DOMINGO DE GLORIA LAS
CAMPANAS DE SAN GREGORIO
Yo conocí a la tía
Apolonia ya muy viejecita y encorvada. Al final de la misa se quedaba rezagada
haciendo un recorrido por las imágenes de las capillas de la iglesia de san
Pedro, gira espiritual que podría alargarse hasta media hora a veces tres
cuartos, y a mí me encargó el cura don Frutos cerrar la iglesia. Al no ser mi
intención distraerla de sus piadosas plegarias a todos los santos de la corte
celestial que a ella bendecían desde su peana: san Isidro Labrador, la Virgen
de Fátima, el Resucitado que donó mi pobre abuelo Benjamín cuando sanó
aparentemente del cáncer de próstata, san Gregorio papa, la Virgen de los Dolores
y sobre todo san Pedro instalando en un trono del altar mayor debajo de la cara
excelsa del padre eterno que se asomaba entre nubes de purpurina ostentando la
esfera armilar o hacía sonar el manojo de pesadas llaves… Vamos tía Apolonia,
vamos. Aquella espera me hacía pensar en un cuento que se dejaba caer en labios
de los atrevidos y salaces en los
filandones del invierno. Se trataba de un cura que tenía un lío con la mujer
del herrero. Estos se comunicaban por medios de toques de campanas. Un repique
de siete badajadas significaba que el campo estaba expedito y que el buen
párroco podía acercarse a la herrería a cortejar su dama. Dos toques seguidos
que no. Que había moros en la costa. El romance tuvo prosapia y rigor de modo
que los toques se convertían en una composición musical. Desde la torre el
amante enviaba un mensaje a su adorada en aquellas fechas que no había
internet:
─Mariquita mi señora venga
que ya es hora.
He aquí que el herrero
interceptó la comunicación y descifró el lenguaje críptico de la misma. Así que
una tarde que estaba en la fragua afilando una reja candente le mandó a su
mujer que se sentase en la bigornia. Al sentir el dolor del hierro candente en
sus posaderas pega un brinco que alcanza hasta el techo.
─Ay
─¿Está calentito eh? ─
exclamó el herrero entre carcajadas.
En aquel momento sonó
desde la torre la llamada del amor. El párroco se estaba empezando a
impacientar. Repique que campanas:
─Mariquita
encantadora, ven que ya es hora.
Y desde abajo para que
le escuchara todo el pueblo con su vozarrón:
─Tiene el culo quemado
no puede ahora
Algunos quieren estar
en misa y repicando. No puede ser.
Entonces se me acercó
la tía Polonia la hermana del cura don Cirilo. Sus ojos eran muy azules el pelo
blanco no tenía dientes y se parecía por la blancura al hopo de algodón que
hilaban las mujeres de Fuentesoto a la puerta. Dúctil sonrisa y un lobanillo en
la comisura del labio donde le había crecido un matorral de pelos negros.
─Ya es hora de
encerrar. Vamos, sí hijo, sí. Tengo tantas obligaciones, tantos difuntos que no
doy abasto, tanta gente que me aguarda ahí en eso (miró para el camposanto en
el cerro), tanta gente que se me murió que son centenares de padrenuestros de
Réquiem. ¿Eres tú el Antonio el nieto del tío Benjamín? ¿El que va para cura?
─Soy
Salimos al cancel y a
la puerta de la iglesia tomándome de la mano me dijo:
─Mira para arriba, Antoñito.
Dirasme lo que ves
─La torre de San Gregorio
el campanario sin campana. Se las llevaron los franceses para fundirlas y
convertirlas en balas de cañón. Ya no la bolean los mozos ni tocan a clamor por
los difuntos o rebato cuando se produce
un fuego.
─Así es pero yo te voy
a contar un milagro que ocurrió el día de la Pascua de Resurrección. Habíamos
venido mi hermano y yo don Cirilo Sanz de Roma en peregrinación de ver al papa
León XIII. Era domingo de Gloria. Nos levantamos todos sobresaltados porque
escuchamos el sonido de la campana gloria que había mandado bendecir un rey muy
antiguo el rey Alfonso VII el emperador. Entonces el pueblo estaba arriba. Era
un ribab
o fortaleza para defendernos los del sarraceno. Ese rey santo había
ordenado construir un cordón de monasterio en número de 24 desde Sacramenia a Osma y Berlanga de Duero.
Los musulmanes atacaron y destruyeron el villar, la iglesia quedó destruida
pero las campanas seguían tocando a misa. Y tocaban solas.
─No me diga, tía Polonia.
─Pues sí, hijo, sí. Es
verdad
Cuando los franceses se las llevaron se dejó
de escuchar el clamor en toda la contornada. Mi hermano que era muy devoto de
san Gregorio le pidió que antes de morir querría oír aquel sonido. El Señor nos
concedió esa gracia y aquella pascua de resurrección bolearon a gloria como
nunca habían sonado. Mi hermano dijo una misa de acción de gracias y predicó un
sermón en el que dijo: el diablo nos arrebató las campanas pero no pudo con
nuestra fe. Mientras esté ahí el cementerio de san Gregorio seguiremos
creyentes. ¿Te ha gustado, Antoñito?
─Como no tía Apolonia
usted lo cuenta que parece que lo ha vivido.
La anciana dibujó una
sonrisa y se alejó a paso corto Había sido muy guapa de moza y tuvo muchos pretendientes
a los que dio calabazas porque creía que sirviendo al cura era como si
profesase de monja y se consagrara a Dios.
Yo tomé el pesado
manojo de llaves y los llevé a la rectoral. Don Frutos el cura en mangas de
camisa cavaba en la cerca al lado del molino. Sudaba como un pavo.
─¿Quieres almorzar?
─No me vaga. Tengo que
hacer un mandado a mi tía Paulina he de ir a la fuente a llenar la botija.
Le conté la historia
al párroco según la tía Apolonia me había referido y don Frutos muy gnómico sin
dar un cuarto al pregonero pronunció este veredicto cita del padre Astete en su
catecismo:
─Fe es creer lo que no
vimos
Desde aquel día cada
año cuando llega la Pascua Florida dentro de mi alma yo escucho las campanas de
Resurrección que bolearon en el campanario de San Gregorio resistente al paso
de los siglos. No he perdido el sentido del humor, tampoco la fe en lo que no
vimos
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