ANDANZAS NEOYORQUINAS
CORRESPONSAL EN NUEVA YORK
por Antonio Parra.
XXX
Para Félix Ortega Muñoz, que fue el maestro de todos. Él monta guardia ya más arriba de los rascacielos destruídos. Los grandes periodistas como él nunca morirán. Se desvanecen, se desciñen, se desentienden.
Con una estampa de la Santina en bolso y bastante miedo en el cuerpo me acuerdo de mi arribada a NY tal que una noche de san Andrés de 1976. Estaba nevando o a punto de hacerlo en honor de aquel refrán que dice: Por los Santos nieve en los altos y por San Andrés nieve en los pies. Cuando en América se acatarran aquí cogemos unas pulmonías de espanto.
Era una tempestad de granizo casi tropical lo que caía terciada con hampos de una nevasca rusa que descendían perezosos sobre la cima de los rascacielos y el viento huracanado jugando a capricho con la aeronave. Por un instante creímos que nos ibamos a estrellar contra las Torres Gemelas. Allí vi un signo de los días porvenir. El horrísono espectáculo para los hiperestésicos como yo no es nuevo. A Nostradamus lo he vivido en mis propios huesos. La fatalidad muslímica frente al destino. Makfut. Está escrito.
Desde entonces, y aunque salí de aquélla y de otro accidente que tuvimos en Lisboa, se incendiaron dos motores en pleno vuelo, a raíz de mi accidentado aterrizaje en la Gran Manzana, he tenido pesadillas columbrando aviones que caían sobre el World Trade Centre. También la torre Eiffel y el embudo donde se encastilla el Big Ben, torre del parlamento de Westminster, pero sobre todo las torres Gemelas eran el tema recurrente de mis cefaleas oníricas. ¿Occidente en la encrucijada?
Hasta escribí una crónica y creo haber entregado algún despacho anticipando esa experiencia apocalíptica de las Torres Mellizas derrumbándose que ha puesto al mundo los pelos de punta. Y la obsesión me ha martilleado muchos años porque Nueva York es algo que imprime carácter que cambia la mentalidad y el modo de ser de las gentes. Allí mi vida experimentó un giro de varios azimutes. Y silbé sus “blues” bajo la autoridad de Frank Sinatra, un neoyorquino típico: “I love New York. New York”.
En América todo es grande y es extremo. Las montañas. Los huracanes. Los hombres y las mujeres; allí se encuentran los más altos y los más bajos, los más guapos y los más feos, los flacos como leznas y los más gordos pues dicen que Nueva York, donde abundan los “fatis”, cambia hasta el metabolismo y a mí me ocurrió Las ciudades. Los árboles más grandes como el alerce de las Rocosas o las secoyas de California. Se lo pasan allí en grande los estadísticos, los amigos de los contrastes y todos aquellos que sienten pasión por evaluar las contradicciones, sinrazones y a veces maravillas de la raza humana. América casi carece de raseros y de varas de medir. Hasta climatológicamente las subidas y bajadas del mercurio de tan bruscas carecen de parangón. Se pasa sin solución de continuidad de una mañana calma de primavera a una tarde de calígine para luego tener una noche de escarchas. “If you dont like our weather, just wait” (Si no te gusta nuestro clima aguarda un segundo), advierten los castizos de Brooklyn. El viento te zarandea y no hace música con las hojas de las parras como el viento de mi pueblo. Tiene algo de fetichista. Nueva York es un amor y un odio a la vez. Sin tasa. A palo seco. Se colma el vaso. Se dobla la medida.
Esta volubilidad a mí me parece que influye en la forma de ser de los habitantes con bruscos cambios emocionales que hace que no se asuste el neoyorquino de nada. Y se asusten también de todo. Allí suele tomarse la vida muy a pecho puesto que para sobrevivir hay que ser un adicto del curro. Como aquel Herbie, el transcriptor de mis crónicas en la ITT de la Onu, un jodío gordo al que le colgaban las mollaqs por delante como la trompa de un elefante . El pobre se fue a morir a Miami a un cementerio de elefantes. Que así se llama en el lenguaje coloquial a los que se jubilan y lo peor que le puede pasar a un “newyorker” es jubilarse. Y es que allá cuando llueve, es el diluvio y si truena o cellisca lo hace a conciencia y de verdad.
Iban a ser cuatro años de experiencia sin precedentes. De calores húmedos en los cuales se podía cortar el aire con una navaja y de hielos espantosos. Recuerdo la morriña que me invadía todos los veranos al regreso de las vacaciones en Artedo con sus mareas cantábricas, un verdadero servicio de limpieza costero que no existe en la Bahía del Hudson de aguas contaminadas a causa del carboneo y el intenso tráfico náutico que ha degradado a las playas como las de Long Island consideradas como las mejores del mundo; una vez fui a bañarme a los Kills de Staten Island, un marasmo de galipote, y por poco perezco, añorando las olas de mi Cudillero, no a causa del agua sino en el cieno de las cloacas y de los vertidos de los basureros oceánicos. La costa era hermosa con una de las panorámicas más excelsas que cautivaron a los padres pioneros y hacían alegrarse a los piratas que hostigaron a la escuadra española a barlovento y sotavento de las Antillas. Hoy no hay ningún recodo practicable a causa de la polución fabril. Un indicio de lo que puede venir porque hay que considerar a la Gran Manzana un laboratorio del futuro. Es una prolepsis, no una analepsia. La historia sirve de poco. Es mucho más esta ciudad de aristas y de cuchillos de cemento y fibra acrílica de su perfil proyectado hacia lo alto en un afán misterioso de rabia y de desesperación de la técnica para vencer la ley de la gravedad y ganar la del más allá en un citius, altius, fortius en desmesura, que anales. Allí no hay cronicones pero durante cuatro años yo iba a ser cronista de un tiempo crítico y de catarsis, entrado el último cuarto del segundo milenio y asomandose al tercero con la globalidad en puertas, la crisis del petroleo, la era Carter y la supremacía total de una américa prodigiosa capaz de vencer a todos pero incapaz de explicarse a sí misma y con telones de Aquiles como aquel que yo atisbé en aquellos dos tolmos desafiantes al cielo y en el que yo detecté ya barruntos de inestabilidad babélica.
De la parte de New Jersey las tardes que cambiaba el aire llegaba una hedentina que quemaba los ojos y las narices. Allí todo era grande y distinto. Hasta el tufo. La naturaleza, más joven que en la vieja Europa, observa un comportamiento más vigoroso e imprevisible. Allí todo es grande, vuelvo a repetir, hasta los atentados como el que acabamos de presenciar horrorizados a través de la CNN. En los famosos Kills se entierran ahora los cascotes del desastre y Staten Island era y lo sigue siendo la isla de los muertos. Gestaten, en alemán y en holandés vale tanto como inhumación. Yo estuve allá. Allí viví entre las barcazas onerarias con cargamento basurero y los estridentes gritos de esas aves inquietantes, como mujeres fuertes del aire, estragadas, insaciables con picos como fórceps, las gaviotas.
Habíamos tenido un vuelo con turbulencias. La aproximación a Kennedy la hizo el piloto con mucha cautela. Estuvimos dando rodeos a la vertical del cielo de la Mejana Inmensa que es la isla de Manhattan, a la que llaman cariñosamente Big Apple (la gran camuesa) los neoyorquinos, gentes de todas las etnias y razas que han aprendido a convivir en armonía y sin problemas, dentro de lo que cabe, formando ese caldero o melting pot que demuestra que los caminos del mundo no son los de la xenofobia sino los de la xenofilia y benevolencia hacia el forastero, el meteco o el espaldas mojadas que llega en busca de acomodo y de un futuro mejor. Allí uno nunca se siente de fuera. Pero convertirse en un vagabundo es cosa fácil. Ser un “dropout” en el gran rompeolas del capitalismo, marcada por los abruptos contrastes, representa un riesgo muy a tener en cuenta en estas calles que sólo dejan paso al más fuerte y al más audaz. La visión de los rascacielos con calles a sus pies heridos por la sombra, desgalgaderos a los que no llegan rayos solares en invierno, esos crómlechs de la nueva edad de piedra que aguarda tras un holocausto nuclear, evoca esos diagramas de fiebre a los pies de la cama de un enfermo grave, con sus subidas y bajadas, pico y valles de la fiebre. ¿Estará la humanidad enferma de muerte?
Sentí claustrofobia, agobios. No se me ha pasado desde entonces el síndrome de Estocolmo. La primera impresión es la de una ciudad terror, capital de un estado terrorista con complejos de Babel. El que ama el fuego se quemará. El cine ha presentado una versión vía Frank Sinatra de paraíso del que trepa, ganga de los nuevos buscadores de oro. Y una verdadera Arcadia de semblante cosmopolita.
Esto no quiere decir que sea una megapolis cómoda o fácil ni el Edén, porque se lleva una vida que no es para llegar a viejo. Es una ciudad bronca donde todo es difícil y donde nunca hay que bajar la guardia pero allí se percibe un halo de humanitarismo tierno bajo la hosca corteza del neoyorquino quien, cuando habla por cierto lo hace con palabras precisas y como con barbas. Su “slang” o jeringonza es uno de los más interesantes por sus alardes de precisión y de fantasía.
Puede decirse que el cheli y el pasota madrileño lo copian. Hasta el punto de que allí la sabiduría se aprende en la calle. Street wisdom y street wise son dos palabras que conviene aprender. Sin una orientación y una buena aguja de marear te caes pues refiere un viejo dicho local “nice guys here dont last” (los buenos chicos aquí duran poco). Están acostumbrado a las emergencias. Siempre están pasando los bomberos. El caldo de cultivo es el ruido y las sirenas de los apaga incendios constituye un señuelo de la urbe bajo el dominio de la alarma y la contaminación acústica. Lo que más me sorprendió al principio es que la radio ensayaba simulacros de un posible ataque nuclear y llevaba a cabo tests de evacuación a los refugios que terminaban todos ellos con la muletilla de un locutor con tono de voz casi apocalíptico: “Esto no fue sino una prueba. De haber sido una emergencia real, les hubiésemos facilitado las precisas instrucciones”. Que vienen los rusos. La guerra fría tocaba a su fin y se abría camino una nueva era de hegemonía en el cielo con los famosos satélites espías que montaban guardia cerca de las estrellas frente a un eventual ataque nuclear soviético. Era la guerra de las galaxias que ganaría el Tío Sam.
Me dio la impresión de estar aterrizando en un país que vivía en estado de guerra y la primera es la impresión que más vale. Los americanos conciben la vida como eterno combate haciendo suyo el aforismo paulino de que la vida es milicia y siempre tienen que tener un enemigo delante o estar haciendo la guerra a alguien. Probarse a sí mismo. Demostrar que más valen. Y su cultura no es una cultura humanista, sino de gags y de consignas.
Es el mejor inglés jamás escuchado y eso mismo me decía el querido periodista y novelista gijonés Faustino G. Ayer, un enamorado de América y de todo lo americano (los dos ibamos a comprar el pan juntos a una tahona italiana de la ciudad baja, down town) que conocía bien New York, claro dentro de un límite porque en este foro mundial todo se mueve y cambia de sitio casi de una semana para otra.
Todo parece en perpetua catarsis y siempre confunde, siempre sorprende. Con este colega asturiano también tomé copas en el bar cerca de Trinity Place donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dylan Thomas. donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dylan Thomas el vate galés que murió de una borrachera a las puertas de un chigre una fría noche de invierno bajo la helada. A veces nos acompañaba el ovetense Delfín García, corresponsal de RNE, bravo carbayón aunque muy cabezota, que tenía un aire inconfundible de Humprhey Bogart, al que imitaba hasta en sus gestos, el pelo echado hacia atrás siempre con su Pall Mall sin boquilla a flor de labios, escupiendo por el colmillo. Y un gesto de perdonavidas algo matasiete. Trabajaba para los servicios de Carrero Blanco pero cuando voló el almirante se quedó sin trabajo. Hacía sustituciones en otras corresponsalías y le hubiera apetecido quedarse con la delegación de Pyresa por lo que desde un primcipio se portó conmigo de manera aborrecible.
- Esta es la sociedad de la abundancia, tío.- me dijo
- Pues de puta madre.
Pero en Nueva York la bohemia es mucho más escurridiza y peligrosa que en Europa. He aquí a uno de los máximos poetas en lengua inglesa convertido en difunto de taberna en uno de esos pubs de mala muerte denominados dives (inmersiones) o cavernas del speakeasy (hablemos paso) que recordaban los tiempos de la Ley Seca. A Dylan Thomas, poeta en Nueva York, Under the Milk Wood – mucho mejor poesía la suya que la de García Lorca-que añoraba sus excelsos valles del Principado de Gales Nueva York fue su tumba; lo derrotó. Las fuentes de Manhattan no manaron precisamente leche y miel para este difunto de taberna. Los bares neororquinos muy a diferencia de los pubs ingleses allí son algo siniestros con luz baja y silenciosa. Los parroquianos por aquel entonces (no sé si la costumbre seguirá hoy) colocaban un fajo de billetes junto a la copa; el camarero servía el licor a medida que el vaso era vaciado y cuando se acababa el montón el cliente buscaba la salida muchas veces haciendo eses pero sin proferir palabra. Allí se daba el bebedor solitario que agarra cogorzas silenciosas adrede porque si eres locuaz puede que te peguen un tiro o acabes en la comisaría por haber dicho alguna improcedencia o faltado el respeto a alguien en violación de la ley del país. Y en la resaca de su inspiración cantó como T.S. Elliot a Nueva York como epicentro del inmenso saladero que aguarda al mundo si sigue lo habitarán las grandes urbes. Homo urbanus aunque allí eso de la urbanidad se estile poco
Así que el skyline se presentó ante mis ojos como una visión. Pensé en Moisés y Aarón bajando del Sinaí con las tablas bajo el brazo. Una nueva era de mi vida empezaba traumáticamente. Parto acongojado. Yo venía a Nueva York por una de esas carambolas a contar ese periodo de transición que fue la era Carter para los lectores de “Arriba” y una cadena de otros cincuenta periódicos y también a entregar la cuchara porque la cadena del Movimiento para la que trabajaba iba a ser pignorada o desmantelada a nostramo, porque digase lo que se quiera reconozcámoslo o no en España desde el año 45 los que mandan son los americanos y algunos amigos yanquis me han confesado sottovoce de que con Franco les iba mejor. No quedaba más remedio. En aquel puesto había habido predecesores brillantes: Manolo Blanco Tobío, Celso Collazo, uno de los creadores de EFE, Guy Bueno, Félix Ortega, que fue el mejor de todos ellos, a mi criterio, de todo el cupo iniciado en el 48 por Pepe Cifuentes y Rodrigo Royo, quienes tuvieron que verselas con una ley tan pistonuda como la MacCarrack, el diplomático de Truman que luchó en Brunete con las Brigadas Internacionales; él se opuso la entrada en territorio estadounidense a los españoles. El bloqueo estuvo en teoría hasta comedios de los cincuenta sólo sobre el papel porque en la realidad nunca se llevó a efecto.
Todas esas firmas habían dejado muy alto el pabellón y aunque entusiasta y audaz periodista como se decía en la jerga el momento no me sentía con capacidad suficiente como para hacer sombra a aquellos gigantes. En los primeros días me fumé dos cartones de tabaco pero no fui el único. José María Carrascal que llegó en barco de polizón ( “I jumped ship”, me confesó una tarde en el bar de la Onu) se había fumado treinta paquetes hasta perder la voz. Y a nadie le extrañe porque Nueva York acojona e impresiona y más si el recién llegado la descubre en medio de una aparatosa tormenta como me pasó a mí. La clemente Santina me echó un capote. Aquella vez y todas.
Durante la espera para aterrizar estuvimos de circunvuelo. A nuestros pies la postal inconfundible del paisaje urbano: Manhattan con sus dársenas, espigones, grandes buques amarrados. Bocanadas de humo blanco manaban de las fauces de las chimeneas de la central térmica edificio lindero con el de Naciones Unidas y se iban a colgar estos penachos sobre los tiesos adarves del Woolworth, el rascacielos más antiguo, y del Empire State. Es el emporio de la civilización se presenta al recién llegado como una pira en combustión, la gran mejana arde y arde. Día y noche la impresión que ofrece al viajero es la de almenara que echa chispas.
Viviría dos años con mi mujer y mis dos niños casi a la sombra de este mastodonte de hormigón con su chapitel calado donde la inmensa lanza de una antena de radio hace las veces de campanario. Todas las mañanas me despertaba la visión y el espectáculo de la city. Es un paisaje abstracto que no inspira sosiego, que parece que siempre está llamandote a la calle e instandote a la acción y al movimiento pero los atardeceres son verdaderamente apoteósicos. Por lo abrupto de su luz tajante de sombras y fulgores en el desfiladero. Boca de noche en estado de emergencia. Se escucha el carro de los bomberos. Cada cinco minutos, uno que queda atrapado en un ascensor, una cañería que revienta, el loco que amenaza con suicidarse desde un piso alto. Y un promedio de quince asesinatos al día.
El Empire es el palo mayor de esta ciudad con forma y fisonomía de buque de guerra con jarcias de cristal surgiendo en el casco como viga hendida del bauprés. Las Torres Gemelas eran las vergas de popa. Cualquier bamboleo, descartado; puesto que el firme de Manhattan no es más que un peñasco yermo vendido por los indios moahawk a los holandeses por veinticinco dolares en 1622; que se derrumbase todo el montaje, simplemente imposible, porque los cimientos son de sílice. Eso decían pero la gran roca se ha descubierto que era vulnerable cuando un topo se esconde y estrella un avión al amanacer.
La Nueva Roma se funda sobre un plinto granítico y siguiendo las instrucciones talmúdicas trata de imitar a la Roca de Israel a la cual alude Ben Gurion cuando fue proclamado el estado judío en 1948; no mencionó la palabra Dios, sólo la Roca de Zion. Además los muros de los rascacielos, orgullo de la ingeniería del siglo, estaban diseñados como soportar la oscilación del mayor terremoto. Por lo que el portaaviones sería inexpugnable. ¿Cómo no se me ocurrió pensar que la Nueva Jerusalén de la Diáspora iba a ser atacada y sus dos símbolos señeros abatidos?
Los pilotos kamikazes -jinetes apocalípticos ellos mismos transformados en saeta de fuego con su montura de hierro, el terror y el miedo y el espectáculo cabalgando a las ancas- hicieron blanco no ya sobre las moles simbólicas de la Torres Mellizas sino sobre el corazón que mueve todo el ajetreo de las finanzas. El daño mayor no han sido los muertos, desaparecidas o el destrozo causado, aunque los norteamericanos tengan redaños suficientes como para resucitar de los escombros, sino la afrenta moral a lo que estas dos trípodes de cristal, estos prismas amachambrados increíblemente a la Gran Roca, abanderaban.
Conque no puede ser más simbólico y sintomático en esta hora aquello de torres más altas han caído. Un ángel exterminador en forma de comando suicida rebajó los humos a la soberbia babélica.
Para mí que conozco Nueva York, amo Nueva York y fui residente allí cuatro años, los más importantes de mi vida, lo ocurrido el 11 martes fatídico de septiembre del nuevo milenio ha sido una señal. Un toque de atención que exhorta al rearme moral más que al físico, una vuelta al pensamiento de la nueva frontera de la época Kennedy. Que América vuelva a ser amada más que temida y odiada. No se aconseja un castigo porque Dios no puede castigar sino que el ataque representa un aviso enviado desde lo alto. Algo no va del todo bien pese a la euforia de los últimos años. Se exige no la guerra de represalias contra la diabólica mente que urdió la infernal hecatombe sino la reflexión meditada y el reposo sobre cómo somos, qué queremos, hacia dónde marcha el mundo.
Y esta idea se me ocurre cuando a mi memoria viene el recuerdo de aquella tarde noche de san Andrés en medio de la tormenta durante la angustiosa aproximación a un aeropuerto congestionado de un tráfico terebrante. Allí oscurece mucho más rápidamente que aquí. La luz se esconde de modo abrupto y trepan las sombras sobre estos cuchillares de cemento que son los rascacielos como apiñados y casi congestivos.
Me impresionó la visión de aquellos dos conos mágicos como una soberbia representación de una ecuación matemática sobre el paisaje. Dos falos erectos, encarnación de la potencia genésica de una nación joven, y llena de tabúes y de prejuicios que recuerdan el calvinismo fundamentalista de los fundadores de la Unión ¡Qué contraste frente a los aires caducos de Londres! Dos mástiles de un transatlántico en el que actuaría de timonel, de serviola y de mascarón de proa la estatua de la Libertad apuntando su hachero con la flama perenne hacia Europa. Nunca imaginero tan mediocre como era Bertholdi, aquel escultor que fue contratado por la municipalidad neoyorquina para llevar a cabo el proyecto, tuvo tanto éxito con un molde. Es lo que significa el coloso. Los pobres de la tierra recién llegados a la isla de Elis estuvieron viniendo a refugiarse bajo sus zócalos y ahora el pebetero de la verde dama en cuya cabeza hueca cabe todo un restaurante puede que esté también amenazado. Ha soplado un viento recio en el rebufo de la carlinga y la cola de los dos aviones estrellados contra la fachada de las dos torres. Vesania fundamentalista. Muchos corearán aquella frase del Corán “Alá es grande”. Pero la grandeza divina nunca podrá cimentarse sobre un montón de escombros y una pira de cadáveres.
Sin embargo yo entonces con treinta y dos años y medio pensaba que estaba llegando al epicentro del futuro. Caía en la forja de una horno donde todo se cuece donde está el crisol del mundo nuevo. La primera impresión fue la de acogotamiento. Nueva York amedrenta un poco cuando se la ve desde el aire y más en las circunstancias de aquel vuelo en medio de una tempestad que hizo que el avión se zarandease como una vaina. En uno de los fucilazos del relámpago quedó diseñado sobre las nubes el cordonazo de san Francisco o la palma de santa Barbara que decían los pastores de mi pueblo. Me pareció entonces que una mano invisible estaba diseñando el croquis de los tiempos por venir con una anticipación de veintiséis años sobre los acontecimientos. Mi olfato periodístico me dijo que no hay que dar de lado a las corazonadas y yo en aquellos momentos la tuve y ya desde entonces nadie me pisó el scoop y por eso mi corresponsalía fue un poco a la contra de la de los demás. Parece ser que a muchos les supo a cuerno quemado que uno quisiera contar la verdad. Yo a los cables de la Ap, de Reuter y del “Times” les daba siempre la vuelta y al revés te lo digo y acertarás, piensa diferente y acertarás. Hice periodismo de calle. No me limité a pegar telegrama o a refritar el Times como otros becarios de la Fullbright y con master en Columbia que se convertían en amanuenses de los lobbies por los pasillos del Edificio Azul o del Departamento de Estado. Desde el principio tuve muy claro que venía a servir los intereses de mi país. En eso siempre coincidí con el gran Felix Ortega, al que la historia del periodismo español, tiempo adelante, tendrá que proyectar como una de sus máximas figuras. Le han negado el pan y la sal pero eso siempre resulta un halago en nuestro país. Castilla “face los omes y los desface”, que decía Mío Cid. Me dieron por díscolo pero hice bastantes dianas y conseguí moverme con soltura en el laberinto de la política exterior de Cyrus Vance, para mí un auténtico caballero. Los americanos tienen un alto código de valores tanto éticos como morales y eso se nota también en el apasionante mundo político y estratégico de la Casa Blanca y del Pentágono.
La verdad tiene muchos carriles y a un periodista se le perdona todo menos el de ser aburrido ni pastueño. La mansedumbre de feligrés da buen resultado en el rebaño y en la manada, nunca en esta bataneada profesión a la vez canalla y sublime. Mi lema era un poco el de la libertad al estilo del fundador del Manchester Guardian: “Facts, sacred. Opinions, free” (los hechos son sagrados; las opiniones libres). De acuerdo pero existen diversas formas de presentar objetivamente unos mismos datos viciandolos, que la objetividad en estas cosas del trajín humano no es más que una entelequia.
A la que descendíamos, el avión perdía presión. Vi como el pararrayos de una de las Towers absorbía la descarga de una centella. La gran azotea se iluminó con una luz de espectro. La gran fábrica del rascacielos aguantó impávida. Aquello me pareció el techo del mundo pero yo ya colegí que aquellos prodigios de la ingeniería eran vulnerables. La exhalación había pegado justo sobre la punta de la antena de una de las torres y el firmamento fulguró. Entonces el World Trade Center estaba casi vacío y en alquiler la mayor parte de sus ciento diez pisos y dependencias. Vi un inmenso cartel que decía “To let: Salomon Brothers”. No encontraba arrendador y se discutía sobre la rentabilidad de sendos colosos que como Castor y Póllux tuvieron muchos detractores, incluso el “New York Times” en uno de sus macizos editoriales, tan sesudos, rezumando cordura y “matter of fact” , ya recomendaba su demolición por considerarlo un nido de ratas y de “derelictos”.Su construcción por un arquitecto japonés había suscitado polémica con dos magnitudes en pugna: lo vertical contra lo horizontal, pero se impuso el criterio de los primeros que fomentaban el crecimiento hacia arriba y el aprovechamiento de cada metro cúbico. No hay que olvidar que Nueva York es el templo sagrado de la especulación inmobiliaria.
Bajo la borrasca ofrecían estos dos titanes de acrílico un aspecto de desafío a los elementos. Habían sido erigidos a prueba de terremoto. Eran el orgullo de la técnica. Sin embargo, dos aviones de pasajeros una fatídica mañana del final de un verano para olvidar, el del 2001, acabaron con esa suposición presuntuosa. Al verlas por primera vez recuerdo que pensé en Babilonia y en Babel.
-Scaryeh? - dijo entonces un portorriqueño compañero de vuelo empujandome con el codo.
-A little - repuse en inglés y él se puso a jurar entonces en español como suelen hacer los simpáticos de la isla de Borinquén que habían emigrado en oleadas a Manhattan en la década anterior y constituían casi un cuarenta por ciento de la población:
-Manda huevos con el viajecito.
Gran parte del pasaje estaba vomitando en aquel instante de turbulencias y de zarandeos. No pude por menos de reprimir la carcajada que distendió el estado de nuestros nervios. De allí a poco sentimos gañir los neumáticos del Jumbo contra el tarmac de la pista de Kennedy. Todo el mundo empezó a aplaudir. Y yo a rezar. Recuerdo que en ese instante apreté contra mi pecho la medalla de la Virgen de Covadonga parte indispensable de mi ajuar.
A lo largo de cuatro años no se me pasó el acojone y creo que todavía me dura pero acabé amando a Nueva York identificándome con su latido, el verdadero esfigmógrafo del planeta. Es el pulso del mundo nuevo, y uno no puede vivir de espaldas a él por más que te anegue en la contradicción. NY es un mar aparte, que rechaza la historia y sólo cree en el futuro. Too much. Demasié.
No me extraña que Manolo Blanco Tobío dijese que lo que más extrañaba - para este gran periodista gallego muy habituado a los modos de vida norteamericanos Europa era una especie de exilio- es una ojeada rápida todas las mañanas al New York Times.
El bien y el mal conviven allí puerta por puerta. Ángeles y demonios sentados a la misma mesa. Los rabinos con sus kaftanes y los popes con sus manteos comparten un sitio en el metro. El superlujo y la elegancia de la Madison Avenue entremedias de la cochambre del Bowry. De todo aquel caos que fue mi experiencia neoyorquina saqué la conclusión de que tiene que haber un dios, un demiurgo que ponga orden, que se apiade. Eso. Alguien que se apiade porque Nueva York hace pensar en la famosa frase de san Pablo “nada de lo humano me es ajeno”. No se puede ser ateo acullá. Todo menos ateo. Sientes como una fuerza que te lleva, una especie de protección. De lo contrario te hundirías. La gran manzana, la inmensa colmena, el hormiguero de gentes que se afanan un día y otro y también el avispero y las injusticias. Y como no la mafia. La metrópoli suscita ideas enfrentadas, pensamientos contradictorios de amor y de odio. No es una ciudad para volver porque de ella no se consigue salir nunca. Te atrapa desde el primer minuto y ya no te suelta aunque te alejes físicamente. Más que una ciudad, es una condición mental, una actitud frente a la vida, un estado anímico. Yo diría que es una ciudad mística. He aquí una lectura judía en versión talmúdica de la “Civitas Dei” agustiniana. Los que la diseñaron, los parias de la tierra, los filibusteros irlandeses, los sefardíes de la diáspora holandesa, los protestantes fundamentalistas, quisieron llevar la contraria a Aristóteles y a Platón y a todos los maestros del medievo que impartían cátedra desde Oxford, Alcalá, La Sorbona. He aquí otra concepción diferente del mundo. Money. Money. Money. Que sólo cree en la gracia del esfuerzo y que a Dios lo coloca en otro plano. A él rogando y con el mazo dando. Perpetua volición. Mente en ebullición. Se siente a Lucifer volar por las recortadas cornisas. A él se encomiendan los azotacalles de este vasto emporio del dinero y todos aquellos que sólo acarician una idea fija: medrar, ser ricos. Oro. Oro y oro. Tenemos que empezar a escribir la palabra dios con minúscula. Él es un buddy, como tantos y nosotros, siempre a dos velas. Además sólo habita en nuestra imaginación. A lo que se ve el ángel caído encuentra en este recinto un campo abonado para hacer prosélitos a su causa y aquí parece que sólo se sobrevive con el instinto de conservación. Mejor que la oración es el espíritu de rebelión. Es la conclusión que pude extraer. Pero es una deducción capciosa porque entré en la gran ciudadela rezando a la Virgen y la abandoné un viernes de oscurecida. El taxista que me llevó a Kennedy tenía enchufado una emisora que retransmitía los oficios sagrados en una sinagoga de Brooklyn.
Es una concepción utilitarista de los elegidos llamados a poseer la tierra sucediendo esto acá abajo sin tener que aguardar al más allá. No se conforma con la resignación cristiana ni lo injusticia a la que lucha por atajar en este mundo. Por eso es un frenesí continuo. Arriba y abajo. La ciudad que nunca duerme. La riada humana. El poder automático.
Está tan cargado de voltios el lugar que los picaportes y los pestillos sueltan chispazos. La estática pervade el entorno. Yo viví en el Este hacia la calle 14. Allí todos están juntos, nunca revueltos. Mi barrio era una mezcolanza de judíos y de sicilianos que veneraban la camorra y nietos de Al Capone todavía practicaban ese vudú italiano que es la “jettatura” pero católicos al por mayor ya que en la fiesta de san Jenaro sacaban su imagen por Manhattan en procesión. En la otra manzana había polacos con su manera tan peculiar de concebir el cristianismo, y, por cierto, antipáticos. Los pacíficos ucranianos todos con su peculiar y angulosa cabeza, los húngaros con sus botas de fuelle me gustaban más y me hice amigo de los judíos como mi kioskero, un bendito de Dios por nombre Samuel, que me regalaba unos puros verdes trapicheados de Cuba y hablaba algo de ladino o judeoespañol. “Aguarde su merced agora un momentico pues vengo al punto” Entre todas las etnias son los más de fiar. Los más caritativos, los que más ayudan, aunque en cuestión de dinero no se casen con nadie.
Luego, hispanos los había por todas partes y ahora creo que son más. No se puede contemplar esta inmensa urbe con prejuicios, nueva York los desborda. Es un mundo que rebasa todas las barreras y trasciende las ofuscaciones y atavismos de la vieja Europa donde se mira con recelo al nacido en el pueblo de al lado. Allí este tipo de resentimientos se desconoce. No hay envidia porque no existe casi tiempo para ello, y, si existe porque la condición humana rige para todo lugar y allí también se utiliza mucho la regla de oro del afán de emulación y de superación con un “keep up with the Jonses”, por lo menos no se nota. Ni miradas por encima del hombro. Sí tiene que haber un Dios flotante por encima de nuestras cabezas, un Cordero que quite los pecados del mundo. Alguien que se apiade. De la torre herida por el rayo. De la humanidad que palpita y gime desconcertada. De la inconsciencia, la banalidad, la vulgaridad a espuertas, la frivolidad sin limites. Se vive mucho mejor en el Rellayo pero uno no sé por qué termina añorando a la Ciudad Automática. Un mundo sin paletos, sin intereses de campanario y con periodistas e informadores, literatos amantes de su patria y de su país con razón y sin ella, que tienen muy en cuenta la ley del libelo a la hora de sentarse delante del ordenador y que saben como nadie maquillar la información y autocensurarse mientras que la prensa a este lado del charco da fe de una picaresca en auge y la rosa en su chabacanería procaz parece una corrala. Aquí todo se ha vuelto un poco peripróctico, ya que la información, anal y asnal, parece girar en torno al mismo cabo. Lo acabamos de ver en la manera que han abordado el choque de los aviones contra el hastial imponente de las torres. Nos han demostrado que entienden el periodismo como una vocación de servicio público, un menester que ha de hacerse con categoría, responsabilidad y serenidad ¿Para eso queremos una Facultad de Ciencias de la Información?
18 de septiembre de 2001
Antonio Parra fue corresponsal en USA. Licenciado en Filología Inglesa y Románicas.
ANDANZAS NEOYORQUINAS
CORRESPONSAL EN NUEVA YORK
por Antonio Parra.
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Para Félix Ortega Muñoz, que fue el maestro de todos. Él monta guardia ya más arriba de los rascacielos destruídos. Los grandes periodistas como él nunca morirán. Se desvanecen, se desciñen, se desentienden.
Con una estampa de la Santina en bolso y bastante miedo en el cuerpo me acuerdo de mi arribada a NY tal que una noche de san Andrés de 1976. Estaba nevando o a punto de hacerlo en honor de aquel refrán que dice: Por los Santos nieve en los altos y por San Andrés nieve en los pies. Cuando en América se acatarran aquí cogemos unas pulmonías de espanto.
Era una tempestad de granizo casi tropical lo que caía terciada con hampos de una nevasca rusa que descendían perezosos sobre la cima de los rascacielos y el viento huracanado jugando a capricho con la aeronave. Por un instante creímos que nos ibamos a estrellar contra las Torres Gemelas. Allí vi un signo de los días porvenir. El horrísono espectáculo para los hiperestésicos como yo no es nuevo. A Nostradamus lo he vivido en mis propios huesos. La fatalidad muslímica frente al destino. Makfut. Está escrito.
Desde entonces, y aunque salí de aquélla y de otro accidente que tuvimos en Lisboa, se incendiaron dos motores en pleno vuelo, a raíz de mi accidentado aterrizaje en la Gran Manzana, he tenido pesadillas columbrando aviones que caían sobre el World Trade Centre. También la torre Eiffel y el embudo donde se encastilla el Big Ben, torre del parlamento de Westminster, pero sobre todo las torres Gemelas eran el tema recurrente de mis cefaleas oníricas. ¿Occidente en la encrucijada?
Hasta escribí una crónica y creo haber entregado algún despacho anticipando esa experiencia apocalíptica de las Torres Mellizas derrumbándose que ha puesto al mundo los pelos de punta. Y la obsesión me ha martilleado muchos años porque Nueva York es algo que imprime carácter que cambia la mentalidad y el modo de ser de las gentes. Allí mi vida experimentó un giro de varios azimutes. Y silbé sus “blues” bajo la autoridad de Frank Sinatra, un neoyorquino típico: “I love New York. New York”.
En América todo es grande y es extremo. Las montañas. Los huracanes. Los hombres y las mujeres; allí se encuentran los más altos y los más bajos, los más guapos y los más feos, los flacos como leznas y los más gordos pues dicen que Nueva York, donde abundan los “fatis”, cambia hasta el metabolismo y a mí me ocurrió Las ciudades. Los árboles más grandes como el alerce de las Rocosas o las secoyas de California. Se lo pasan allí en grande los estadísticos, los amigos de los contrastes y todos aquellos que sienten pasión por evaluar las contradicciones, sinrazones y a veces maravillas de la raza humana. América casi carece de raseros y de varas de medir. Hasta climatológicamente las subidas y bajadas del mercurio de tan bruscas carecen de parangón. Se pasa sin solución de continuidad de una mañana calma de primavera a una tarde de calígine para luego tener una noche de escarchas. “If you dont like our weather, just wait” (Si no te gusta nuestro clima aguarda un segundo), advierten los castizos de Brooklyn. El viento te zarandea y no hace música con las hojas de las parras como el viento de mi pueblo. Tiene algo de fetichista. Nueva York es un amor y un odio a la vez. Sin tasa. A palo seco. Se colma el vaso. Se dobla la medida.
Esta volubilidad a mí me parece que influye en la forma de ser de los habitantes con bruscos cambios emocionales que hace que no se asuste el neoyorquino de nada. Y se asusten también de todo. Allí suele tomarse la vida muy a pecho puesto que para sobrevivir hay que ser un adicto del curro. Como aquel Herbie, el transcriptor de mis crónicas en la ITT de la Onu, un jodío gordo al que le colgaban las mollaqs por delante como la trompa de un elefante . El pobre se fue a morir a Miami a un cementerio de elefantes. Que así se llama en el lenguaje coloquial a los que se jubilan y lo peor que le puede pasar a un “newyorker” es jubilarse. Y es que allá cuando llueve, es el diluvio y si truena o cellisca lo hace a conciencia y de verdad.
Iban a ser cuatro años de experiencia sin precedentes. De calores húmedos en los cuales se podía cortar el aire con una navaja y de hielos espantosos. Recuerdo la morriña que me invadía todos los veranos al regreso de las vacaciones en Artedo con sus mareas cantábricas, un verdadero servicio de limpieza costero que no existe en la Bahía del Hudson de aguas contaminadas a causa del carboneo y el intenso tráfico náutico que ha degradado a las playas como las de Long Island consideradas como las mejores del mundo; una vez fui a bañarme a los Kills de Staten Island, un marasmo de galipote, y por poco perezco, añorando las olas de mi Cudillero, no a causa del agua sino en el cieno de las cloacas y de los vertidos de los basureros oceánicos. La costa era hermosa con una de las panorámicas más excelsas que cautivaron a los padres pioneros y hacían alegrarse a los piratas que hostigaron a la escuadra española a barlovento y sotavento de las Antillas. Hoy no hay ningún recodo practicable a causa de la polución fabril. Un indicio de lo que puede venir porque hay que considerar a la Gran Manzana un laboratorio del futuro. Es una prolepsis, no una analepsia. La historia sirve de poco. Es mucho más esta ciudad de aristas y de cuchillos de cemento y fibra acrílica de su perfil proyectado hacia lo alto en un afán misterioso de rabia y de desesperación de la técnica para vencer la ley de la gravedad y ganar la del más allá en un citius, altius, fortius en desmesura, que anales. Allí no hay cronicones pero durante cuatro años yo iba a ser cronista de un tiempo crítico y de catarsis, entrado el último cuarto del segundo milenio y asomandose al tercero con la globalidad en puertas, la crisis del petroleo, la era Carter y la supremacía total de una américa prodigiosa capaz de vencer a todos pero incapaz de explicarse a sí misma y con telones de Aquiles como aquel que yo atisbé en aquellos dos tolmos desafiantes al cielo y en el que yo detecté ya barruntos de inestabilidad babélica.
De la parte de New Jersey las tardes que cambiaba el aire llegaba una hedentina que quemaba los ojos y las narices. Allí todo era grande y distinto. Hasta el tufo. La naturaleza, más joven que en la vieja Europa, observa un comportamiento más vigoroso e imprevisible. Allí todo es grande, vuelvo a repetir, hasta los atentados como el que acabamos de presenciar horrorizados a través de la CNN. En los famosos Kills se entierran ahora los cascotes del desastre y Staten Island era y lo sigue siendo la isla de los muertos. Gestaten, en alemán y en holandés vale tanto como inhumación. Yo estuve allá. Allí viví entre las barcazas onerarias con cargamento basurero y los estridentes gritos de esas aves inquietantes, como mujeres fuertes del aire, estragadas, insaciables con picos como fórceps, las gaviotas.
Habíamos tenido un vuelo con turbulencias. La aproximación a Kennedy la hizo el piloto con mucha cautela. Estuvimos dando rodeos a la vertical del cielo de la Mejana Inmensa que es la isla de Manhattan, a la que llaman cariñosamente Big Apple (la gran camuesa) los neoyorquinos, gentes de todas las etnias y razas que han aprendido a convivir en armonía y sin problemas, dentro de lo que cabe, formando ese caldero o melting pot que demuestra que los caminos del mundo no son los de la xenofobia sino los de la xenofilia y benevolencia hacia el forastero, el meteco o el espaldas mojadas que llega en busca de acomodo y de un futuro mejor. Allí uno nunca se siente de fuera. Pero convertirse en un vagabundo es cosa fácil. Ser un “dropout” en el gran rompeolas del capitalismo, marcada por los abruptos contrastes, representa un riesgo muy a tener en cuenta en estas calles que sólo dejan paso al más fuerte y al más audaz. La visión de los rascacielos con calles a sus pies heridos por la sombra, desgalgaderos a los que no llegan rayos solares en invierno, esos crómlechs de la nueva edad de piedra que aguarda tras un holocausto nuclear, evoca esos diagramas de fiebre a los pies de la cama de un enfermo grave, con sus subidas y bajadas, pico y valles de la fiebre. ¿Estará la humanidad enferma de muerte?
Sentí claustrofobia, agobios. No se me ha pasado desde entonces el síndrome de Estocolmo. La primera impresión es la de una ciudad terror, capital de un estado terrorista con complejos de Babel. El que ama el fuego se quemará. El cine ha presentado una versión vía Frank Sinatra de paraíso del que trepa, ganga de los nuevos buscadores de oro. Y una verdadera Arcadia de semblante cosmopolita.
Esto no quiere decir que sea una megapolis cómoda o fácil ni el Edén, porque se lleva una vida que no es para llegar a viejo. Es una ciudad bronca donde todo es difícil y donde nunca hay que bajar la guardia pero allí se percibe un halo de humanitarismo tierno bajo la hosca corteza del neoyorquino quien, cuando habla por cierto lo hace con palabras precisas y como con barbas. Su “slang” o jeringonza es uno de los más interesantes por sus alardes de precisión y de fantasía.
Puede decirse que el cheli y el pasota madrileño lo copian. Hasta el punto de que allí la sabiduría se aprende en la calle. Street wisdom y street wise son dos palabras que conviene aprender. Sin una orientación y una buena aguja de marear te caes pues refiere un viejo dicho local “nice guys here dont last” (los buenos chicos aquí duran poco). Están acostumbrado a las emergencias. Siempre están pasando los bomberos. El caldo de cultivo es el ruido y las sirenas de los apaga incendios constituye un señuelo de la urbe bajo el dominio de la alarma y la contaminación acústica. Lo que más me sorprendió al principio es que la radio ensayaba simulacros de un posible ataque nuclear y llevaba a cabo tests de evacuación a los refugios que terminaban todos ellos con la muletilla de un locutor con tono de voz casi apocalíptico: “Esto no fue sino una prueba. De haber sido una emergencia real, les hubiésemos facilitado las precisas instrucciones”. Que vienen los rusos. La guerra fría tocaba a su fin y se abría camino una nueva era de hegemonía en el cielo con los famosos satélites espías que montaban guardia cerca de las estrellas frente a un eventual ataque nuclear soviético. Era la guerra de las galaxias que ganaría el Tío Sam.
Me dio la impresión de estar aterrizando en un país que vivía en estado de guerra y la primera es la impresión que más vale. Los americanos conciben la vida como eterno combate haciendo suyo el aforismo paulino de que la vida es milicia y siempre tienen que tener un enemigo delante o estar haciendo la guerra a alguien. Probarse a sí mismo. Demostrar que más valen. Y su cultura no es una cultura humanista, sino de gags y de consignas.
Es el mejor inglés jamás escuchado y eso mismo me decía el querido periodista y novelista gijonés Faustino G. Ayer, un enamorado de América y de todo lo americano (los dos ibamos a comprar el pan juntos a una tahona italiana de la ciudad baja, down town) que conocía bien New York, claro dentro de un límite porque en este foro mundial todo se mueve y cambia de sitio casi de una semana para otra.
Todo parece en perpetua catarsis y siempre confunde, siempre sorprende. Con este colega asturiano también tomé copas en el bar cerca de Trinity Place donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dylan Thomas. donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dylan Thomas el vate galés que murió de una borrachera a las puertas de un chigre una fría noche de invierno bajo la helada. A veces nos acompañaba el ovetense Delfín García, corresponsal de RNE, bravo carbayón aunque muy cabezota, que tenía un aire inconfundible de Humprhey Bogart, al que imitaba hasta en sus gestos, el pelo echado hacia atrás siempre con su Pall Mall sin boquilla a flor de labios, escupiendo por el colmillo. Y un gesto de perdonavidas algo matasiete. Trabajaba para los servicios de Carrero Blanco pero cuando voló el almirante se quedó sin trabajo. Hacía sustituciones en otras corresponsalías y le hubiera apetecido quedarse con la delegación de Pyresa por lo que desde un primcipio se portó conmigo de manera aborrecible.
- Esta es la sociedad de la abundancia, tío.- me dijo
- Pues de puta madre.
Pero en Nueva York la bohemia es mucho más escurridiza y peligrosa que en Europa. He aquí a uno de los máximos poetas en lengua inglesa convertido en difunto de taberna en uno de esos pubs de mala muerte denominados dives (inmersiones) o cavernas del speakeasy (hablemos paso) que recordaban los tiempos de la Ley Seca. A Dylan Thomas, poeta en Nueva York, Under the Milk Wood – mucho mejor poesía la suya que la de García Lorca-que añoraba sus excelsos valles del Principado de Gales Nueva York fue su tumba; lo derrotó. Las fuentes de Manhattan no manaron precisamente leche y miel para este difunto de taberna. Los bares neororquinos muy a diferencia de los pubs ingleses allí son algo siniestros con luz baja y silenciosa. Los parroquianos por aquel entonces (no sé si la costumbre seguirá hoy) colocaban un fajo de billetes junto a la copa; el camarero servía el licor a medida que el vaso era vaciado y cuando se acababa el montón el cliente buscaba la salida muchas veces haciendo eses pero sin proferir palabra. Allí se daba el bebedor solitario que agarra cogorzas silenciosas adrede porque si eres locuaz puede que te peguen un tiro o acabes en la comisaría por haber dicho alguna improcedencia o faltado el respeto a alguien en violación de la ley del país. Y en la resaca de su inspiración cantó como T.S. Elliot a Nueva York como epicentro del inmenso saladero que aguarda al mundo si sigue lo habitarán las grandes urbes. Homo urbanus aunque allí eso de la urbanidad se estile poco
Así que el skyline se presentó ante mis ojos como una visión. Pensé en Moisés y Aarón bajando del Sinaí con las tablas bajo el brazo. Una nueva era de mi vida empezaba traumáticamente. Parto acongojado. Yo venía a Nueva York por una de esas carambolas a contar ese periodo de transición que fue la era Carter para los lectores de “Arriba” y una cadena de otros cincuenta periódicos y también a entregar la cuchara porque la cadena del Movimiento para la que trabajaba iba a ser pignorada o desmantelada a nostramo, porque digase lo que se quiera reconozcámoslo o no en España desde el año 45 los que mandan son los americanos y algunos amigos yanquis me han confesado sottovoce de que con Franco les iba mejor. No quedaba más remedio. En aquel puesto había habido predecesores brillantes: Manolo Blanco Tobío, Celso Collazo, uno de los creadores de EFE, Guy Bueno, Félix Ortega, que fue el mejor de todos ellos, a mi criterio, de todo el cupo iniciado en el 48 por Pepe Cifuentes y Rodrigo Royo, quienes tuvieron que verselas con una ley tan pistonuda como la MacCarrack, el diplomático de Truman que luchó en Brunete con las Brigadas Internacionales; él se opuso la entrada en territorio estadounidense a los españoles. El bloqueo estuvo en teoría hasta comedios de los cincuenta sólo sobre el papel porque en la realidad nunca se llevó a efecto.
Todas esas firmas habían dejado muy alto el pabellón y aunque entusiasta y audaz periodista como se decía en la jerga el momento no me sentía con capacidad suficiente como para hacer sombra a aquellos gigantes. En los primeros días me fumé dos cartones de tabaco pero no fui el único. José María Carrascal que llegó en barco de polizón ( “I jumped ship”, me confesó una tarde en el bar de la Onu) se había fumado treinta paquetes hasta perder la voz. Y a nadie le extrañe porque Nueva York acojona e impresiona y más si el recién llegado la descubre en medio de una aparatosa tormenta como me pasó a mí. La clemente Santina me echó un capote. Aquella vez y todas.
Durante la espera para aterrizar estuvimos de circunvuelo. A nuestros pies la postal inconfundible del paisaje urbano: Manhattan con sus dársenas, espigones, grandes buques amarrados. Bocanadas de humo blanco manaban de las fauces de las chimeneas de la central térmica edificio lindero con el de Naciones Unidas y se iban a colgar estos penachos sobre los tiesos adarves del Woolworth, el rascacielos más antiguo, y del Empire State. Es el emporio de la civilización se presenta al recién llegado como una pira en combustión, la gran mejana arde y arde. Día y noche la impresión que ofrece al viajero es la de almenara que echa chispas.
Viviría dos años con mi mujer y mis dos niños casi a la sombra de este mastodonte de hormigón con su chapitel calado donde la inmensa lanza de una antena de radio hace las veces de campanario. Todas las mañanas me despertaba la visión y el espectáculo de la city. Es un paisaje abstracto que no inspira sosiego, que parece que siempre está llamandote a la calle e instandote a la acción y al movimiento pero los atardeceres son verdaderamente apoteósicos. Por lo abrupto de su luz tajante de sombras y fulgores en el desfiladero. Boca de noche en estado de emergencia. Se escucha el carro de los bomberos. Cada cinco minutos, uno que queda atrapado en un ascensor, una cañería que revienta, el loco que amenaza con suicidarse desde un piso alto. Y un promedio de quince asesinatos al día.
El Empire es el palo mayor de esta ciudad con forma y fisonomía de buque de guerra con jarcias de cristal surgiendo en el casco como viga hendida del bauprés. Las Torres Gemelas eran las vergas de popa. Cualquier bamboleo, descartado; puesto que el firme de Manhattan no es más que un peñasco yermo vendido por los indios moahawk a los holandeses por veinticinco dolares en 1622; que se derrumbase todo el montaje, simplemente imposible, porque los cimientos son de sílice. Eso decían pero la gran roca se ha descubierto que era vulnerable cuando un topo se esconde y estrella un avión al amanacer.
La Nueva Roma se funda sobre un plinto granítico y siguiendo las instrucciones talmúdicas trata de imitar a la Roca de Israel a la cual alude Ben Gurion cuando fue proclamado el estado judío en 1948; no mencionó la palabra Dios, sólo la Roca de Zion. Además los muros de los rascacielos, orgullo de la ingeniería del siglo, estaban diseñados como soportar la oscilación del mayor terremoto. Por lo que el portaaviones sería inexpugnable. ¿Cómo no se me ocurrió pensar que la Nueva Jerusalén de la Diáspora iba a ser atacada y sus dos símbolos señeros abatidos?
Los pilotos kamikazes -jinetes apocalípticos ellos mismos transformados en saeta de fuego con su montura de hierro, el terror y el miedo y el espectáculo cabalgando a las ancas- hicieron blanco no ya sobre las moles simbólicas de la Torres Mellizas sino sobre el corazón que mueve todo el ajetreo de las finanzas. El daño mayor no han sido los muertos, desaparecidas o el destrozo causado, aunque los norteamericanos tengan redaños suficientes como para resucitar de los escombros, sino la afrenta moral a lo que estas dos trípodes de cristal, estos prismas amachambrados increíblemente a la Gran Roca, abanderaban.
Conque no puede ser más simbólico y sintomático en esta hora aquello de torres más altas han caído. Un ángel exterminador en forma de comando suicida rebajó los humos a la soberbia babélica.
Para mí que conozco Nueva York, amo Nueva York y fui residente allí cuatro años, los más importantes de mi vida, lo ocurrido el 11 martes fatídico de septiembre del nuevo milenio ha sido una señal. Un toque de atención que exhorta al rearme moral más que al físico, una vuelta al pensamiento de la nueva frontera de la época Kennedy. Que América vuelva a ser amada más que temida y odiada. No se aconseja un castigo porque Dios no puede castigar sino que el ataque representa un aviso enviado desde lo alto. Algo no va del todo bien pese a la euforia de los últimos años. Se exige no la guerra de represalias contra la diabólica mente que urdió la infernal hecatombe sino la reflexión meditada y el reposo sobre cómo somos, qué queremos, hacia dónde marcha el mundo.
Y esta idea se me ocurre cuando a mi memoria viene el recuerdo de aquella tarde noche de san Andrés en medio de la tormenta durante la angustiosa aproximación a un aeropuerto congestionado de un tráfico terebrante. Allí oscurece mucho más rápidamente que aquí. La luz se esconde de modo abrupto y trepan las sombras sobre estos cuchillares de cemento que son los rascacielos como apiñados y casi congestivos.
Me impresionó la visión de aquellos dos conos mágicos como una soberbia representación de una ecuación matemática sobre el paisaje. Dos falos erectos, encarnación de la potencia genésica de una nación joven, y llena de tabúes y de prejuicios que recuerdan el calvinismo fundamentalista de los fundadores de la Unión ¡Qué contraste frente a los aires caducos de Londres! Dos mástiles de un transatlántico en el que actuaría de timonel, de serviola y de mascarón de proa la estatua de la Libertad apuntando su hachero con la flama perenne hacia Europa. Nunca imaginero tan mediocre como era Bertholdi, aquel escultor que fue contratado por la municipalidad neoyorquina para llevar a cabo el proyecto, tuvo tanto éxito con un molde. Es lo que significa el coloso. Los pobres de la tierra recién llegados a la isla de Elis estuvieron viniendo a refugiarse bajo sus zócalos y ahora el pebetero de la verde dama en cuya cabeza hueca cabe todo un restaurante puede que esté también amenazado. Ha soplado un viento recio en el rebufo de la carlinga y la cola de los dos aviones estrellados contra la fachada de las dos torres. Vesania fundamentalista. Muchos corearán aquella frase del Corán “Alá es grande”. Pero la grandeza divina nunca podrá cimentarse sobre un montón de escombros y una pira de cadáveres.
Sin embargo yo entonces con treinta y dos años y medio pensaba que estaba llegando al epicentro del futuro. Caía en la forja de una horno donde todo se cuece donde está el crisol del mundo nuevo. La primera impresión fue la de acogotamiento. Nueva York amedrenta un poco cuando se la ve desde el aire y más en las circunstancias de aquel vuelo en medio de una tempestad que hizo que el avión se zarandease como una vaina. En uno de los fucilazos del relámpago quedó diseñado sobre las nubes el cordonazo de san Francisco o la palma de santa Barbara que decían los pastores de mi pueblo. Me pareció entonces que una mano invisible estaba diseñando el croquis de los tiempos por venir con una anticipación de veintiséis años sobre los acontecimientos. Mi olfato periodístico me dijo que no hay que dar de lado a las corazonadas y yo en aquellos momentos la tuve y ya desde entonces nadie me pisó el scoop y por eso mi corresponsalía fue un poco a la contra de la de los demás. Parece ser que a muchos les supo a cuerno quemado que uno quisiera contar la verdad. Yo a los cables de la Ap, de Reuter y del “Times” les daba siempre la vuelta y al revés te lo digo y acertarás, piensa diferente y acertarás. Hice periodismo de calle. No me limité a pegar telegrama o a refritar el Times como otros becarios de la Fullbright y con master en Columbia que se convertían en amanuenses de los lobbies por los pasillos del Edificio Azul o del Departamento de Estado. Desde el principio tuve muy claro que venía a servir los intereses de mi país. En eso siempre coincidí con el gran Felix Ortega, al que la historia del periodismo español, tiempo adelante, tendrá que proyectar como una de sus máximas figuras. Le han negado el pan y la sal pero eso siempre resulta un halago en nuestro país. Castilla “face los omes y los desface”, que decía Mío Cid. Me dieron por díscolo pero hice bastantes dianas y conseguí moverme con soltura en el laberinto de la política exterior de Cyrus Vance, para mí un auténtico caballero. Los americanos tienen un alto código de valores tanto éticos como morales y eso se nota también en el apasionante mundo político y estratégico de la Casa Blanca y del Pentágono.
La verdad tiene muchos carriles y a un periodista se le perdona todo menos el de ser aburrido ni pastueño. La mansedumbre de feligrés da buen resultado en el rebaño y en la manada, nunca en esta bataneada profesión a la vez canalla y sublime. Mi lema era un poco el de la libertad al estilo del fundador del Manchester Guardian: “Facts, sacred. Opinions, free” (los hechos son sagrados; las opiniones libres). De acuerdo pero existen diversas formas de presentar objetivamente unos mismos datos viciandolos, que la objetividad en estas cosas del trajín humano no es más que una entelequia.
A la que descendíamos, el avión perdía presión. Vi como el pararrayos de una de las Towers absorbía la descarga de una centella. La gran azotea se iluminó con una luz de espectro. La gran fábrica del rascacielos aguantó impávida. Aquello me pareció el techo del mundo pero yo ya colegí que aquellos prodigios de la ingeniería eran vulnerables. La exhalación había pegado justo sobre la punta de la antena de una de las torres y el firmamento fulguró. Entonces el World Trade Center estaba casi vacío y en alquiler la mayor parte de sus ciento diez pisos y dependencias. Vi un inmenso cartel que decía “To let: Salomon Brothers”. No encontraba arrendador y se discutía sobre la rentabilidad de sendos colosos que como Castor y Póllux tuvieron muchos detractores, incluso el “New York Times” en uno de sus macizos editoriales, tan sesudos, rezumando cordura y “matter of fact” , ya recomendaba su demolición por considerarlo un nido de ratas y de “derelictos”.Su construcción por un arquitecto japonés había suscitado polémica con dos magnitudes en pugna: lo vertical contra lo horizontal, pero se impuso el criterio de los primeros que fomentaban el crecimiento hacia arriba y el aprovechamiento de cada metro cúbico. No hay que olvidar que Nueva York es el templo sagrado de la especulación inmobiliaria.
Bajo la borrasca ofrecían estos dos titanes de acrílico un aspecto de desafío a los elementos. Habían sido erigidos a prueba de terremoto. Eran el orgullo de la técnica. Sin embargo, dos aviones de pasajeros una fatídica mañana del final de un verano para olvidar, el del 2001, acabaron con esa suposición presuntuosa. Al verlas por primera vez recuerdo que pensé en Babilonia y en Babel.
-Scaryeh? - dijo entonces un portorriqueño compañero de vuelo empujandome con el codo.
-A little - repuse en inglés y él se puso a jurar entonces en español como suelen hacer los simpáticos de la isla de Borinquén que habían emigrado en oleadas a Manhattan en la década anterior y constituían casi un cuarenta por ciento de la población:
-Manda huevos con el viajecito.
Gran parte del pasaje estaba vomitando en aquel instante de turbulencias y de zarandeos. No pude por menos de reprimir la carcajada que distendió el estado de nuestros nervios. De allí a poco sentimos gañir los neumáticos del Jumbo contra el tarmac de la pista de Kennedy. Todo el mundo empezó a aplaudir. Y yo a rezar. Recuerdo que en ese instante apreté contra mi pecho la medalla de la Virgen de Covadonga parte indispensable de mi ajuar.
A lo largo de cuatro años no se me pasó el acojone y creo que todavía me dura pero acabé amando a Nueva York identificándome con su latido, el verdadero esfigmógrafo del planeta. Es el pulso del mundo nuevo, y uno no puede vivir de espaldas a él por más que te anegue en la contradicción. NY es un mar aparte, que rechaza la historia y sólo cree en el futuro. Too much. Demasié.
No me extraña que Manolo Blanco Tobío dijese que lo que más extrañaba - para este gran periodista gallego muy habituado a los modos de vida norteamericanos Europa era una especie de exilio- es una ojeada rápida todas las mañanas al New York Times.
El bien y el mal conviven allí puerta por puerta. Ángeles y demonios sentados a la misma mesa. Los rabinos con sus kaftanes y los popes con sus manteos comparten un sitio en el metro. El superlujo y la elegancia de la Madison Avenue entremedias de la cochambre del Bowry. De todo aquel caos que fue mi experiencia neoyorquina saqué la conclusión de que tiene que haber un dios, un demiurgo que ponga orden, que se apiade. Eso. Alguien que se apiade porque Nueva York hace pensar en la famosa frase de san Pablo “nada de lo humano me es ajeno”. No se puede ser ateo acullá. Todo menos ateo. Sientes como una fuerza que te lleva, una especie de protección. De lo contrario te hundirías. La gran manzana, la inmensa colmena, el hormiguero de gentes que se afanan un día y otro y también el avispero y las injusticias. Y como no la mafia. La metrópoli suscita ideas enfrentadas, pensamientos contradictorios de amor y de odio. No es una ciudad para volver porque de ella no se consigue salir nunca. Te atrapa desde el primer minuto y ya no te suelta aunque te alejes físicamente. Más que una ciudad, es una condición mental, una actitud frente a la vida, un estado anímico. Yo diría que es una ciudad mística. He aquí una lectura judía en versión talmúdica de la “Civitas Dei” agustiniana. Los que la diseñaron, los parias de la tierra, los filibusteros irlandeses, los sefardíes de la diáspora holandesa, los protestantes fundamentalistas, quisieron llevar la contraria a Aristóteles y a Platón y a todos los maestros del medievo que impartían cátedra desde Oxford, Alcalá, La Sorbona. He aquí otra concepción diferente del mundo. Money. Money. Money. Que sólo cree en la gracia del esfuerzo y que a Dios lo coloca en otro plano. A él rogando y con el mazo dando. Perpetua volición. Mente en ebullición. Se siente a Lucifer volar por las recortadas cornisas. A él se encomiendan los azotacalles de este vasto emporio del dinero y todos aquellos que sólo acarician una idea fija: medrar, ser ricos. Oro. Oro y oro. Tenemos que empezar a escribir la palabra dios con minúscula. Él es un buddy, como tantos y nosotros, siempre a dos velas. Además sólo habita en nuestra imaginación. A lo que se ve el ángel caído encuentra en este recinto un campo abonado para hacer prosélitos a su causa y aquí parece que sólo se sobrevive con el instinto de conservación. Mejor que la oración es el espíritu de rebelión. Es la conclusión que pude extraer. Pero es una deducción capciosa porque entré en la gran ciudadela rezando a la Virgen y la abandoné un viernes de oscurecida. El taxista que me llevó a Kennedy tenía enchufado una emisora que retransmitía los oficios sagrados en una sinagoga de Brooklyn.
Es una concepción utilitarista de los elegidos llamados a poseer la tierra sucediendo esto acá abajo sin tener que aguardar al más allá. No se conforma con la resignación cristiana ni lo injusticia a la que lucha por atajar en este mundo. Por eso es un frenesí continuo. Arriba y abajo. La ciudad que nunca duerme. La riada humana. El poder automático.
Está tan cargado de voltios el lugar que los picaportes y los pestillos sueltan chispazos. La estática pervade el entorno. Yo viví en el Este hacia la calle 14. Allí todos están juntos, nunca revueltos. Mi barrio era una mezcolanza de judíos y de sicilianos que veneraban la camorra y nietos de Al Capone todavía practicaban ese vudú italiano que es la “jettatura” pero católicos al por mayor ya que en la fiesta de san Jenaro sacaban su imagen por Manhattan en procesión. En la otra manzana había polacos con su manera tan peculiar de concebir el cristianismo, y, por cierto, antipáticos. Los pacíficos ucranianos todos con su peculiar y angulosa cabeza, los húngaros con sus botas de fuelle me gustaban más y me hice amigo de los judíos como mi kioskero, un bendito de Dios por nombre Samuel, que me regalaba unos puros verdes trapicheados de Cuba y hablaba algo de ladino o judeoespañol. “Aguarde su merced agora un momentico pues vengo al punto” Entre todas las etnias son los más de fiar. Los más caritativos, los que más ayudan, aunque en cuestión de dinero no se casen con nadie.
Luego, hispanos los había por todas partes y ahora creo que son más. No se puede contemplar esta inmensa urbe con prejuicios, nueva York los desborda. Es un mundo que rebasa todas las barreras y trasciende las ofuscaciones y atavismos de la vieja Europa donde se mira con recelo al nacido en el pueblo de al lado. Allí este tipo de resentimientos se desconoce. No hay envidia porque no existe casi tiempo para ello, y, si existe porque la condición humana rige para todo lugar y allí también se utiliza mucho la regla de oro del afán de emulación y de superación con un “keep up with the Jonses”, por lo menos no se nota. Ni miradas por encima del hombro. Sí tiene que haber un Dios flotante por encima de nuestras cabezas, un Cordero que quite los pecados del mundo. Alguien que se apiade. De la torre herida por el rayo. De la humanidad que palpita y gime desconcertada. De la inconsciencia, la banalidad, la vulgaridad a espuertas, la frivolidad sin limites. Se vive mucho mejor en el Rellayo pero uno no sé por qué termina añorando a la Ciudad Automática. Un mundo sin paletos, sin intereses de campanario y con periodistas e informadores, literatos amantes de su patria y de su país con razón y sin ella, que tienen muy en cuenta la ley del libelo a la hora de sentarse delante del ordenador y que saben como nadie maquillar la información y autocensurarse mientras que la prensa a este lado del charco da fe de una picaresca en auge y la rosa en su chabacanería procaz parece una corrala. Aquí todo se ha vuelto un poco peripróctico, ya que la información, anal y asnal, parece girar en torno al mismo cabo. Lo acabamos de ver en la manera que han abordado el choque de los aviones contra el hastial imponente de las torres. Nos han demostrado que entienden el periodismo como una vocación de servicio público, un menester que ha de hacerse con categoría, responsabilidad y serenidad ¿Para eso queremos una Facultad de Ciencias de la Información?
18 de septiembre de 2001
Antonio Parra fue corresponsal en USA. Licenciado en Filología Inglesa y Románicas.