde Alejandría hasta Tagaste.
Hipona, en lo que es hoy Túnez fue la sede de Agustín. Las arenas de la región
sub sahariana están regadas con la sangre de innumerables mártires, e incluso
el rostro de Cristo, según lo retrata la iconografía bizantina, de cabellos
negros y moreno semblante, pudiera pasar por el de un árabe. Los patriarcados
de Antioquía, de Alejandría y de Constantinopla son los más antiguos del orbe
cristiano. En los desiertos de Anatolia nacieron la liturgia, el monacato y una
forma de vida peculiar. De Oriente nos vinieron la luz y la cruz.
Hoy ya no queda
apenas rastros de aquellas florecientes iglesias. En todo el inmenso Marruecos,
un territorio dos veces España, no quedaba en tiempos de Foucauld ni un altar,
ni una simple ermita en cuyas espadañas campease el símbolo de la cruz. Estos
son los predios inescrutables de la Media Luna. ¿ Por qué? Algunos Padres
argumentaron que Mahoma era el anticristo. Otros adveran la tesis- mucho más
verosímil - de que la pérdida de aquellas iglesias de más abolengo en la
historia de la fe (traigamos a colación el nombre de los patriarcados de
Antioquía y de Alejandría y a los coptos y maronitas) tuvo algo de castigo por
el clima de disidencias entre arrianos, monotelitas, monofisitas, reinante
durante los primeros siglos, a los
creyentes. Habían malversado los
depósitos de la fe con querellas intestinas, guerras de religión, herejías y
desacatos. En particular, no se había cumplido el testamento de la
Ultima Cena: “ que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Sin embargo, cabe
la sospecha de que el Islam, que en el
fondo es un sistema de valores legatarios del Evangelio, nacido al calor de los
Apócrifos, sobre las arenas regadas por la sangre de los primeros mártires en
la antigua Numidia, Mauritania, Libia, Cilicia, Antioquía, Persia, conserve
filiaciones e influencias del monofisismo caldeo y del arrianismo egipcio, que
pensaba que Cristo era meramente un hombre enviado por la deidad en su lucha
contra el Demiurgo. ¿Podrá Mahoma volver al redil de la fe? El camino de retorno
es difícil, pero para Dios o Alá, que ellos dicen, nada hay imposible. Hace
falta mucha tolerancia, mucha fe y mucho amor. Los seguidores del Profeta creen
en el Salvador a su manera, por lo que la reconciliación podría saldarse. No
puede decirse lo mismo del judaísmo sionista, que niega a Cristo, y se opone a
Él con toda su protervia, recalcitrante en el error.
En cualquier caso, aquí subyace uno de los
grandes enigmas de la Historia de la Iglesia: la fuerza con que irrumpió el
Islam en su propio seno. No faltan profecías que señalan que la reconciliación
con la Media Luna será uno de los signos de la llegada de la Parusía. A juzgar
por las apariencias de la actualidad (conflictos entre palestinos y hebreos en
Jerusalén y el estado de “ Jehad” o “djijad” y en castellano antiguo “chijad”,
guerra permanente) no parece muy próxima esa convergencia entre las tres
religiones mistéricas. Pero es la idea por la cual vivió y murió este noble
francés transformado en morabito. Sintió esa llamada del desierto porque en la
soledad del yermo aguarda la fórmula ideal
de los que quieren ser perfectos.
Detrás de ella
están los eremitas que siguieron las huellas de Juan el Bautista y se vistieron
de marlota y de piel de camello en el más estricto sentido esenio. Ayunaron e
hicieron penitencia conforme al dictamen de la mandaá de los primitivos
cristianos de San Juan. Toda la mística del Temple abunda sobre el concepto de“
mandaá”(transformación). Cristo, por su aspecto, era un judío esenio, un hombre
del desierto. Y su madre, María de Nazaret, debía de tener la apariencia de una
tapada como una de esas buenas mujeres árabes, el chador o flameo de las
desposadas, a la cabeza, y tiros largos, que encontramos cada vez con más
frecuencia por las calles de nuestras ciudades, porque la avalancha viene y se
acerca, para recordarnos que vivimos en un mundo unipolar, que acaba de cambiar
de amo. Ellas se resisten a aceptar las modas occidentales y van muy derechas y
orgullosas de su fe y de sus costumbres islámicas. Su presencia viene a
recordar a muchas de nuestras cristianas sólo de nombre que existe una virtud
que se llama el recato y el pudor, que la desnudez no dignifica a la hembra,
antes bien la rebaja a su condición animalista - visión pagana- y la convierte
en mujer objeto y juguete de deseos.
Pero este contraste o protesta por la indumentaria no es nuevo; ocurrió
ya en tiempos de los romanos.
María no debió
de andar por el mundo como una deslumbrante Madona de Rafael o una moza guapa
de la Sevilla de Murillo, mal que nos pese, sino como una de estas humildes
doncellas de cabeza inclinada de los
frescos griegos. Ella es la Theotokos Panmakaristos (madre de Dios y de los
hombres) y también la “ Panagia Paramythia” (madre del Aviso). Esta es la
imagen de la Virgen que he contemplado yo sobre el cielo encendido de Prado
Nuevo el 13 de mayo de 1995. Nada que se parezca a la bonitura inalcanzable con
que nos la presentan los pinceles y gubias de imagineros y pintores de la
escuela sevillana, sino un ser de carne y hueso, que, en siéndolo, resulta
estampa muy humana y a la vez divina. Su silueta salio dibujada en la corteza
del fresno de las Apariciones en instantáneas tomadas con mi cámara de fotos en
las primeras fechas de registrados los fenómenos a comienzos de los años ochenta.
Eran aquellos días presagos las avanzadas de un cambio que ya se está operando
mientras alborece un milenio. La Virgen, tocada del flameo de la castidad,
paradójicamente elevaba un grito de protesta contra nuestro necio descoco. Su
misión en las tareas de gobierno de la Iglesia ha sido esa presencia opaca de
Esclava del Señor, porque, al proferir su “fiat”, asumió con su Hijo un
papel mesiánico y soteriológico. Esta
voluntad del “ hágase en mí según tu palabra” se cumple todos los días en la
vida de esa Iglesia del Silencio mariano. No sé si habrá hablado más de un par
de veces en los Evangelios. Una, para ensalzar al Dios de Israel en el canto del Magníficat; otra para
increpar al Niño que se había quedado rezagado en el Templo disputando con los
Sabios de la Ley, y una tercera, para murmurar en las Bodas de Caná una amorosa
y humana advertencia de mujer que se da cuenta de todo”: No tienen vino”. Por
lo demás, no hizo otra cosa a lo largo de su vida que “ callar y guardar
aquellas cosas en su corazón”. (Et mater ejus conservabat omnia verba haec in corde
suo. Luc, II, 51,52). Esta Virgen pudorosa vela, desde su recato de madre
del género humano, por todos y cada uno de nosotros.
Según una
antigua leyenda en un viejo monasterio de Vatopedi del monte Athos, los frailes
llevaban una vida disipada. Dios permitió castigarles enviándoles una banda de
piratas. Cuando éstos estaban a punto de irrumpir en el convento para
saquearlo, y dar muerte segura por decapitación - era la regla entre los
berberiscos -, la Panagia Paramythia se aparece al idumeo o superior
avisandoles que se pusieran en fuga. Los monjes escaparon y los proyectos
vengativos de Dios quedaron sin efecto. Pasada la horda, los cenobitas
regresaron a sus celdas y vivieron en la observancia.
Una imagen de esta Madre del Aviso y Virgen
del Consuelo, con todo ese hieratismo bizantino, cargado de simbolismo y
descarnado de toda sensualidad, era el único retrato que presidía la austeridad
de aquel zaquizamí perdido en el Sahara al que el aventurero francés fue a
parar. No es ya meramente la Madre del aviso sino la Escala de la
Contemplación. “ Más de dieciséis horas llevo aquí plantado - escribía el 22 de marzo de 1897 Charles de
Foucauld- y no he hecho otra cosa que mirarte. ¿ Qué me quieres decir, Dios
mío? Yo soy poco lo que tengo que deciros porque mi vida se ha convertido en
una completa contemplación del Amado “. He aquí una de la primera muertas
de “kenosis” o anonadamiento, sensación quietud, “poustina”, exinanición, muerte del yo, nada divina,
alumbramiento, “ Gelassenheit”, santa indiferencia, karma, etc.; todas
esas acepciones ha recibido ese estadio en el cual el alma del hombre vierte
como un río sobre la mar y se encuentra cara a cara con Dios. Estos términos
saltarán con frecuencia a lo largo del libro, que tienes entre tus manos,
amable lector, y en el que nos
proponemos acometer un estudio de la iniciación a la santidad a través de
algunas figuras señeras de la Mística.
Esas moritas
que pasan a nuestro lado ¿ no serán un poco las embajadoras del concepto de
salvación que transmite a las católicas de la Vieja Europa, caduca y
entelerida, que expira asfixiada por su propio éxito, pero ególatra y
envejecida, la Madre del Aviso? El Islam es una fuerza. También una bomba
demográfica. La Panagia Paremythia, de la misma forma que intercedió ante su
Hijo para evitar el castigo a los relajados monjes del monte Athos puede
desviar la mano del azote que se acerca a los muros de la ciudad alegre y
confiada, haciendola recapacitar. Dios nos libre también de las luchas del
pasado. De cualquier guerra santa y de las que los europeos, tanto católicos
como protestantes u ortodoxos, somos culpables. Porque aquello fue una forma o
un aviso que envió La Sabiduría Inmutable para confundir nuestra soberbia acrisolada
en los vicios.
Ellos aportarán
el vigor de la juventud, otros valores éticos. Traen en sus rostros quemados
por el sol africano esa fuerza irresistible del simún. Foucauld lo percibió muy
en sus adentros - esa descarga del mundo que se acerca y se transforma - cuando
sintió la llamada de África y concretamente le atraía Marruecos, a cuya lengua
tradujo los Evangelios y compiló un diccionario árabe dialectal- francés, que
es hoy una herramienta de trabajo de la Filología Semítica. Pero no fue nunca un
renegado ni un muladí este gran amigo de los árabes. En Tindouf se decía: “
Es una pena que un musulmán tan bueno como es ese fraile no vaya al Paraíso,
por no profesar la fe del Profeta”.
Su vocación fue
como un ventalle de gracia divina, una tromba de siroco que transformó de
arriba abajo la existencia de aquel elegante y epicúreo teniente de Húsares. El
proceso fue lento. En Setif protagonizó un motín con unos cuantos de sus
legionarios. Protestaban por el rancho y las degradantes condiciones infrahumanas
con que se vivía en aquel fortín enclavado en las mismas entrañas del Sahara.
Sobre sus espaldas sintió el peso del saco terrero. Se le formó consejo de
guerra y a punto estuvo de ser fusilado.
En ultimo término, le fue conmutada
la pena capital por la de la degradación.
Con toda la tropa formada ante el adarve, un
sargento procedió solemnemente a arrancarle las estrellas de la bocamanga. ¡
Demasiado para un brillante militar de carrera formado en las aulas de Saint
Cyr: un “chusquero“ lo expulsaba del Ejército!
Regresó a
Francia desanimado, pero todavía más rebelde. Otra vez, la buena vida. Una tarde, estando acodado sobre el velador
de un café de Evián y hojeando un diario sin mucho interés le asaltan unos
titulares”: Insurrección en Orán. El Cuarto regimiento de cazadores entra en
combate”. Inmediatamente, solicita su reincorporación a su unidad, abandona a
su amante de turno, una condesa por nombre Mimí, y vuelve a militar baja las
banderas de la Caballería Francesa. Su escuadrón operaba en Tindouf. La
rebelión es sofocada. Pero esta vez África atrapa al joven para siempre. En su
espíritu se opera la decantada metamorfosis. El desierto con sus calinas
ardientes, el silencio impresionante, con sus beduinos de ojos de fuego,
hechiza a Foucauld. El mundo árabe es como un conjuro, un sortilegio. Pero de
nuevo siente escrúpulos ante la posibilidad de estar siendo víctima de un
espejismo. La zona de operaciones de su unidad tenía por centro el “ bled”, un
blocao de avanzadilla, arenas adentro de Tolbruk, allí donde la bazofia, el
calor intenso de los días y el frío de las madrugadas o la falta de agua
potable sean todavía menos soportables que el aburrimiento.
Quienes hayan
servido en alguna trinchera del desierto saben que el enemigo a batir por el
soldado desplazado a estos destacamentos no son las cabilas, ni el sol
abrasador que se cuela por el cogote y calienta como una estufa las barbilleras
de lona de la galea. Ni siquiera los torbellinos de arena o las moscas
insoportables o los insectos. Es el tedio. Muchos no lo soportan. Se vuelven
locos o se suicidan. Lo llaman los franceses “ mal du bled”. Es como una resaca
de tamo que se te va metiendo por los poros y sube alma adentro. La tierra
llama a los hombres a su seno. Se siente entonces la fascinación del espejismo.
Entran ganas de huir. El suboficial
Foucauld - había sido degradado en el escalafón - desde su garita de centinela
en una de las barbacanas del fortín debió sentir la llamada del desierto y le
entraron ganas de huir. Otra vez pide la absoluta, ahora ya para siempre, en el
Arma de Húsares. Quiere conocer Marruecos. Como estaba vedada la entrada a los
cristianos en aquel territorio, se hace pasar por hebreo. Desde la expulsión de
los heroicos misioneros franciscanos y de los frailes de la Merced aquel
inmenso territorio allende el Atlas quedó huérfano de la Cruz. Era verdadera
tierra de moros. Uniéndose a una caravana de judíos que, mandada por el rabino
Joseph Alemán, un sefardí, y, empeñado en entrar en la mítica Berbería in
pártibus infidélium, se dirige a visitar la alfama de Chauen y otras aljamas
del interior.
A tal efecto,
aprende algo de hebreo y se deja crecer aladares, según la costumbre de los
antiguos israelitas españoles. Aquel viaje le fascina y deja en su espíritu una
huella indeleble. Como resulta de esta gira nace un libro en el cual narra sus
experiencias por las inmediaciones del reino alauita, prohibido a los no
mahometanos. Es el momento de su conversión. Decide hacerse trapense y entra en
el convento de Santa María de las Nieves. Sus superiores acceden a enviarlo a
una trapa recién abierta en Siria. La severa disciplina cartujana le parece
poco rigurosa para la vida de penitencia y de sacrificio que él tiene en mente.
Recorre
mendigando toda la región de Palestina y se instala en Nazaret donde lo acogen
como hortelano las clarisas. En la huerta construye una cabaña y allí reza y
estudia una vez terminada las tareas agrícolas. Se dirige a Jerusalén donde en
otro convento de la orden franciscana realiza los humildes menesteres de
portero y otros servicios ancilares. Se ordena
por fin sacerdote y se une a una expedición que se dirige al desierto,
al país de los Tuareg. Quiere fundar una orden contemplativa dedicada
exclusivamente a rogar por la conversión - y, si no por la catequización,
problema harto difícil tratándose de mahometanos, al menos la reconciliación -
del mundo islámico. A lo largo de su más que corrido cuarto de siglo que pasa
en los oasis, el hermano Alberic (ese fue el nombre que adoptó al ordenarse) no
consiguió bautizar más que a un solo neófito. Sin embargo, él pensaba que Dios
opera bajo otros parámetros. Sus caminos no son nuestros caminos. El Señor echa
otras cuentas.
Humanamente
parece imposible entender cómo pudo aquel aventurero de Jesús de Nazaret, el
corazón mordido de desierto, embarcarse en tamaña empresa. Solo. Sin apenas
medios materiales, sin más respaldo que el de algunos de sus antiguos
compañeros de armas, adscritos a las patrullas de la policía nómada que velaban
por la seguridad del protectorado y que cada quince días llegaban al austero
“bordj”, especie de capilla mahometana, con víveres y el correo para el
anacoreta de Tamanrasset. No hizo prosélitos. La hermandad que se propuso
fundar o Jauna que tendría por lema la palabra árabe “ amon” (paz y perdón),
aunque Foucauld consiguiera ultimar sus estatutos, tardó bastante tiempo en ser
aprobada por Roma. La Santa Sede, consciente de los dificultoso de la empresa
que se proponía acometer el hermano Alberic, se tomó lo tomó con calma. En círculos
eclesiales lo daban por loco. Entre los militares, por una
aventurero. En todo caso, el antiguo conde no era sino un marginal, un
inadaptado, pero hasta en eso, y en su pasión por el trabajo manual, quiso
parecerse a Jesús Obrero.
Preveía que el
cristianismo sólo puede triunfar abrazado a la cruz del silencio, de los que
padecen y laboran. Es una religión de perdedores que predican en la tierra con
el ejemplo y que son exaltados a la apoteosis final en el Cielo. La vida
cenobítica, que tiende a la perfección evangélica, mediante la renuncia al
mundo y el desprecio de las sabidurías terrestres a favor de las eternas,
constituye algo privativo a la Iglesia Católica. Desde los primeros tiempos
atrajo el yermo. Hay tres clases de contemplación, según la disciplina de cada
uno de los monasterios. El anacoretismo o congregaciones idio rítmicas es la
más vieja, pues era ya practicada en la Tebaida egipcia y antioquena. Los
adheridos no llevan un sistema de comunidad. Viven apartados en cuevas o
grutas, siguiendo las huellas de María Magdalena, de San Antonio o de San
Jerónimo, pero celebran en común algunos oficios de la Sagrada Liturgia. Luego
está el sistema cenobítico basado en la salmodia y vida en común. Esta manera de santificación
se generalizó en Occidente, con san Benito y los monasterios gaélicos. Por
último, está la fórmula hesicasta o eremítica. Vida de unión silenciosa con el
Criador. El hesicasmo consiste en la recitación constante y reparadora del
nombre de Jesús, con la ayuda de los ritmos del aliento respiratorio y los
latidos del corazón. Consiste en un constante estar tranquilo en sintonía con
la Creación. Es la fórmula que impone la “pystina” o tradición quietista rusa,
apoyandose en parte en los santones de la Mandra hindú. Es la que eligió el venerable
charles de Foucauld. Se dice que la hesicasta - del gr.hεσikασθωσ, estar
tranquilo, guardar silencio- es la más
perfecta.
El tres de
diciembre de 1916, bandidos fundamentalistas avisados por el hombre que hacía
las funciones de sacristán en la jaima de Beni Abbés y que sería el traidor,
que les abrió la puerta de la misión, asaltaron el recinto donde vivía recluido
el morabito francés. Murió de un culatazo que le propinó uno de sus asesinos al
pié del sagrario. Acababa de hacer la reserva del Santísimo. Lo había profetizado y lo había querido:
morir mártir en la tierra que amaba. Trazó con los dedos temblorosos una cruz
con la sangre derramada. Su última mirada fue para las cumbres del Atlas. Y
murió como mueren los santos: perdonando a los que le mataban, fiel a su
compromiso con el Evangelio.
La hora undécima
Hemos elegido
la figura del Fundador de los Hermanitos de Jesús como umbral de estos ensayos
sobre la actuación del Espíritu Santo en el Tercer Milenio por parecernos un
santo típico de la modernidad, apóstol misionero del Tercer Mundo. En su figura
se dan cita los dos aspectos: el contemplativo y el de operario de la Hora
Undécima. Era consciente, por prognosis profética, de las dificultades de su
misión ante el Islam y que no habría, ni en vida ni en muerte, resultados
aparentes, pero él fue el primero en esparcir la semilla; en roturar aquel
barbecho.
Cuando el numen
del Paráclito suscita una fundación en el seno de la Iglesia, es que ésta
responde a un situación de necesidad real. La catolicidad tenía una cuestión
pendiente, después de tantos descalabros históricos, así con el Judaísmo como
con el Islam, pero, sobre todo, con los hermanos separados de Bizancio,
depositarios de valores sagrados de la Tradición. Dichas cristiandades del Este
puede decirse que sufrieron más que nosotros y supieron a adaptarse a una
convivencia positiva - sin que por ello faltasen amargas excepciones, claro es-
con hebreos y musulmanes. La peculiaridad
de Carlos de Foucauld, obedeciendo a la llamada divina para dejarlo todo
e irse a convivir al Sahara con los nómadas Tuareg, es que trató de convertirse
en bisagra de fraternidad con todos aquellos prosélitos del patriarca Abrahán
por la fe en un Dios único.
Este encuentro
con el rostro oculto de Cristo le sobrevino, por iluminación celestial, cuando,
recién llegado a Jerusalén, entra a orar en el Santo Sepulcro, en el momento en
que los monjes de la comunidad rusa en Tierra Santa celebraban una misa
cantada. Entre vaharadas de incienso, escucha el Canto del Querubín y las
letanías trinitarias. Las invocaciones al Padre, al Hijo y al Espíritu, con sus
tres atributos mayores: deidad omnipotente, fortaleza, e inspiración,
constituyen la base de la comunión eucarística, según el rito grande de San
Basilio. En ese dúo maravilloso entre el diácono y los coros se alzan al cielo
los cantos de piedad y misericordia para una humanidad cansada y llena de
miserias, habituada a convivir con el dolor y con la muerte. También se apela
constantemente a la intercesión de los Ángeles y de Santa María para ser
capaces de soldar esos dos planos: el de Dios y sus criaturas, los infinito y
lo finito, la vida eterna y la muerte, la gracia y el pecado.
A la sazón, el
humilde peregrino trapense se siente traspasado por el rayo de la iluminación.
Esta fuerte conmoción quedaría plasmada en su mente toda la vida, y es
seguramente por eso por lo que los miembros del instituto de los Hermanitos de
Jesús tienen la obligación, entre sus prácticas diarias, la de recitar la
invocación del Veni Creator junto con una oración a los Ángeles
directamente tomada del rito de entrada a la misa que entonan los melquitas que
reza así:
“Oh Señor, Dios
nuestro, Tú que llenaste los cielos de legiones de ángeles y arcángeles para el
servicio de tu gloria, haz que nuestro ingreso en tu templo venga precedido por
el canto de tus coros, virtudes, dominaciones, potestades, tronos, serafines de
seis alas, y que entonemos el Himno del Serafín. Por los siglos de los siglos.
Amén.”
Aquí está
basada la espiritualidad del original siervo de Dios: la disponibilidad de
entrega a partir de la noción de que la gracia presume la naturaleza. No hay
que romper con el hombre, sino aceptarle tal cual es, en sus valores, en sus
tradiciones culturales que conforman una actitud existencial. Luego el neuma
divino será capaz de moldear a su manera el barro en que fuimos fraguados.
Decía Charles De Foucauld que “Dios nos llama a la plenitud del amor a cada uno
según sus capacidades. Puesto que Él nos creó, sabe cómo somos. Ahí está nuestra
perfección. Es una tentación querer ser grande en el Reino Venidero, debemos
inclinarnos a ocupar los sitios de abajo, porque el deseo de grandeza personal
interfiere con la gloria de Dios”. Semejante contemplación jovial y plenamente
optimista de la actitud del hombre frente al Inefable está henchida de
Evangelio. De paso, constituye una afirmación de modernidad.
El grano de
mostaza
Se hace aquí
evidente el parangón que existe entre Foucauld y Teresa de Lisieux. Ella
también preconiza el empequeñecimiento y la opción de los pobres, de los
ignorantes, los marginados y pecadores, desde un único punto detonante: el
amor. El antiguo trapense es, en conclusión de lo expuesto, una santo
“pequeñito”, pero que arraigó y se engrandeció. El grano de mostaza, transformado
en árbol mayor, hoy da sombra, cobijo y frescura a todo el vergel de María.
Siguiendo los pasos de la carmelitana normanda, casi paisana suya, prefiere los
diminutivos a la hipérbole.”Si no os hacéis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos”... Il etait tout
petit.
De propio
intento, quiso que el instituto nacido en un oasis donde paraban las caravanas
tuareg cerca de Orán se llamase la “Fraternidad de los Hermanitos y Hermanitas
de Jesús y del Evangelio. Es un rotulo misionero, en apariencia inocente, pero
cargado de intencionalidad soteriológica, buscando el acercamiento entre los
pueblos separados por discrepancias religiosas así como desigualdades sociales.
Nunca rechazaría la tecnología y todas aquellas consecuciones de la ciencia
mecánica y de la inventiva que hacen más llevadera la existencia del hombre en
la tierra. Sus casas, siguiendo el paradigma de la jaima de Beni Abbés, que
toma por modelo la casa de Nazaret, serán a la vez talleres y oratorios, donde
se predica con el ejemplo a partir del compromiso con los pobres, huyendo de
cualquier proselitismo.
Él entró en la
historia eclesiástica como una brisilla de viento solano, que pedía perdón por
vestir a la morisca con la chilaba y las babuchas, pero en el pecho un corazón
grabado en tela, símbolo de esa alcancía llameante que contemplaron en sus
éxtasis María de Alacoque y otros místicos medievales. Era consciente de lo
improbo de su ingrata tarea. No suelen pedir las aguas del bautismo los que han
nacido en el seno de la Religión del Profeta, pero Foucauld no había huido al
desierto para convencer de grado o a la fuerza a los musulmanes de la
supremacía de la Biblia sobre el Corán, quería sólo roturar el yermo para que
los que llegasen más tarde pudieran recoger el fruto de su labor
escarificadora. Ese sueño que tuvo al pie del Atlas nunca llegó a colmo cuando
él murió a principios de siglo ni tiene visos de ser realidad ahora, cuando
concluye. Más bien, sucede al contrario: el cristianismo en África, lejos de
arraigar y de afianzarse, se encuentra en trance de recesión. Como ha
demostrado la reciente guerra de Kosovo, también en una Europa descristianizada
la Media Luna avanza y la Cruz retrocede. Pero puede que se trate de una mera
apariencia con la que Dios castiga nuestra presunción, a veces insufrible por
lo populista y triunfalista. La Iglesia no se propone recabar una meta
política, ni es de uno solo, sino de muchos, porque diversas son las moradas en
la casa del Padre y muy variados y diferentes los inquilinos que la habitan.
Sin embargo, el
viento de fronda se ha trocado poco a poco en huracán. El morabito de Tanrasset
inició una suerte de Pentecostés. Con su presencia callada y humilde recordó
que sigue soplando sobre nuestras cabezas el aire del Cenáculo. Este aire tiene
la particularidad de que no se le ve ni le siente. Opera de una forma callada
desde los goznes mismos sobre los que gira la rueda de la Historia. No lo notan
los sentidos, porque se esparce sobre ámbitos que pertenecen a la contemplación
infusa.
Las caldeadas
arenas de Numidia sirvieron de base al que, siguiendo la huella de las
vetérrimas cristiandades de las riberas del Nilo y de las costas africanas,
quería empaparse de soledad y de desierto mesiánico, a un instituto religioso
que creció presto, abriendo casas en lugares del Tercer Mundo, como Dakar,
Hanoi, Kuala Lampur, el Matto Grosso, la Patagonia, Ciudad del Cabo, Trípoli o
Delhi. El Padre Foucauld recomienda en las constituciones redactadas en 1899
que amasen el desierto físico pero, sobre todo el espiritual, que conduce a
Dios mediante el desprendimiento de los vínculos que atan al alma con la
materiales. Esta es una idea que se repite sin cesar en los faquires
orientales, retomadas por los “staretz” de los monasterios rusos de Vaalam y de
Optina Pystina, a los que aludiremos en la frecuencia de este libro. Hasta en
eso quería parecerse a los santones orientales incorporando a la mística
católica metodologías diferentes para la ascésis.
Pero los
Hermanitos de Jesús combinan, al propio tiempo, la acción pastoral y
misionera con la contemplativa. Formaron a los primeros
sacerdotes obreros, una clase eclesial muy discutida en Francia en décadas
pasadas. Pero su fundador no tenía en mente parámetros de lucha de clases,
porque sentía aversión a las conquistas políticas que durante toda la Edad
Media y parte de la Moderna tuvieron apartado al papado de la imagen callada y
oculta de la Carpintería de Nazaret. Jesús nació en el seno de una familia
obrera. No quiso pertenecer a la clase sacerdotal ni hizo reserva de
privilegio. Así y todo, nunca predicó la rebelión ni se enfrascó en las luchas
políticas de su tiempo contra Roma. Eso sí; fustigó la hipocresía del Pontífice
y la perfidia de los fariseos, que fueron en verdad quienes lo condenaron, y no
Poncio Pilatos, un dato real que ahora por desgracia en estos tiempos de
grandes compromisos políticos, consensos y pactos, de populismo triunfal y de
culto a la personalidad, acérrimos intereses creados y sonrisas y bendiciones
de medio lado, ha quedado obviado.
Quizá estemos
perdiendo la perspectiva: Cristo nunca quiso ser más que un perdedor y puso en
guardia a sus discípulos contra los aplausos y alabanzas del mundo. Desconfía
de los ambiciosos de poder. Por eso, su verdadero espíritu, casi siempre
oculto, hay que irlo a descubrir
incluso hoy a las catacumbas. Se encuentra entre los escombros de un
bombardeo, la sangre de los mártires, y prefiere a los que sufren y a los
desheredados de la fortuna.
La Madre Teresa
de Calcuta copia algunas cosas -no todas- de los rasgos propuestos para la
santificación de sus seguidores por el eremita de Tanrasset. Tal es la versátil
facultad para predicar el Evangelio en los lugares más remotos e impensables de
Pakistán, India, Turquía, el Strand londinense, el Bowry neoyorquino o los
bajos fondos de París y de Marsella. Pero con una diferencia de matiz al resto
de las ordenes mendicantes que han existido en el mundo católico, Foucauld
resalta que la justicia debe tener prelación sobre la caridad. No basta con dar
albergue o recoger los desechos humanos. Hay que reconstruir su dignidad de
hombres y darles una perspectiva de rehabilitación para lo venidero. Se ha
acusado a las monjas del sari, hijas de la famosa religiosa albanesa, de ser el
tren escoba del Capitalismo, que, a cambio de recoger sus desperfectos, sus
seres humanos hechos añicos, luego pasa la bandeja. Los epulones de hoy en día
tratan así de acallar su mala conciencia poniendo un puñado de dólares sobre el
cepillo.
El carisma del
intrépido legionario francés, convertido a la milicia de Cristo, se basa no ya
meramente en el aforismo agustiniano sobre el amor como causa primera de la
libertad dichosa, sino que trata de ir más allá que el propio san Agustín y
Platón. Foucauld precisa a que para llegar a alcanzar el rostro de Cristo hay
dos caminos. Uno externo, litúrgico y deductivo, mediante lo que aparece en
nuestro entorno, lo que nos acontece, nos preocupa, nos aburre o nos indigna.
Al asomarnos a balcón y contemplar las maravillas de la naturaleza, y comprobaremos
que desde allí Dios nos hace señales. Y otro, interior e intuitivo. Éste es un
Dios personal e intransferible. En lo más hondo de nuestro ser lo vivimos, lo
sentimos. Es sólo amor. Un amor del cual todos hablan, pero difícil de
encontrar en medio de las truculencias capciosas, el culto al dinero y al
poder, autoridades deíficas de esta sociedad en cambio. Vemos cómo no vence la
fuerza de la razón sino la razón. Pero todo eso forma parte del misterio
cristiano. Es la religión de volver la otra mejilla y elevar los ojos al cielo
en espera de que Aquél que no admite mudanza ni accidente se apiade de los que
sufren los atropellos del tirano o los antojos del enalmagrado y el ruin que
cambia con facilidad de bando, en loor a una moral de circunstancias. Dejemos a
los Zoilos y Aristarcos que se entreguen a sus fantasías despóticas para dar al
pueblo la falsa moneda o la menguada medida. Ya les llegará la hora.
Al fin y a la
postre, aserraron a Isaías, acantearon a Jeremías, y taladraron las sienes del
profeta Amós con un hierro candente, clavaron al Hijo del Hombre en una cruz,
dilapidaron a Esteban, decapitaron a Juan, a Lorenzo lo torraron sobre unas
trébedes, asparon al dulce Andrés, y crucificaron patas arriba a Cefas.
Preponderan los descendientes de Agar y Anteo sigue encontrando no pocos
adeptos. Por lo que toca a Nerón sigue siendo como una antorcha. Siempre fue
así, pero Dios, que es lento a la ira y proclive a la misericordia, es también
el Maestro de Justicia. Hay que acudir
al profeta David para adivinar el porvenir de los réprobos. Ninguno llegará a
la tercera edad ”Viri sanguinum et dolosi non dimidabunt dies suos“ y en
otro versículo “Virum iniustum mala
sua capient in interitu”, que se podría verter al romance como”: el mal se
vuelve contra aquellos que lo practican y será una fuente de congojas para el
malvado a la hora de abandonar este mundo”.
La sombra de
Anteo, insisto, acaba de pasearse por los cielos de Yugoslavia. Era un gigante
prácticamente invencible en la batalla del aire. Se ha ejercido el chantaje y
la fuerza bruta a todas las bandas. Viejos monasterios de Metopia han sido
profanados, sus monjas violadas por la chusma enardecida que esgrimía
“Kalaschnikoks” y cimitarras. Fueron profanadas aras sagradas y rasgados al
filo de la espada los lienzos de los iconos. La sangre de los mártires salpica
a los Nerones de turno que regentan los altos estrados, y las Semiramis en edad
avanzada han utilizado toda la perfidia y la sed de vindicta de la que son
capaces para posar sobre las horcas a toda una nación soberana. Incluso
impregna los vuelos de la sotana blanca de un senil personaje obsesionado con
giras apoteósicas. Semejantes periplos
triunfales, esas misas multitudinarias, oficiadas por un anciano de voz bronca
y mano que rila, y no se rinde, pues parece que no se muere nunca, hacen pensar
en las sentencia apodíctica de Marcusse de que el mensaje es el medio, o en lo
que advertía Marción hace dos mil años sobre la Pontifical Jerarquía”: Roma
todo lo asume, todo lo cohonesta, y en todo transige uniendose
al poder, para quedarse con todo; ella no es más que la viva expresión
del deseo del halago y reverencia ”. Lutero la llamaba combleza del Emperador,
y Camilo Torres, un guerrillero, colombiano y sacerdote, la gran odalisca. Pero
el fin de Roma no supone el término del mundo católico. Habrá, después del
cataclismo que se cierne sobre nosotros, una Tercera Roma. No es a esa Iglesia taraceada de oro y de
piedras preciosas, o empapelada de rescriptos a la que nos vamos a referir
aquí, sino al íntimo Círculo de los
Verdaderos Discípulos, que cargan sobre sus espaldas con la cruz, y se ofrecen
día a día de rehenes de la culpa. Es la Iglesia real, de la triunfante
verdad, la de los confesores y mártires
de la fe. La otra no es más que hojarasca. Nada más. Es nuestro proposito
hablar de la Iglesia Escondida, que sufre en el silencio. La de los santos. La
que no brilla porque está integrada por Humillados y Ofendidos, y cuya lista no
tiene fin. A ella pertenece Charles De Foucauld.
En las cancillerías cunden los lavatorios de
manos mientras los enemigos de la Cruz progresan contra una Europa materialista
y descristianizada. No sólo se ha matado y se ha bombardeado, sino que se ha
mentido con todas las ganas.
El sueño del
Padre Foucauld sobre un acercamiento de los sarracenos al Evangelio no sólo se
aleja sino que la misma fe de Cristo corre peligro. Sin embargo, ¿qué importa?
Él roturó aquellos campos del desierto en agraz. La semilla está echada. Un día
germinará. Por lo que se refiera a los gigantes resurrectos y las cohortes bajo
las banderas de Satanás cualquier día de estos puede aparecer el serafín de
seis alas y arrojar al sanguinario Anteo de sobre las nubes. El trono de los
liberticidas y genocidas es poco consistente.
Llega cualquier viento y lo derroca. No puede perdurar la maldad. Es
conveniente en esta hora de tinieblas no perder el rumbo ni la perspectiva.
Figuras como
las de este monje humilde escondido hacen la Humanidad seguir mirando a lo alto
sin caer en la desesperación y sin desmelenarse. Liberal, tolerante, demócrata,
y de un profundo respeto a los incardinados en otras culturas, lleno de amor a
sus semejantes, aconsejada bajo la lectura de otro glorioso africano, Agustín
de Tagaste, la fórmula de oro para la santificación: “ama y haz lo que
quieras”. Esta divina inconsciencia nos lleva siempre al portal de la Luz.
Foucauld rompe los moldes.
Era muy devoto
del Santísimo Sacramento, que tenía expuesto día y noche en el altar de su
pequeña ermita. Un día que acaba de hacer la reserva lee un pasaje de Marcos”:
El Reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra y ya duerma
ya vele ésta crece sin que él lo sepa (Mc.IV, 27,28). Esta sentencia, verdadero
crédito teologal a la fe viva, se va a convertir en piedra de toque de su
espiritualidad; constata de un parte la necesidad de anonadación y de
desasimiento o muerte del yo, pero Dios no pide imposibles. Nos conoce y nos
ama, y no escatimará pruebas para los que elige pero este triunfo sobre las
pasiones no representa un desquiciamiento, ni tampoco una visión de la santidad
acaramelada y hecha de estereotipos egoístas. El santo no es un vidente ni un
santero. Foucauld rechaza el fervor paniaguado, individualista, pasivo que
dimana de una interioridad sospechosa. Su amor a Dios es algo coral,
comunitario. El yo que tanto obsesiona a Occidente para los orientales resulta
algo contingente.
A cambio
propone una vía de participación con Cristo en su Cenáculo más activa,
aparcionera y coral, donde tenga prelación el ser sobre la existencia. Hay que
sustituir al yo por el nosotros. Al fin y al cabo, el hombre no es más que una
partícula del cosmos ordenado por la sabiduría divina en el espacio, el número
y la proporción. Es el ángulo exacto sobre el que todo converge desde las estrellas
rodantes hasta la más endeble brizna de hierba. Todo gravita en torno a la
deidad suprema.
Por otra parte,
aspira al conocimiento divino mediante el misterio de la Encarnación en la
Eucaristía mediante el cual el hombre puede llegar a ser partícipe de la vida
divina. Hay una relación de causa a efecto entre acción contemplativa y
liturgia, como esencia de la catolicidad viadora y peregrina hacia la cumbre
del Monte Santo, esto es: Jerusalén. Los ángeles santos y María actúan como
espoliques de esa andadura. El creyente no puede, sin embargo, deshacerse el
cuerpo y necesita símbolos y hasta signos que hablen de la existencia de una
vida de gracia mas allá de los sentidos. Por eso en los ritos sagrados se
utilizan de adminículos como el canto, el olor a aceite, el bálsamo sagrado,
los colores de los ornamentos, el arte arquitectónico insuperable de los
templos. Mediante sensaciones exteriores accede a la contemplación interior.
Jerusalén, la
Ciudad de la Paz, monte santo de la Liturgia cristiana
Además, ese
viaje a la Ciudad de la Paz, esa escalada del Monte Sacro, es de ida y vuelta,
porque de Jerusalén mana la fuente de toda virtud. Carlos De Foucauld funda un
establecimiento monástico que tiene en cuenta la apetencia de Dios del hombre
actual.
Había redactado
sus constituciones en vísperas de un nuevo siglo, precisamente por la
Nochebuena de 1899. Toda su metodología espiritual estriba en la búsqueda de un
dialogo con el Deus absconditus, presente en la Historia, de una forma u
otra antes de la Primera Venida, corazón reinante y alcancía que despide llamas
de amor a lo largo de dos milenio, y actualmente vivo y presente entre aquellos que lo
desconocen o ignoran. Es la noche de la fe. Es el gran trauma de la soledad del
justo. Es la travesía del enorme Sahara del alma.
Dios oculta su
rostro inefable, pero es próvido, circunstante y testigo de nuestra lucha,
absoluta, ente contemporáneo y actual, y se manifiesta en los hermanos. ¿Pero
por qué se esconde? Valdría preguntar. La semilla germina y encaña sin que
nosotros lo sepamos. Hay que recurrir al texto de Marcos, donde Cristo, que
amaba la ecología y las cosas del campo, narra en este símili cómo es el
proceso espiritual. Pablo, de su lado, argumenta”: gloriae suae Deus nos
fecit compotes” a través de la encarnación de su Hijo en el vientre de la
doncella el Padre nos hizo partícipes de la vida divina ¿Quien será capaz de
penetrar estos arcanos insondables? Sin embargo, de ese cometido o compromiso
de dios con el hombre radica la grandeza y el misterio de la religión de Jesús.
Somos contuberniales, concolegas. El salmista utiliza un adjetivo muy
hermoso para definir dicho concento: sodales, que suena mucho más bonito
que solidario, pongamos por caso, aunque los dos posean la misma raíz.
En definitiva,
somos sus hermanos, los compañeros de viaje en esta larga singladura del Cristo
Resucitado. Nadie podrá ganarnos. Estos pensamientos sueldan la base del
optimismo cristiano que aguarda el siglo futuro, aferrandose a la antorcha de
las tres virtudes teologales y que mira más allá de la realidad que nos
circunda: calamidades, guerras, apostasías, prevaricaciones, injusticias. Es el
mejor antídoto para que perseveren en la fe aquellos que se sienten como
expatriados en este revolcadero de infamias, donde los justos sienten enfado
y asco, donde la verdad es perseguida y
queda a merced de la mentira, porque aquí se hace lo que ellos (siempre unos
pocos) quieran hacer o tengan a bien mandar, donde sólo triunfa el malvado y se
tacha de necia a la bondad. Ellos siguen con sus cubileteos celestinescos. Las
combleza o barragana del tirano u homicida se pasea por el mundo con aires de
santa. La “massmedia” acuña sus propios iconos y valores que habrá de imitar la
juventud, si no quiere quedarse atrás. La locura de Cristo sigue pareciendo un
elemento discordante para un sistema de valores enmarcados en la
deificación del dinero, la potencia
sexual, la belleza física. De hecho, el monaquismo es una suerte de protesta
muda contra los dislates y desafueros de la Iglesia externa o exotérica, que ha
de transigir y convivir con los humanos y echarse a las espaldas sus
brutalidades, la necia ceguera, y sus tendencias constantes a la superstición.
Los anacoretas y ermitaños que junto con los mártires forman la savia interna
de esa Iglesia esotérica o interna por oposición a lo que se muestra a los ojos
como hojarasca y boato supieron escalar la cumbre de la perfección cristiana,
de la verdad y la justicia con proyección.
Hemos querido
dar inicio a este libro con la presentación de un solitario moderno, como
demostración de que más allá del aparecimiento está la aparición, verdadera
epifanía o muestra de la acción del Paráclito a través de los siglos. Estos
héroes escondidos resguardan la grey. Soy un testimonio tácito de que la Iglesia
es hechura de Dios, porque, a pesar de los escándalos e indignidades y el poco
decoro de algunos de sus pastores, el rebaño continúa su marcha. Las ovejas de
Cristo seguirán balando. Por eso, nos parece de importancia capital conocer el
monaquismo en sus tres manifestaciones(anacoretas, cenobitas y monjes) a la
hora de hacer un justo balanza. Foucauld es una figura mayor porque trata de
conectar con la tradición perdida de la Tebaida de Asia Menor, imitando la
orden basílica - el primer monasterio
que se conoce fue el de San Pacomio que llegó a contar con hasta siete mil
monjes - y la regla de san Benito al mundo de hoy.
Sin embargo, lo
que el mundo brinda es apariencia. La combleza del príncipe será despedida del
harén. A la gran diva de la pantalla no la renovarán el contrato o se morirá,
porque, por lo general, el impío no suele gozar de vida larga. La culpa atrae a
la muerte. El encintado de la Ciudad de
Dios se dilata más allá del mundo visible, pues su poder actúa de forma
inefable y clandestina. Al justo no le faltará, pese a sus sufrimientos, un
gorgojo del pan de Cristo.
Cabe
preguntarse, al filo de la esperanza de los que creen en la Resurrección, por
qué el cristianismo, originado en África y en Asia Menor, y que germinó como la
flor de loto junto a las riberas del Nilo, ha perdido fuerza en aquellas
regiones del Oriente, donde ya para siempre quedaría desahuciado, primero, por
el arrianismo, y, más tarde, por el islam. Foucauld parece querernos dar la
respuesta mediante su testimonio martirial. La genialidad del antiguo oficial
del Ejército Francés, así como su profética perspicacia, consiste en haber ido
a beber del manantial de la fe en sus fuentes. Aspira, mediante su amor al
desierto y a los hombres azules del Tuareg a la reconciliación de Cristo con
sus antiguos enemigos sarracenos. Propulsa una renovación de la Iglesia en
todos los sentidos (litúrgica, dogmática, carismática) y adopta para sus rezos
algunos textos del oficio divino de Crisóstomo y de Basilio, Gerasimo el Sirio o de San Pacomio, traducidos al árabe, y saca
partido de las grandezas del rito maronita con sus constantes invocaciones a la
Trinidad, la continua impetración a los
Ángeles, o la recitación del Akathistos de la Virgen María, cuyas estrofas
empedradas de riqueza idiomática y de colorido casi sensual suenan en un oasis
del desierto mejor que en ninguna otra parte.
Para él la misa
no es sólo la conmemoración de la Cena y de la transubstanciación del Cuerpo de
Cristo en vino y en paz sino un acto de comunión con la belleza del Cosmos, el
canto eterno a la divina armonía en su apoteosis universal. Cristo ha bajado y
se encuentra entre nosotros hasta el fin de los siglos. Allí se establece un
puente de conexión entre los adoradores del Padre, con los ángeles, con María y
con los santos haciendo de particioneros de este sacrificio incruento que
conjunta a todos los participantes del credo trinitario por el bautismo. Todos
contemplan su imagen en el hoy en el ayer y siempre. En ella, simbolizada por
el Pantocrátor convergen las tres Iglesias: triunfante, militante y purgante.
La eucaristía, cargada de simbolismo purificador, acontece esa catarais. El
milagro es posible. El hombre puede subir y subir y acercarse cada día al
rostro de Dios y cantar con los ángeles. La invocación angélica era casi
consubstancial sal santo sacrificio. Hasta siete veces se aludía a ellos en el
canto de entrada, el introito, el prefacio o el canon. Y la misa antigua se
cerraba con la oración a San Miguel de las abluciones finales. ¿Por qué an sido
suprimidas en la rúbrica del post concilio y, sin embargo, los ortodoxos la
conservan? El culto angélico es complementario al de dulía, una parte
importante de la tradición piadosa de la Santa Iglesia. Lucifer no debía de
estar muy conforme con sendas devociones, porque se ve que está haciendo todo
lo posible con acabar con la intercesión de la Santísima Virgen y de los coros
de las nueve jerarquías. Está claro que trata de suprimirlas, presentandonosla
como fórmulas de piedad arcaica, no suficientemente contrastadas. Nunca se
saldrá con la suya.
Recién
convertido el Hermanito Carlos debió de sentir en su corazón una revelación
descubridora del sentido que tenía su existencia, cuando al poco de llegar a
Jerusalén entra a orar a la iglesia del Santo Sepulcro en el instante en que se
desarrollaba una ceremonia religiosa oficiada por los monjes del monasterio
ruso. Se alzaban al cielo las letanías. El diácono abordaba el himno del
Querubín (Querubinskaya). Se grabaron en su alma para siempre los ecos de este
canto sagrado en el que el hombre devana el misterio de la procesión trinitaria
pidiendo misericordia a un Dios Santo, a un Dios Fuerte, a un Santo Inmortal,
como si aspirara a comulgar con su grandeza, interpolando el plano de la carne
con el del espíritu. En sus escritos, recomendaciones y forma de vida, Foucauld
se siente legatario de esa rica tradición del Oriente, recogida por los padres
del yermo. Es un quietista a la manera de Pacomio, Epifanio, Irineo, Antón,
María Egipciaca, pero quiso instalar esta regla orante de la vivificante
Tebaida en los grandes barrios obreros y marginales de las ciudades del mundo,
plantando una flor de loto allí donde impera la fealdad del albañal humana,
haciendo subir el humo del incienso al pie de las chimeneas fabriles, estableciendo
oasis de paz y de recato en medio del desierto de la agresividad, la
complicación, el discreteo lujuriosos del hombre anónimo y deprimido de la post
modernidad. Parte del principio de que es posible tener vida contemplativa en
medio del tráfago del siglo.
Pero también
incorpora a la Iglesia latina la oración de sustitución (badalaya) que
predica con tanto denuedo el Corán y está basada en los principios evangélicos,
resucitando una costumbre muy antigua. Nadie es más grande ni da mayor prueba
de más que aquél que da su vida por el que ama. San Paulino de Nola(373-441),
el amigo de San Agustín, y aquel que pondera tanto en sus escritos Jerónimo,
tuvo uno de esos heroicos arranques y ofreció su persona y su libertad a cambio
del hijo de una viuda de su diócesis, amiga de Terasia que era a su vez la
esposa del señor obispo (a la sazón, no había obstáculo entre el sacramento del
matrimonio y las sagradas órdenes), que había sido conducido por los vándalos
tras una incursión en la Campania al norte de África, donde el propio obispo
sustituyó al liberto y trabajó como esclavo encargado de las tareas del jardín
en casa de un rico. Es el caso, el de Paulino de Nola, al que los fieles han
invocado desde tiempo inmemorial contra los demonios, el más viejo del que
guardan memoria los anales menologios de oración de sustitución o badalaya.
Esta fórmula de heroísmo se practicaba
asiduamente en el mundo árabe y fue puesta en práctica por algunas ordenes
hospitalarias como el Temple los Frailes de la Merced, dedicada a la redención
de cautivos. Con tal de manumitir a un reo, el ofertante consentía echarse al
cuello las cadenas de la persona que quería liberar. Es lo que hizo con
frecuencia San Raimundo de Peñafort. En la historia de la Literatura porque sin
la entrega de un monje casi anónimo, oriundo de Arévalo y que fue a los baños
de Argel para sacar de allí a Cervantes, poniéndose él mismo en el lugar de su
cautiverio, nunca se hubiese escrito El Quijote. La caridad vence todos los
obstáculos. El Amor todo lo allana.
Es locura de
Cristo. Es, por otra parte, la soledad del místico, siempre lidiando con el
vacío del dolor, la inseguridad de la tierra y la sucesión de los rostros y de
los cosas, pero con los ojos fijos en esa Sombra que carece de mudanza. Es una
relación de monologo, más que de dialogo, porque Dios rara vez habla, o se
expresa con actos. Solamente la fe es capaz de pegar el gran salto para salvar
esta distancia.
Rehén por sus
hermanos.
Otros santos
grandes del tiempo presente, como la nunca suficientemente ponderada Teresa de
Lisieux se ofrecieron, asimismo, como víctimas propiciatorios del holocausto
vivificante. Pasaron a ser rehenes del amor por los sus hermanos. Se
desentendieron de sí mismos para dejar que el Almo obrara, conscientes de que nadie
puede ganar al Espíritu Santo la partida. “ Pasaré mi cielo en la tierra
obrando portentos en todo aquel que me invoque”. Así explicaba la Pequeña Flor
Normanda su inefable Lluvia de Rosas, en el paroxismo de su donación completa
al Misterio del Amor. Era su “ badalaya” votiva. El Señor a ella como a otros
muchos les cogió por la palabra. Teresita moriría poco antes de cumplir el
cuarto de siglo de su edad. Vivió poco pero en la escala de valores supremos
pocas mujeres puede decirse fueran capaces de amar tanto.
Por lo que
respecta al Solitario de Beni Abbés, su ofrenda también fue escuchada y Dios
permitió que sellara aquel pacto de caridad hacia los árabes con su propia
sangre derramada. Desde entonces sobre las arenas del desierto se oculta la
esperanza de la vuelta a Cristo de todo un continente, que en los primeros años
le fue muy afecto. A ojos vistas, no se ha producido este acercamiento de
tolerancia ecuménica, antes bien, el fanatismo fundamentalista cunero y fanático ha vuelto a mostrar su
rostro menos amigable, por estas calendas en las que estamos, pero la semilla
está lanzada. Algún día germinará. Después de todo, dicen que la fortuna ayuda
a los audaces y que este mundo que gobiernan o desgobiernas los políticos,
programan y diseñan los matemáticos, sólo lo mueven los soñadores y los poetas.
Foucauld era un
idealista, un hijo de la imaginación de Chataubriand. Llevaba muy adentro las
brumas del Rin y el tañido de las campanas de Notre Dame. Era demasiado francés
para transformase en un vulgar enciclopédico volteriano.
Muerte de las
palabras, muerte del Amor.
Hablamos tanto
del Amor que se ha gastado el sentido de un término tan preciso como precioso.
Anduvo siempre en labios de los poetas de todas las naciones y es casi una
herramienta de trabajo de los místicos. He aquí que unos y otros parlan a
destajo de sus enamoramientos y tanto abusaron de él que ya no queda otro
remedio que escribirlo con minúsculas, porque el odio avanza, el escarnio y el
egoísmo se apodera de todo el recinto. Si Cristo volviera, seguramente
volverían a crucificarlo. Si enviase a sus ángeles para predicar en Sodoma y
Gomorra la penitencia, que detendría el castigo, seguramente que los
invertidos, tan abundantes por nuestros lados, intentarían sodomizarlos, porque
los Principados aquellos eran hermosos a morir, y quizás por eso se los
presenta la plástica piadosa no en vano cargados de pluma... ¡Somos hombres te
tan poca fe! Hemos de ver para creer ¡Y
así tantas y tantas cosas en este tiempo en el cual parece que el Destino juega
al juego del trocado, que al revés te lo digo para que me entiendas!
Debe de ser por
que todos parecen empeñados en oficiar una ceremonia de confusión o misa
babélica, en la cual se retuerce el pescuezo a la semántica en propio
beneficio. Se rinde por todas partes culto al diablo. De ahí que, al escuchar
mentar la palabra amor, nos llevemos la mano a la cartera, y no falta quien
desenfunde la pistola, muy a sabiendas de que no existe y de que con esa
palabra se pretende darle el timo de la estampita. Quiere decir concupiscencia,
de la misma forma que ahora paz ha usurpado el sentido de guerra, y régimen de
libertades comporta el de sometimiento a la ley, y el que se mueva no sale en
la foto. La filosofía de los Derechos Humanos ha degenerado en “limpieza
étnica”, refugiados, emigraciones masivas y exterminio de tribus enteras en
África o en el Kurdistán, pero estas son movidas a donde las cadenas de la
televisión global no envían a sus paniaguados en guisa de Herodotos o de Tito
Livios de nueva filiación, para contar en sus oyentes en vivo y micrófono en
ristre cómo se desarrollan estas
ocupaciones, invasiones y matanzas, o se alzan las tiendas de los campamentos
de refugiados. No hay cosa que dé más asco que todas esas tumbas abiertas a la
hora del postre. La verdad ni renta ni
interesa. No es más que una fantasía de unos cuantos iluminados que suspiran la
llegada del Maestro de Justicia. Nadie ha alzado una voz en pro de los serbios, cristianos ortodoxos, profesores de
la fe, que están siendo eliminados sistemáticamente y expulsados de sus casas
por los kosovares islamitas. Un obispo de cuyo nombre no quiero acordarme ha
facilitado a los sarracenos las dependencias vacías del seminario de Sigüenza,
antiguo bastión cisterciense, de cuyas paredes ha desclavado previamente los
crucifijos que colgaban, para no herir susceptibilidades de sus pupilos
mahometanos tratados en la Villa del doncel a cuerpo de rey. Demasiado, ¿no?
Mientras el papa acude a Washington a bendecir
al emperador Clinton ¿Para qué queremos un episcopado y un cardenalato católico
tan arreado de púrpura y tan cargado de plumas? ¿De qué nos sirve rendir el
culto a la personalidad y adorar casi como si fuese un semidiós, si el delegado
de Jesús en la tierra no ha dicho ni esta boca es mía a la hora de condenar los
apocalípticos bombardeos sobre Metopia, la primera Tebaida en Europa, la tierra
de san Jerónimo el Dálmata? El obispo de Roma por intereses creados ha transigido con la justicia. Poco ha
cundido el ejemplo del enérgico San Ambrosio, quien siendo arzobispo de Milán
hacia el año 389 se enfrentó a Teodosio por haberse excedido en sus
expediciones de castigo contra Tesalónica, lo que es hoy Serbia y Macedonia, la
de las cartas apostólicas paulinas, hoy sujeta a los horrores de la debelación
de la parafernalia de la liga atlántica. Los embudos y cráteres que han dejado
las bombas sobre aquel territorio sagrado claman al cielo. Roma, con tal de
sobrevivir, transige con todo. Clinton, Blay, Schröder, Solana y ese secretario
del FO que tiene la pinta de carnicero del Yorkshire, que se llama Robín
Book, se han salido con lo suya, y aquí
nadie ha dicho esta boca es mía. Se ha cohonestado la mentira y el asesinato,
pero los responsables de este atropello tendrán algún día que dar cuenta a Dios.
Ha venido el
Enemigo de las almas y ha empedrado de chinitas el camino de la Verdad, de la
Justicia y el Bien. Sembró el campo de cizaña. Crece entonces la espiga de la
falacia. Y, desde luego, por de sobre todas las cosas, Satán manipula al dulce
bisílabo. Al amor que es fuerza regeneradora de vida el Piloso lo ha convertido
en revolcadero de la muerte y de la insidia. ¿ Qué es esto, pues? ¿La cena de
Baltasar? ¿Ha comenzado el dedo invisible a escribir en la pared? ¿Siempre fue
así? ¡Ay Amor, no sé por donde andas ni que fue de ti!
No sabría qué responder.
Sin embargo,
esta manipulación de los hechos objetivos, así como la profanación del Templo
del Amor y de la Vida es una marca indeleble de la llegada de la Bestia. Según
el Apocalipsis, las generaciones perecerán cuando muera la palabra y falte en
el mundo ese amor, que es para el hombre
tan necesario como el oxígeno que respira.
“Entonces
buscarán los hombres la muerte y no la habrán. Desearán acabar, pero la muerte
huirá de ellos”.
Ya los griegos
especulaban con el origen y la semántica de este vocablo. Amor es querer
transformarse en el otro, según Platón, y esa noción caló profundamente en el
Cristianismo, siendo la idea básica sobre la que lucubra San Agustín, y el
motivo de inspiración de la Místicas. Los versos de Juan de la Cruz abundan en
ese deseo de transformación en el cuerpo y en la sangre del Amado. Plutarco ve
en él solamente un movimiento de la sangre pasajero. Para Tulio es sólo
benevolencia y Teofastro lo confunde con el ardor del apetito carnal [su tesis
no puede ser más apropiada para el tiempo presente], y entre los estoicos cunde
la opinión de que el amor es una afección por causa del Bien y la Belleza, la
Inmortalidad, la Armonía y el Deleite.
Esta afección se haya injerta en todo el tinglado de nuestros mecanismos
volitivos, porque el ser está hecho para la vida, no para la muerte.
Antítesis de la
muerte, al amor se le compara con el sol, astro patente de energía del cual
toda luz irradia. Es el punto al que todo revierte. Se le representa en forma circular por ser eje
meridiano. Los antiguos colocaban en la rueda solar los principios del
movimiento armónico. Cualquier criatura se vuelve hacia el astro rey y como el
ámbar atrae las pajas y el imán al hierro, así el hombre gravita alrededor de
sus rayos, en búsqueda perpetua del centro, para transformar y desaparecer en
un hondón de deseos, pero en esa búsqueda de la utopía soñada y que nunca llega
a catalogar con los ojos del cuerpo, siente perderse en un mar sin fondo. No hacemos
pies al escudriñar con el tercer ojo místico las simas inefables. La marcha
hacia esa punto configura una peregrinación por le dédalo. Anteo, al fin y al
cabo ató su cuerpo a una cuerda atrapada en una aldaba de los guardacantones
del Laberinto de Creta. A nosotros, que tratamos de iniciarnos en la vía
purgativa a pecho descubierto no nos sirve esa añagaza. Hay que perderse en
Dios, en el infinito océano a sabiendas de navegar en una mar aborrascado de
tinieblas absolutas, como única antorcha, el candil de la fe. Estamos debelados
por la oscuridad. En verdad, nosotros somos la noche, náufragos del amor, en
continuo movimiento hacia el Edén.
Abstracción
Este
sentimiento de ausencia divina que de describe como una tensión o tendencia
hacia la armonía como evasión de un mundo inhóspito y sicalíptico, pues el
deseo animal suplanta casi siempre a ese noble sentimiento de inspiración
deísta. Somos pecadores. Jugamos con cartas marcadas. Anhelamos el bien, la
verdad y la belleza, pero el mal nos retine. El pecado se apodera como maleza
inextricable. Por la abstracción de cuanto nos rodea podríamos alcanzar ese
nivel de serenidad absoluta. Platón nos ha venido soplando este concepto que
nos vuelve utópicos y desacomodados entre la potencia y el acto. Ese es uno de
los principios de locura. Nuestras vidas adolecen de ese desequilibrio
peligroso o desfase entre lo que queremos ser y lo que en realidad hemos venido
a ser. Cristo torna a remachar en este principio platónico. Hasta los cabellos
de vuestra cabeza están contados.
Se vuelve a
repetir como motivo central en el Libro de los Libros. San Juan plantea la
respuesta a esa dualidad inextricable en la cual los planos del bien y el mal
se confunden, la castidad y la lujuria, dolor y deleite, enfermedad y salud. Es
una respuesta metafórica. Parece que el evangelista se va por la tangente, pero
da su hemina de candeal profético em pócimas selectas. En sus párrafos se
contienen como grandes símbolos de gemas de un Lapidario los avatares del
pasado, el presente y el porvenir. De ahí que sea vital de todo punto estudiar
el anuncio juaneo de las claves, las moradas, los estadios, la pugna en la que
se enmarca el provenir del universo. Nadie ha penetrado en el sentido esotérico
mesiánico de esta obra cumbre de lo que está revelado como los que huyeron al
desierto. Cubre las necesidades escatológicas inherentes a todo ser humano al
tiempo se hace una apología de los que en defensa de la Palabra del Cordero
sufren escarnecimientos, cárceles del alma y el cuerpo, enfermedades,
deformidades físicas, y son apartados de entre los hijos de los hombres como la
escrófula o son tachados de locos. Su estilo es un templo que va siguiendo una
línea escalonada de purificación, unión, contemplación.
Es la palabra
escrita y hablada, que era para los griegos una suerte de talismán, la que brota a partir de la contemplación del
rostro del Amado para justificación del vencido acá abajo. El Verbo os hará libres por medio de los
libros, y en él encontraremos lo que define a los dioses: paz amistad,
concordia. Su contexto, por eso ha sembrado la intranquilidad e incluso el
furor y la rabia de los racionalistas que se oponen al Reino. Con sus símiles
de pergeño inalcanzable resumen el Apocalipsis ese afán divino por la
justificación del vencido, acá abajo, y que, arriba, en la Jerusalén Eterna,
será coronado con el lauro de los triunfadores. Aquí los elegidos son los
pobres de la Ciudad de Dios y este mensaje recoge un código estético y moral
que trasciende al mundo pagano y al judío del que es originario.
Por boca del
profeta
El deterioro de
la Palabra implica la destrucción de la libertad. Es otro de los signos del fin
del mundo. Recordemos a los Beatos o códigos miniados. Todos contienen el texto
del Apocalipsis, cifra y compendio no sólo del mundo futuro sino del que fue y
del que es. La imagen del Redentor engasta todas las joyas de la almendra
mística o esa hendidura oval del Pantocrátor: diamantes, rubíes, la calcedonia,
el zafiro, los jaspes y el topacio, la esmeralda y el crisólito. Hablemos de
piedras, pero también tendremos que hablar de signos, y la voz de la verdad,
hablando por boca del profeta, clamando.
“Vi bajo el altar de la sangre de los mártires,
que habían sido muertos por la confesión de la palabra del cordero, a los que
daban voces diciendo: ¿ Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no vengarás
nuestra sangre?”
Este libro es
el que ha poblado regiones enteras con las almas de los aspirantes a un hueco
en ese rincón de alabanzas perpetuas, ese prado nuevo, solar de toda ventura,
Campos Elíseos prometidos por Cristo a los que creen en Él. Constituye la
piedra angular de la especulación lapidaria, que ha llevado al estudio de los
astros y de las propiedades físicas de la flora y fauna y fenómenos naturales
del planeta, pues en su saber se encierran las siete disciplinas de la gaya
ciencia. Es cuna del arte cristiano en
todas sus ramas, desde la cronología de los Beluarios y Beatos iluminados hasta
las últimas catedrales. Todo lo que el hombre es, ha sido y será está implícito
en sus paginas. El ser humano empezó a progresar y a ser algo más que una
bestia de carga a partir del Evangelio. Este puede ser el secreto clave para
comprender el pasmoso desarrollo que han tenido los pueblos de Occidente a lo
largo de dos milenio. Uno no puede estar más en desacuerdo con aquellos panolis
que invocan la vuelta al Kamasutra y a Confucio, habiendo nacido en la
provincia de Soria, aunque comprendo que somos todos hijos de muchas madres y
de haber mamado leches diferentes. Ya decía el Gran Isidoro que no es lícito
imponer a los cristianos a la fuerza. Ahí puede que estribe uno de los grandes
errores de la Iglesia Jerarquía, causa de tantos males, pero tampoco ésta puede
inhibirse de proclamar la verdad que está en sus manos por legación divina, aunque
este acto implique descalificaciones, oprobios, descomuniones con el poder
establecido e incluso el martirio. No tengáis miedo a los que quitan la vida
del cuerpo. Los enemigos del alma son mucho más temibles y formidables.
Cristo preside la esfera. Es el dueño que
reina en la ojiva, el alma del Pantocrátor, la columna de apeo de todos los
arcos. Su aroma impregna toda el arte desde la música de los trotarios o
tractos de la misa griega hasta las
sinfonías de Beethoven y nada se diga de Rimsky Korsakov, Tchaikovsky o los
compositores rusos. Pero también el Libro del apocalipsis es un alegato contra
la tiranía. El que es malo tendrá que hacer recudimiento de sus culpas y expiar
su pena algún día. Por el contrario, sus páginas constituyen un manantial de
consuelo para el que sufre por la verdad y la justicia y decide huir al
desierto en busca del amor encarnado en el Verbo y la palabra viva. ¿ Qué es
esto? Me diréis, y yo os contestaré”: Lo inefable”. Porque, si se ciegan las
fuentes de la Palabra, se ocluyen los manantiales del amor. Es lo que el mundo
no entiende.
Sin embargo,
esta idea resulta obvia para la estirpe escogida a la que pertenecen los
santos. Charles De Foucauld fundó el instituto de los Hermanitos del Evangelio.
Es la orden que más santos ha dado a la Iglesia en las últimas décadas. En 1963
cuando fueron martirizados cuatro de sus frailes, la opción del martirio en la
forma de badalaya se asume en los votos de los profesos. Las fraternidades
foucauldianas en buena medida han inspirado el espíritu y la letra de las
asociaciones de ayuda a los desamparados del Tercer Mundo, las célebres ONG,
las cuales participan de ese espíritu laico y casi aconfesional porque lo suyo era la semilla oculta, del
carácter reservado, anónimo y modesto de su fundador.
El testimonio y
la sangre de los mártires es inamovible. Ahí queda. Ellos entendieron el rumbo
a los que se dirige la Nave de la Iglesia en la andadura de los tiempos. Quedó
su testimonio y el recuerdo de su rostro, estampado en esa mirada triste y como
trascendida de piedad hacia la humanidad que nos quedan del Hermanito tomadas
en Beni Abbés cuando presentía ya próximo su holocausto. Para rúbrica de
testimonio y signo de los signos. No quieran más los blasfemos hostigar a los
ejércitos del Cordero. Han empezado a llover rosas pero ahí está también, para
variar, el símbolo de la humanidad mal conducida y desgobernada por los falsos
pastores. Ahí están esas denominadas limpiezas étnicas que son el pretexto para
sembrar la disensión y el rencor entre comunidades de credo diferente,
reavivando viejos odios. Hoy se lucha en todas partes porque vivimos insertos
en una suerte de antinomia del amor. La amistas se transformó en enemistad, la
concordia en discordia y la libertad en oprobio. Se mueve el cielo y la tierra.
Hay como un movimiento cósmico que conduce a la “pressura gentium”. Vemos ante
nosotros emigraciones en masa. Sin ningún rebozo se hacen los más audaces
experimentos con la vida humana mediante la manipulación genética.
Luzbel otra vez
ha clavado el grito en las estrellas. Otra vez quiere ser como Dios.
Mientras, el
abanderado de las milicias arcangélicas, vuelve a tocar a rebato al socaire del
lema “Quis sicut Deus? Es una lucha que
dura ya largo tiempo. El alzamiento de Miguel es un reto de salvación. Los
solitarios de la viña del Señor, los operarios de la hora undécima, recogieron
el guante marchandose a vivir al desierto, y dijeron lo que Pedro en el Tabor:
“Qué bien se está aquí, Señor, hagamos tres tiendas, una ara Moisés, otra para
Elías y otra para Ti con todos nosotros”. Subieron participar de la alegría de
Dios mediante la renuncia. El yermo les volvió en soldados de Cristo,
encuadrados en los escuadrones del Terrible para la satánica hueste y Glorioso
Miguel.
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