GABRIEL MIRÓ NUESTRO PADRE SAN DANIEL
Para
hispanistas y filólogos y todos los que amamos las viejas palabras la prosa de
Gabriel Miró nos lleva al mundo de los paraísos perdidos.
Ya
sé que algún modorro que nos lea se quejará de que autores como él pidan el
esfuerzo de tener que abrir el diccionario y que el de la RAE en esta
involución que nos aflige haya dado de mano la vieja lexicología como
antiguallas inservibles y fenecidas voces del idioma popular; éste se reduce y
se limita a la jerga urbana quedando circunscrita a ese lenguaje urbano, mímico
y coprológico, un verdadero signo apocalíptico. El castellano está siendo
vapuleado por un inglés macabro y macarrónico.
Toda
esa gacería de baja estofa del Bronx que penetra a través de los sitcoms y el lenguaje
gangster vía Jolivú. Con ello el alma del mundo se empobrece a marchas
forzadas. De la racionalidad volvemos a la irracionalidad.
El
mensaje que lanzan epígonos semicientíficos como Eduardo Punsete ese malos
pelos que habla y entrevista en la 2 no se cansa de repetir el mensaje de
que el hombre viene del mono.
Por
eso es todo un hallazgo volver a las novelas de Miró (El Obispo Leproso, Años y Leguas, las Cerezas del Cementerio etc.)
In
principio erat Verbum. Dios creó primero la palabra. Después llenó el universo de
cosas y vio que el mundo estaba bien hecho. Y a continuación formó al hombre
del barro y a Eva de su costilla según el Génesis. Gabriel Miró resucita este
vocabulario de léxicos que resultan como un fucilazo, exvotos testimoniales de una sociedad
que se fue, pero el habla rica de los campesinos españoles de Levante perdura.
Nuestro
padre san Daniel es un retablo de las maravillas en prosa preciosista
que pinta la vida de una ciudad episcopal Orihuela (Oleza) a comienzos del
pasado siglo. En frases que parecen hechas para ser esculpidas en sojas o en
tiras de mármol. Su pluma no está hecha de encañadura de ave, se escuda Miró.
Es de hierro como un cincel. Puede que recargue un poco y que a fuerza de este
prístino afán intente Miró ponerle los paños al púlpito como hacían los
predicadores de campanillas antiguamente. Es un escritor litúrgico. El lector
encuentra ornamentos del viejo culto eclesiástico que venían del rito
visigótico.
Fueron
suprimidas por el concilio Vaticano II (hacheros, navetas, gremiales, gorjales,
tunicelas, crismeras, casullas, píxides, epactas, corporales, viriles,
hijuelas, brinquiños, sartales, antipendios, frontales que adornaban el
paramento del tabernáculo, las cáligas o zapatillas de seda laborada y el
cenojil azul que sujeta las medias de los obispos) el cristianismo
proviene de los misterios órficos y no es tan sólo letra muerta sino la
búsqueda y procura de un ideal
Vida
tranquila y provincial a la sombra del campanario cuando todo poseía un
principio y un fin es cuanto refleja este libro. Las onomásticas de los
apóstoles, los mártires, confesores y doctores o las doce fiestas del
calendario cristiano medían el tiempo. “Oleza criaba capellanes como Altea
marinos y Alicante turroneros”. Prosa serena que contempla el circular de las
estaciones y el nacer, morir y vivir de los personajes que describe con la
pasmosa elegancia en que giran los azudes y azahares de una noria.
Es
un mirar levantino hacia el paisaje de una zona que en lucha contra los piratas
berberiscos (Cartagena, cabo de Palos, Malva Rosa valenciana o Peñíscola)
defendió a la catolicidad. Los prelados entraban en posesión de su diócesis a
lomos de una mula blanca. Saltan a la palestra clérigos de misa y olla,
jesuitas místicos como el Padre Bellod, don Magín, y don Jeromillo (cura
pobre y cura rico). Se escucha en toda la novela el toque de Ánimas junto con
el frufrú de las sotanas y sobrepellices, la campanilla del Viático, surtidores
de patio claustral donde rezan el breviario los seminaristas ordenados in
sacris deambulando por el claustro. Se escucha el bisbiseo de las viejas en las
catedrales oscuras donde la piedra rezuma el vaho de los siglos, o la voz baja
de particulares que pedían audiencia al señor obispo, escribanos,
testamentarias que recogían las mandas de los moribundos en donaciones pro
ánima que han servido de baluarte económico de la iglesia. Se percibe, todo
sensual, muy gráfico, llamando a las cosas por su nombre, el tiemblo de los
dijes al pasar las cuentas del rosario de plata de las devotas. Crujen los
agremanes, blondas y azabaches de raso o deslumbran los estrados de damasco y
el brillo de anillos de oro y pectorales todo de perlas. Un estilo majestuoso,
solemne y episcopal.
A
Gabriel Miró hay que leerlo despacio y no sólo con los ojos sino con el
oído, el gusto, el olfato, el tacto. Hay que poner los cinco sentidos para
captar sus descripciones de una sensualidad fruente que se goza en el hallazgo
de la palabra exacta. Esta zona en que se desarrolla la trama era un viejo
reducto carlista que leía a Aparisi Guijarro y lanzaba vivas a Cristo rey y a
Carlos sétimo.
Esta
es la España de los curas trabucaires. La guerra de la Independencia abrió una
sima en el seno de la Iglesia entre curas liberales o serviles y absolutistas.
La mayor parte de los curas hicieronse carlistas.
El
obispo lució sobre su cabeza la barretina catalana hoy símbolo de la
independencia de aquella región tan española y que fue insignia de los
alzados contra el liberalismo jansenista. Sin embargo era un hombre triste que
vivía en un palacio inmenso con una huerta rodeada de viales de naranjos y de
magnolios en medio de una gran soledad.
Otro
de los personajes: Caracortada que vive arruinado, pues dio todo sus caudales
para la Causa. Se ha convertido en pobre de pedir desde que fue herido
por un sargento pesetero cuando su compañía mandada por el general
Cabrera el Tigre del Maestrazgo fue atacada por soldados
isabelinos. Dentro de este mundo idílico sin embargo no todo es lo que aparece.
La sobrehaz de esta armonía de la ciudad episcopal son las pasiones, las
envidias y enconos.
El
odio que siente el mutilado carlista hacia el cacique don Álvaro alcanza
proporciones homéricas. En una de sus magnificas descripciones las de las
vísperas de San Pedro el autor hace contrastar la magnificencia del presbiterio
claustral con la pobreza de la feligresía; unas cuantas viejas y unos
mesegueros que se duermen durante la ceremonia.
El
boato de los ornamentos contrasta con los harapos con que se cubre el pueblo
llano. El padre Bellod sube al arrabal de san Ginés una montaña donde la
población carece de viviendas, los niños van desnudos y los moradores entre
aguas reciales, bardomeras y pringues malviven, se alimentan de los higos
chumbos que brindan los nopales o van a robar fruta al huerto de unos frailes o
a la cerca del cura Jeromillo. Pudiera decirse que uno de los personajes es el
hambre aunque Miró no es un escritor social.
Simplemente
se preocupa por esa dicotomía entre el ideal inalcanzable que propone la
iglesia que busca en su gestión la utopía y la penuria de las gentes
irredentas a las que predica y sestean durante el sermón. El escritor se hace
cargo de este fracaso. Lo agrio, lo feo, lo sórdido de la existencia contrasta
con la hermosura y la contemplación estética. A los pobres siempre les tendréis
con vosotros. Axioma bíblico.
Es
el mayor ecologista de nuestra literatura. Hasta el siglo XIX nuestros
literatos se habían despreocupado del campo. No hay paisaje por ejemplo en
nuestra novela picaresca.
Él
se constituye en el mejor paisajista y soberbiamente describe la mies que orea
en las hazas de terreno y cabecean movidas por el viento cuando huele a junio.
O las clases de frutas que da esta región del maestrazgo: albérchigos,
sabrosísimas cermeñas o peras rabonas, bergamotos, zamboas, dátiles, naranjas,
pomelos, cerezas, nopales que trajeron los moros y los españoles llevamos a
Méjico, o el vino fondillón o rancio de Alicante,
vino de consagrar el que llevan en las vinajeras los niños misarios. Uno
se convierte a medida que avanza la lectura en acólito de esa gran eucaristía
mística que brinda la naturaleza abundante y feraz.
El
ambiente curial y levítico en el que se desenvuelve recuerda un poco a la
Regenta de Leopoldo Alas pero a Miró escultor de retablos –Figuras de la
Pasión-le falta vis dramática.
La
acción es lenta y la urdimbre, débil en medio de una prosa triunfal y selecta,
tan sensual que el lector parece oler a búcaros de glicinias o contempla la
magnificencia de los oficios religiosos en la catedral de Orihuela con aquellos
chantres y el precentor que sube a cantar el evangelio detrás de la cruz alzada
flanqueado por dos lampisteros o turiferarios.
Miró
los embaúla en un argadillo de lexicografía selecta. Una sonrisa abacial y un
obispo que bendice tocado con una mitra con forma de boca de pez. Los jardines
de los monasterios, dice, han enriquecido las vocaciones y el lenguaje
castellano. Un clérigo fumador habla en la sacristía con voz gruesa entre
vellones de humo. Se ven argollas en las puertas de nogal que delimitaban
antiguamente la jurisdicción de la tierra de asilo y en los sillares de las
pilastras catedralicias aun se percibe la herida de la gubia del picapedrero
que las labró, operarios anónimos, de los que nada se dice, nada se sabe. Se
escucha en la mañana el chacoloteo de las madreñas de las lecheras que suben la
cuesta con sus herradas hacia la ciudad. Estas descripciones cuajan la mirada
sobre un tiempo que se fue para no volver nunca más.
Leer
a este levantino es como calmar la sed estética en un pilón de agua
bendita, porque siempre halla la palabra exacta. Estamos en una tierra
requeté donde los mozos facciosos se unían a la partida con un escapulario bajo
la camisa cuya leyenda decía: detente enemigo que el corazón de Jesús
está conmigo. Era el detentebala. Pese a este amuleto la magnífica defensa
fallaba y algunos no sobrevivían y los que regresaban de la partida volvían
mutilados o epilépticos y el ambiente mezquino de Oleza les consumía, acabando
en la cárcel o en el patíbulo donde los reos antes de morir cantaban el Salve
Regina. No es posible la utopía. Quisieron construir la ciudad de Dios pero
esto es un valle de lágrimas. Gabriel Miró murió joven de un ataque de
apendicitis en su casa madrileña del Paseo del Prado. Siempre que bajo a los
Libreros me acuerdo de él. Como muchos escritores de España tuvo una vida
difícil y errabunda. Combinó su obra creativa con el oficio de amanuense en un
archivo del obispado de Barcelona. También fue periodista
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