vísperas de la virgen de agosto
El día de Nuestra Señora 15 de agosto
Ya han pasado muchos años de aquellos 15ª pero mi alma venerara y rememora. Se han gastado las páginas de aquel misal olvidado de tanto pasar las hojas mojando con saliva el papel. Te igitur, clementissime… aquel niño de las misas pontificales en la catedral portando el acetre o la naveta del incensario es un viejo diacono olvidado, un literato sin fortuna, acaso un vagabundo con poca suerte pero agradecido a Dios por la fe y por todo cuanto fui. Yo creía en la utopía. La noche pasada mientras rezaba el oficio cantaba en el bosque un mochuelo el cual con su particular lúgubre llamada que por estos pagos llaman miago. Inconfundible el lamento de la curuxia (lechuza) como un himno epicinio de las ninfas de la naturaleza sonando allá atrás en la aliseda. Creí interpretar el sentido de las palabras del pobre autillo de mi pueblo que visita estas soledades una madrugada sí y otra no:
Arca non putri fabricata ligno
Manna tu servas, fluit undique virtus
Ipsa qua surgent animata rursus
Ossa sepulcros
Surge, dilecto pete
Nixa celum
Sume consertum diadema stellis
Este himno de salutación mariana nos cerciora de que la Virgen estaba hecha de otra pasta al resto de las hijas de Eva, que su carne incorruptible no pasó por los estragos de la muerte y que se durmió en el regazo de su hijo y se fue al cielo cercada de ángeles y pisando una diadema de estrellas. Exageración, tal vez; hiperdulía, culto mariológico pero hay cosas que no acierta a comprender la razón y el corazón entiende. Sin proponérselo el “miagón” escondido entre las ramas del “humero” le cantaba a la Deipara una copla de resurrección. Hoy es fiesta en muchos pueblos de por aquí. Mi fe en Cristo Jesús y mi amor a la Virgen poco tienen que ver con este circo y estas maniobras comecocos del sucesor de Wojtyla. ¿Llega un vicedios o un embajador del diablo? O un nuevo judas que ajustó la venta de la iglesia al sanedrín por veinte siclos. Pese a las traiciones Cristo está en la historia y el atardecer es hermoso. El mundo pasará pero mi palabra no pasará
La plenitud del verano el sol en su cenit nos acogía tiempo de augusto. Íbamos al valle de Tejadilla a coger moruelas. La oxicanta o el escaramujo pintaban entre las zarzas.
-Estas son buenas, Teodoro.
Mi amigo Doro y el que suscribe cuando amanecía dios por los torrentes y blanquea la cal por las torreras antes del amanecer cogíamos el fruto medicinal y poco a poco las echábamos en un bote. Eran buenas para el hígado y el boticario de Santiespiritu las pagaba a duro el cuarto kilo. Al alba un jolgorio de campanas llenaba la ciudad se místicas y alegres sonoridades. Era el único día que subían los sacristanes a la torre de la llamada Dama de las catedrales. Melecio el sacristán mayor que era pariente del deán y que solía recorrer el templo con un atadijo de llaves y era un segoviano de pelo fuerte muy cano y de fácil sonrisa dirigía aquel repique. Una vez subimos con él los cien metros de escalera. El huso de la empinada escalinata era tan estrecho que había que subir de costadillo pisando palomizo y gallinácea. Chovas, golondrinas y aves de todas las especies habían posado allí durante siglos. Merecía con todo pasar canguelo trepando por las angostas oscuridades. Desde lo alto del campanario se divisaba en la majestad de sus campos media Castilla. El tañer de la campana gorda sólo una vez por año la mañana del 15 de agosto se esparcía por la ciudad amurallada con euforia de ritmos y megafonías triunfales porque ese día no se tañía “de sencillo” sino de redoble. Era el Día de la Virgen. Nos habían hablado del sueño que tuvo san Agustín sobre la mística ciudad de Dios basada en la armonía, el concento y el contento, la ausencia de maldades sin crímenes ni robos ni borracheras ni bandos bajo el báculo del obispo y la espada del príncipe que velaban por la seguridad de los súbditos y fomentaban la conllevancia entre las diferentes clases sociales meditante los gremios- a cada uno le correspondía un oficio y todos los miembros de la comunidad eran útiles y estaban adscritos a un puesto, a un lugar. Era la utopía y aquellas campanas de mi pueblo recogían el eco de aquella llamada a la excelsitud. Hay que buscar la excelencia. Miremos a lo alto. En el cielo sonreía la Virgen maternal con un niño en brazos. Aquella mujer que aplastaría la cabeza del dragón había estado subida a aquel trono de nubes desde mucho antes. Los egipcios la llamaban Isis con su niño en el regazo: Horus. Para los romanos era una diosa que se paseaba por los campos en un carro de fuego tirado por leones. La diosa Cibeles. No importa la denominación pero en algo hay que creer. Bebamos de los vasos sagrados. No rompamos las orzas. Sagrado es el vientre de la mujer. En ella nos concibieron pero estamos hechos de barro. Había un grito triunfal que al final de la liturgia prorrumpía el subdiácono:
-In conceptione tua inmaculata fuiste
Y contestaba el orfeón:
-Ora pro nobis Deo qui Verbum peperisti.
-Assumpta es in coelo.
Te llevaron al cielo en volandas. Y para ti la tierra te fue leve porque te dormiste. Asunción dormición de acuerdo con la tradición oriental. Un serafín entona hoy con más brío las estrofas del Akathistos. Alegraos mujeres del mundo porque en Ella está vuestro triunfo. En España el país de la Virgen pura, cristiana, pero que rindió culto a Cibeles, a Isis y Horus y otras deidades ibéricas de la fecundidad se escucha la voz del serafín anunciando la búsqueda perpetua del amor que no se extingue o la llama que no se apaga pero también suenan pasacalles. Tan. Tan. Talan. Tan. El grito de aquel bronce en día tan significado lo llevo inscrito en mi memoria. Debe de ser que la fe entra por el oído como decían los padres de la iglesia y la religión tiene que ver mucho con la acústica. Sin ortofonía ya no queda armonía. Y han derribado los púlpitos. Derrocado el tornavoz que en su techo mostraba la paloma del Espíritu y suprimida la predicación pues la Iglesia ha suprimido la predicación que tiraría por tierra la sagrada didascalia. Y ya sólo nos quedan las campanas para hablarnos de Dios.
Bajo la atenta mirada del sacristán mayor al que recuerdo con su cara bondadosa y caminando por las naves de la iglesia arrastrando los pies (debía de tenerlos planos) con un manojo de llaves engarzados a la cintura tres mozos de la parroquia elegidos por sorteo para repicar se las veían y deseaban para girar la melena de la gran campana. El bronce y el roble eran símbolo de los días augustos. Segovia y concretamente aquella iglesia mayor, un canto del cisne del gótico tardío producto del ingenio del gran arquitecto Juan Guas, consagrada a la Asunción, festejaba a su patrona. Era fiesta mayor y uno de los días más hermosos de aquellos estíos de mi infancia cuando íbamos a coger moras a Tejadilla o a Juarrillos para luego bañarnos en los peñascales del río Eresma. Las gentes, las casas y los objetos parecían tener un fulgor particular ya en los comedios del verano. La mies se acumulaba en los trojes acabada la bielda. Los majuelos en sazón mostraban racimos como ubres bajo los entorchados de las parras o las cepas crecidas de pámpanos. Días de Baco y de Ceres que retornaban bajo diferente adoración. El sol augusto amparaba los campos y, el estío de vencida, los barrios estaban repletos de veraneantes. A todas las horas pululaba el gentío por la calle real. Los primeros turistas americanos e ingleses se hacían fotos en el pretil de la Canaleja. El bigote de Clark Gable sonreía, morboso, en los carteles anunciaban películas como el “Viento se llevó” que fue prohibida por inmoral. Era un 3R pecado mortal. Total por un par de besos que le da el bueno del Orejas el pabellón auricular más sexy de Hollywood a la O´Hara se armó un escándalo.
¿Qué hubiera hecho o dicho el obispo fray Daniel hoy en día ante la ola de pornografía que nos invade? Volverse a morir. La castidad ya no se estila. Las púberes canéforas han dejado de ir con flores a María y hasta la duquesa de Alba, ese carcamal, se ha echado un novio funcionario al que pasea por Sevilla. Entonces las mujeres para entrar en la casa de Dios tenían que ir recatadas. La manga corta y los escotes, cosa prohibida. Se quema incienso en los altares paganos al adulterio, al hedonismo. Tetas y coños melenas al viento ululan y pululan por las viscerales revistas del corazón. En veinte siglos de cristiandad no había padecido España la peor lacra que acomete a un pueblo: la baja natalidad. Destruida la autoridad paterna muchos padres están acobardados sin saber por donde tirar ante la desobediencia y el desacato de sus parientas y de su prole. Se ha destruido a la familia y muchos hogares son un sufrimiento sin esperanza que hace pensar en las conmociones del Apocalipsis. ¿A quien recurrir? A la Virgen de Agosto.
Pero no nos engañemos. Entonces también se hacía el amor. A la caída de la tarde los bosques del pinarillo se poblaban de mirones que iban a espiar los muy sádicos a las parejas en faena. La Farela que era la mancebía que estaba en la Calle de Cantarranas puerta por medio del convento de Santa Isabel tenía mucho trabajo con la venida de los de la IPS. No tiene enmienda pero entonces las cosas se hacían con más recato y a los jóvenes se nos inculcaba un código de valores para discernir el bien y el mal. Emborracharse o irse de putas no eran actos para merecer una condecoración. Hoy los amoríos y líos de falda se pagan mucho dinero en exclusivas en las revistas del corazón. Si había habido buena cosecha todas las mesas de la terraza del Columba bajo los arcos del Azoguejo estaban ocupadas de gente de los pueblos que acudía los jueves al mercado de la capital y entre el ir y venir de camareros de blancas chaquetillas y rojas charreteras – todo parecía como militarizado y reglamentado por aquellos días se veía a los tratantes de Turegano fumándose un farias.
Corrían por la bandejas bastantes billetes verdes. Los marraneros de Extremadura saldaban buenos tratos con la venta del cerdo jaro y para Nochebuena tras la matanza del marranillo morato comíamos morcillas y jamón de jabugo. Por la calle Real para arriba para abajo no se veían más que gorras de plato. Por todas partes, militares. A los de la guarnición se agregaban los estudiantes de la IPS que hacían la mili durante tres veranos en Robledo y salían de alféreces. Y estudiantes muchos estudiantes que enviaban sus padres para estudiar una carrera o prepararse para la Escuela de Magisterio. La pluma la cruz y la espada eran la marca de España. Hoy esto muchos lo encuentran anacrónico o fascista pero había mucho más respeto, mejor convivencia, más alternancia y más posibilidades, hoy los caminos se han cerrado para los jóvenes sin que el papa haya dicho ni esta boca es mía al respecto.
Entretanto, Doro y yo introducimos las bayas en una cesta y a lomos de nuestras bicis cruzando el Puente de Hierro y por detrás de los ventorros camino de Hontoria subimos a Valdevilla. El puente romano parecía nuevo flamante y sus piedras tenían dos mil años. Por ellas caminaron las legiones de Augusto y los rabadanes de la mesta. Seguía el concierto campanero impregnando de melodía el aire de la mañana. Todas las torres se pusieron a tocar para acompañar a la campana gorda. Como la señora Teo había ido a la peinadora mi amigo Doro desayunó en casa. Restauradas las fuerzas a base de un café con leche y picatostes nos pusimos el traje de los domingos y otra vez pedaleamos por el Camino Nuevo hasta llegar a la catedral. Don Asterio a su vez el maestro de ceremonias, y el precentor encargado de dirigir las voces blancas ya nos estaba echando en falta.
-Creí que no llegabais.
-Es que fuimos a Tejadilla por un mandado.
-Hoy no se va a por moras. Hay que estar aquí derechos como velas para cantar a la Patrona. ¿Estamos?
-Sí don Asterio- respondimos los dos escolanos agachando las cabezas.
El día de Nuestra Señora el aire de la ciudad parecía poseer una mayor claridad iluminando las caras iluminadas de las gentes, las palabras y hasta las broncas del maestro de capilla no sonaban tan impetuosas. En aquel momento entraron en la sacristía dos sacerdotes con capa pluvial que llevaban una barra de plata rematada en un santo cristo cada uno de los dos. Eran los pertigueros. Los prestes se atacaban el alba con el cíngulo o se echaban la casulla cerca de las cajoneras de la gran sacristía contemplándose en los oscuros espejos que devolvían una imagen triste y fantasmagórica de sus figuras. Algunos comentaban incidencias de la vida local y Melecio el sacristán le hablaba de un automóvil que acababa de salir al mercado.
-Don Fernando, porqué no se compra usted un 600. Ese coche le vendría bien para ir a ver las tenadas y las fincas que tiene en su pueblo.
-¿Y para qué quiero yo un 600, hijo, si no tengo para gasolina?
-Pues tambien es verdad, señor deán. No me había dado cuenta. Echarse coche es fácil. Lo peor es mantenerlo.
El obispo, hombre muy bondadoso, no decía nada pero asistía a la conversación con una tímida sonrisa mientras se colocaba la mitra toda de nieve y aleteaban en torno a su persona una cohorte de fámulos que le atacaban las calzas o le ceñían el cíngulo antes de salir a celebrar. El maestro de ceremonias golpeó con una vara uno de los bancos y al son de tres golpes secos la escolanía entonó la antífona de entrada.
-Niños a coro- exclamó don Asterio
Y se inició la procesión. El grupo de acólitos con nuestras sotanillas rojas de lana abríamos carrera al séquito que a través de la girola detrás del altar mayor recorría las naves y las múltiples capillas luciendo la pompa y esplendor del rito visigótico a lo largo de aquel templo que era el más grande de España después del de Sevilla. Abría carrera la cruz procesional flanqueada por los ciriales. Yo caminaba portando el acetre con el hisopo y la naveta haciendo las veces de ayudante de Teodoro que oficiaba de turiferario. La comitiva ascendió las gradas del presbiterio y el cabildo cruzó el enlosado de la nave central con enterramientos de todos los obispos de la diócesis desde san Hieroteo hasta la fecha y todos ocuparon su sitial. Tras el canto del magnificat se iniciaron los Kyries de la misa cum jubilo. Las deprecantes notas del responsorio surgían como voces clamando al cielo iban a besar las impostas o se esfumaban por las bóvedas de crestería. Las voces se habían escuchado allí durante siglos deprecantes, compungidas, pidiendo la misericordia divina. Ten misericordia de nosotros, señor. Aquella plegaria había sonado en aquel recinto miles de veces. Kyrie eleison. Una fila de clérigos con los ornamentos más ricos que guardaba el ropero medieval de la sacristía para aquel jueves que relucía más que el sol – había casullas y dalmáticas del siglo Xi y una regalada por doña Berengüela que enseñaban estampados y fimbrias que eran obras de arte, nuestros antepasados reservaban lo mejor de sí mismos para la virgen y el Señor, no había codicia ninguna en las legaciones- y don Asterio nuestro precentor que aquel jueves oficiaba como subdiácono llevaba una gorjal en el cogote que pesaba un quintal y le devolvía un aire majestuoso y respetable, se parecía a san Lorenzo, con fimbrias hiladas en oro macizo que debieron de costar un dineral (andando el tiempo tuve ocasión de admirar en un archivo la preciosa tunicela). A pesar de las joyas que llevaba encima don Asterio era pobre como una rata y moriría en pobreza. ¿Quién podrá acusar de avaricia a aquellos pobres clérigos de Segovia? Vivían de un magro estipendio, alguna capellanía monjil, y algún funeral por el que percibía un duro. No. Es posible que en el Vaticano sean ricos pero los curas son pobres. Son de los nuestros y además tenía Asterio que aguantar al edecán del obispo que era un hombre pequeñito de pelo blanco y de sonrisa bonancible sometido a la regia voluntad de su fámulo. De la gestión y el mangoneo de la diócesis se encargaba Julián Tuero un asturiano fornido que había nacido en el pueblo del Inquisidor Valdés. Sus gestos eran muy vivos y la mirada penetrante. Daba órdenes al cabildo haciendo sonar su gran vozarrón. Gustaba ser denominado hijo del trueno. Era un aristócrata. El obispo, a su lado, parecía un pordiosero cercado por aquellas eminencias capitulares de entre ellos destacaba el prelado Tuero hecho un figurín luciendo la muceta una especie de babero de lana blanca y calzando mocasines de fieltro con hebilla de plata sobre los calcetines morados. Hablando con su vozarrón de vaqueiro metía a todo el cabildo en vereda cuidando de que se cumpliesen durante las celebraciones todas y cada una de las rúbricas del ceremonial. “Yo cuidaré del esplendor de Tu Casa” era su norma. También al obispo lo traía derecho como una vela cuidando de que el número de pasos sobre la grada fueran los precisos y que las cáligas que calzara en la misa pontifical fueran del mismo color que el de la casulla. El obispo fray Daniel como era un santo y había sido franciscano antes de acceder a la mitra se dejaba hacer aceptando como penitencia la pompa y el boato prescritos por el maestro de ceremonias.
-Debía de ser don Fernando el que portase el báculo y no ese pobre fraile menor al que preconizaron obispo nadie sabe por qué- murmuraban los beneficiados.
-Para cabo de vara o para sargento mayor ese asturiano no tendría precio- respondía don Alejandro Fucsina el magistral que era el rival de Tuero. Había dos bandos en la sala capitular de aquella santa iglesia catedral. Una la encabezaba el magistral y otra el secretario del señor obispo- Y ¿tú qué opinas, Asterio? Si no andas listo, ese te va a quitar el puesto porque ya le veo venir. Se inmiscuye en tu tarea de maestro de ceremonias y no debieras consentirlo.
Don Asterio, el maestro de ceremonias, puesto que obtuvo tras reñida oposición disertando una hora de reloj mientras caía el aluvión de la clepsidra – ese reloj de aluvión que ha popularizado el ordenador y que antaño servía para medir los tiempos de los sermones, de los cantos en el coro y de las pláticas y prácticas catedralicias- y era un experto en los ritos que adornaron la adoración en la SRI (el caldeo, el sirio, el basilio, el maronita, el griego, el rumano y hasta el ruso) como no tenía ya demasiadas aspiraciones a la Curia, poco le importaban aquellas comidillas y rivalidades capitulares. Llevaba el ceremonial litúrgico en la cabeza pero no era un maniático del rigor. Su manga era ancha y solía decir:
-A Dios le gustan las cosas bien hechas pero somos humanos y a veces fallamos incluso en lo esencial.
Abstracción hechas de estas fruslerías, el jueves de la Virgen de Agosto era una de las fiestas más hermosas del año en aquella cátedra cuando toda la urbe rendía homenaje a la Virgen Blanca aquella talla gótica que sonreía mofletuda en su edículo central del altar grande ostentando al niño en brazos adornada la cabeza de una inmensa corona de plata. Se le decían piropos en latín y en vernácula. Se la cantaba y se la bailaba. Aquella luz del gran jueves del verano en Segovia ha iluminado las tinieblas de mi existencia. Ahora que lo pienso el haber sido niño de coro me ha ayudado a entender mejor a la Iglesia en sus miserias y en sus grandezas. Los papas vienen y van y muchos de aquellos prelados y canónigos han bajado al sepulcro. El sacristán Melecio fue enterrado con una copia de aquel manojo de pesadas llaves que colgaban de sus artríticas caderas. Espero que esas llaves le abrieran las puertas del paraíso. Pero queda lo esencial. Aquella sonrisa de Nuestra Señora en su trono, la luz especial o el sabor de aquellas moras que picábamos Teodoro y yo por los barrancos de Tejadilla. Tampoco he sabido nada de él. Las veleidades de la vida hicieron que los caminos se bifurcasen y no volviésemos a ver jamás. ¿Nos veremos en el más allá? Tampoco eso importa demasiado. Lo importante, lo real, fue nuestra fe a sabiendas de que los papas, los obispos, vienen y van. Para el creyente que vive aferrado al baluarte de su fe, todo lo demás es vanidad. Y está claro. Todo se os dará de añadidura. Rouco que acaba de cumplir los 75. Hoy se jubila. Vino el papa bendito que Benedicto se llama pero esta generación sigue siendo la misma después del baño de magnitudes y de multitudes.
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