2015-11-10

TARDE DE PASEO (PARTE DE UN CAPITULO DE MI LIBRO "SEMINARIO VACÍO")


 

 

 
 


 

   

 

 

 

 

TARDES DE PASEO

 

 Ir y venir que llaman acarrear, las tardes de paseo (jueves y domingos y fiestas de guardar) eran imprescindibles. La alegre muchachada iba por la ciudad, bajaba las escarelillas del Consuelo, o devanaba los peldaños de granito, ternas de tres en fondo, becas rojas al viento el bonete de cuatro picos en la molondra, las sotanillas negras de un luto riguroso, que cortó el mejor sastre de Segovia: Blas Carpintero.

Todo para indicar que habíamos muerto a la carne para nacer a las cosas del espíritu. Transpuesto uno de los siete postigos que guardaban las viejas entradas de la ciudadela, las voces de la chiquillería llenaban de alegría y de juventud las calles de la ciudad en ternas de tres en fondo. Yendo en las primeras filas los pipiolos, y a retaguardia iban los gastadores, los que estaban pegando el estirón y el hábito talar, quedándoseles corto, mostraban los bombachos de pana, y a la legua se notaba que iban a ser altos. Como Pénjamo, el pobre al que el desarrollo le había llegado más temprano, su madre María la Viuda no ganaba para sotanas. Uy pero cómo creces, hijo. Los pantalones algo remendados le quedaban pesqueros y le subía como una flor de girasol el alto cogote desde el vértice del alzacuello que también le quedaba grande e iba siempre desabrochado y con la tirilla a medio salir. Tosía y adelgazaba. Se llamaba Enrique Gudiel pero todos lo conocíamos por uno sus motes: “Penjamo”, “Zurdo”, o el “Despensa”, porque era nuestro panadero, el que nos suministraba pedazos de hogaza a perra chica la ración cuando nos entraban a media mañana ganas de comer.

Traía una alcancía bajo la pechera del guardapolvos. Siempre se le veía comiendo a dos carrillos pero por aquello de que no sólo de pan vive el hombre no engordaba ni a tiros. Algunos creían que podía tener la solitaria pero tan sólo era el desarrollo que le vino tempranillo a los once años y le hacía alto y desgarbado. Pronto le cambió la voz.

Cantaba rancheras y el sobrehúsa le vino porque imitaba muy bien a Jorge Negrete y su tonada popular por aquel entonces de “Ya estamos llegando a Pénjamo”. Caminaba algo estevado porque con el crecimiento le nació una cifosis.

Gudiel, crías chepa.

Porque soy un animal vertebrado-contestaba Nunca habrás visto a una lombriz que tenga joroba. Ni a ningún gusano.

 Sí. El caracol.

 Anda la osa

Pues es lo que tú eres un caracol. Y, como  sigas metiéndote con mi giba, no te doy pan. Se cierra la despensa ¿estamos?

Se sabía unas cuantas rancheras y silbaba muy oportunamente de las diversas maneras. De la forma tradicional o bien o introduciendo sus dedos finos y largos de tuberculoso, como hacen los pastores que chiflan con los dientes, los dos dedos en la boca con tanta fuerza y solercia como que ninguna oveja se descarría ni se desmanda ningún mastín.

Y yo que nunca supe silbar admiraba sus habilidades. En la clase de solfeo, por su buen oído, era el primero de la clase. Cuando salíamos de asueto o quiete porque habíamos heredado muchos términos que sólo utilizaban los jesuitas allí en la última terna y andando con ciertos movimiento de jirafa venía el bueno de Pénjamo cerrando carrera. Seguramente que cuando fuese a la mili lo elegiría el sargento para cabo gastador pero Gudiel no era muy aficionado a la milicia. Su vocación era la de tendero y pensaba que con un poco de suerte el obispo podía pedirle que se hiciera cargo del economato diocesano o hacer unas oposiciones a racionero catedralicio o servir como canónigo fabriquero porque las cuentas se le daban tan bien como la música.

Iba el pobre esperanzado con su futuro en estos paseos en los que por su egregio talle destacaba pero ignorante de la desgracia que le aguardaba pues un jueves de primavera lo alcanzó una moto con sidecar al pasar cerca de la estación cuando teníamos que pasar por la angostura del puente romano. El que guiaba no vio a nuestro compañero o no le dio tiempo a frenar. Aquel suceso nos impresionó a todos. Velamos su cadáver en el paraninfo que se utilizaba como cámara mortuoria cuando fallecía algún alumno, cosa infrecuente, o alguno de los padres, un hecho bastante normal. En turnos de tres durante el día y la noche. Durante la hora y pico de vela se rezaba el rosario, se recitaba el oficio de difuntos y se entonaba un responso. Enrique Cudiel tendido sobre una mesa de escritorio que servía de catafalco tapada de bayeta negra estaba muy guapo. La expresión de su rostro expresaba dulzura y serenidad. Vestido con sotana y de sobrepelliz, tenía a su lado entre los cuatro blandones el bonete, la beca roja y un devocionario, también un cilicio que por lo visto llevaba colocado en la rodilla cuando ocurrió el percance. Este detalle por lo inesperado, pues nunca hubiéramos pensado que el Zurdo fuese tan piadoso, dadas sus apariencias de tibio y de vivalavirgen, nos dejó lelos.

Tendido allí cuan largo era parecía incluso más alto que en vida. Hasta puede que a la muerte creciese algunos centímetros. Su cara rebosaba beneplácito y no quedaban señales de magulladuras, sólo un poco en una ceja, del accidente pero el golpe de la moto lo había reventado por dentro, dijeron los médicos. Todo el seminario con sus cuatro colegios de latinos retóricos filósofos y teólogos quedó muy triste.

No acertábamos a explicarnos la razón por la cual había sido llamado tan pronto el compañero, pero el padre maestro en sus pláticas hizo hincapié en la idea de que los designios de la providencia son inescrutables. Al paso, nos hizo recapacitar sobre la brevedad de nuestra existencia; de lo fácil que es padecer una muerte repentina y adujo el ejemplo de aquel seminarista santo y sabio al que le preguntaron qué es lo que haría si supiese que a la hora siguiente iba a tener que rendir cuentas al Altísimo:

Pues seguir haciendo lo que estoy haciendo ahora mismo. La muerte no es más que un paso a la bienaventuranza.

Y nuestro predicador insistía en la moraleja aduciendo palabras del papa Pío X: “Dadme un seminarista que cumpla el reglamento y lo subiré a los altares ipso facto”.

El suceso había conmovido a la ciudad y la prensa local dedicó a nuestro compañero páginas y páginas. Nos enteramos que su madre había quedado viuda después de perder a su marido que estuvo preso por sus ideas políticas en el penal de Ocaña. El padre de Gudiel ¿moriría de muerte natural o fue uno de los muchos represaliados de la guerra civil? La pobre mujer asistía por las casas para costear los estudios de Enrique. El bien va por abajo y no se ve, decía el padre Mañanas, el mal es mucho más jacarandoso y alarmista. Lo que es una verdad como un templo. La bondad pasa a nuestro lado sin rozarnos, sin que nosotros nos demos cuenta. Estos casos de heroísmo callado aplacan la cólera divina y gracias a estos justos de Israel el mundo sigue caminando.

Por su parte el padre rector nos recomendaba que anduviésemos con siete ojos cuando saliéramos por la carretera de Madrid porque el tráfico es “cada vez más intenso y algunos van como locos”.

No os preocupéis por vuestro amigo agregó Porque está ya al lado del padre. Lo acabo de sentir en mi oración. Ha ido derechito al cielo. Palabras misteriosas del Rector el cual se pasaba horas y horas delante del Sagrario. Algunos hasta le vieron en un trance, le vieron levitar durante los largos ratos de oración. ¿Entraba en éxtasis?  Se decían cosas raras como que le habían visto en dos sitios a la vez y levantarse dos palmos del suelo en el momento de la consagración. Seguramente había tenido una visión. Ello nos tranquilizó a la vez que asustaba un poco, pero aquel óbito tan súbito e inesperado nos desubicó y la gente no hacía más que hacerse preguntas. ¿Por qué Dios permitiera aquello que el Zurdo pereciese de una forma tan estúpida? ¿Estaba acaso en sus infinitos e inescrutables designios el que muriera en plena adolescencia? Los ojos de la carne no alcanzan lo que divisa la inteligencia divina.

Era el primer muerto que yo veía en mi vida. Al correr de los años, algunas noches cierro los ojos y le veo allí tendido a mi amigo que no pudo ser misacantano con su bonete y su bufanda estudiantil el impoluto sobrepelliz con gesto sereno y apacible como diciéndome como me ves te verás pero no tengas cuidado. La muerte no es el final. Es sólo un paso. Durante unos meses me di a pensar en cosas lúgubres y se afianzó mi vocación sacerdotal y mi deseo de servir a las almas, todo muy etéreo, muy vacuo y como prendido con alfileres, porque en un seminario sólo se aprenden ideas generales de  lo espiritual, que luego te quedarán para toda la vida, a la vista de la inconsistencia e inconstancia de las cosas terrenales y de lo poco enteriza que es la sabiduría del mundo. Sic transit gloria mundi. Fue mi primer velatorio y mi primera meditatio mortis. Hasta entonces la muerte había sido un hecho lejano. Ahora cobraba carta de naturaleza. Durante las semanas que siguieron nos volvimos más fervorosos, menudeaban las visitas a la capilla y algunos se quedaban sin merendar ofreciendo el postre a los pobres o dejando sufragios en el cepillo de las ánimas que estaba cerca de la sala capitular. La noche que falleció a mí me correspondió ir a rezarle con otros dos de mi curso, Dionisio Fenogreco y Chus Peralta, quienes a consecuencia del suceso que voy a relatar hicieron un extraño pacto a imitación de Santo Domingo Savio, del que hablaba con mucho fervor nuestro querido padre Mañanas por entonces.

Era el turno de medianoche, el paraninfo estaba en semipenumbra sólo alumbrado por un farol y el resplandor de los cirios mortuorios. Llegaban de la calle, donde otrora había un mesón famoso y ahora era un bloque de viviendas protegidas de Falange, voces estentóreas de los últimos borrachos. Tengo que decir que el paraninfo o salón de grados, también aula magna, era un cuarto impresionante el más distinguido y adornado de todo el recinto. En él se leían las tesis doctorales, antaño se celebraron concilios provinciales. Allí tuvieron lugar las oposiciones a canonjías de la catedral. Sobre un estrado sobre el que se alzaba el baldaquín del obispo forrado de damasco y con un cristo con los ojos bajos a las espaldas yacía una clepsidra. Era una especie de botijo de cristal con dos compartimentos estancos. Este reloj de arena medía el paso del tiempo con una precisión mayor que la de un cronómetro suizo y el rato que tardara en pasar la arena en la parte superior a la de abajo era el que cumplía al examinando para exponer su tesis y responder a las preguntas del tribunal, durante hora y media. A cuatro calles se levantaban las tribunas o palenque gradual los escaños todos ellos de madera de pino crujiente y resonante, convergiendo en semicírculo sobre una especie de ruedo en el que esgrimía sus razones o sinrazones el ponente.

Por las trazas podía ser un parlamento pero a mí me recordaba el sitio aquel no sé por qué al concilio de Trento. Bajo sus artesonados de atauriques arabescos habían resonado  las plegarias del Veni Creator y se había hablado a voces en latín defendiendo la purísima concepción o la infalibilidad pontificia. Allí los filósofos innúmeras veces se habían hecho perplejos la misma pregunta de siempre la que formula Pilatos antes de su lavatorio de manos:

Quid es veritas? ¿Qué es la verdad?

Buena pregunta.

Ante, el cadáver sin embargo, de aquel niño, nuestro compañero, no habían respuestas. El silencio de aquel rostro espantaba los gritos de los teólogos que allá disertaron sobre las súmulas tomistas y Aquino podría haber esgrimido su dictamen:

Conclussus es contra maniqueos.

De ahí que el paraninfo fuese llamado la sala del Rey de Francia. Los tomistas se zurraron de lo lindo con los suarecianos explayándose en frases y nomenclaturas. Sobre los estrados se tenían la tea los más avezados silogismos. Las disputas medievales conservaban algo de las antiguas ordalías o juicios de Dios.

Allí podría, incluso, probarse que la tierra era cuadrada y lanzar anatemas contra el pobre Galileo Galilei hijo de Galileo. Allí podría haberse descubierto el movimiento continuo. Lógica. Mucha lógica. Pero siempre los mismos gritos, las mismas voces, la vacuidad de una exultación retórica. Cánones. Disposiciones de los concilios. Tuve la sensación de que todo aquello que estudiaba no me serviría para nada pero eran tan hermoso que me ha estampado de por vida contra el frontón de la utopía.

Con todo fueron aquellos estudios escolásticos una buena gimnasia mental aunque sufriríamos lo nuestro cuando al correr de la vida descubrimos que la tierra es redonda, da vuelta sobre su eje, que la historia tiene tres marchas (primera, arranque, directa) mas, nunca reversa y en este mundo no cabe marcha atrás. Enseguida, sonaba el estampido de “licet” (con la venia) “nego minorem sed concedo maiorem subsumptam” y nos empapábamos de los universales aristotélicos. Más tarde en la universidad central nos hablarían de las mónadas kantianas que eran más o menos lo mismo y parece que aún estoy viendo a don Fausto meneándosele un poco la cabeza por lo del parkinson mientras se fumaba un cohiba antes de empezar la lección: Dicas, dicas, Gregorie, in sermone latino… Dicas.. Dicas enim.

Y había que responder a lo primero: Domine…. (señor)

Y después continuar con lo que habías memorizado en la lengua de Horacio. Aquello ahora puede sonar extraño pero entonces no dejaba de tener su encanto. Por lo demás, todas estas razones se quedaban mudas ante el cuerpo presente de nuestro amigo al que había matado una moto.

El que le guiaba estaba borracho. Nuestro profesor de Lógica se quedó mudo y siguió fumando su habano:

No. No hay respuesta. Sólo la fe, hijos pero la fe es un regalo de Dios dijo nuestro profesor.

Al poco, el capellán de las monjas, quedándose muy pensativo nos miró con angustia a todos nosotros.

Era Gudiel el primero que se iba. ¿A quién le tocaría el turno la próxima vez?

Los blandones ardían lentamente y con tristeza iluminando u oscureciendo el misterio de la eternidad. Empezamos a rezar el rosario. Tocaban misterios gozosos.

Por la señal de la santa cruz líbrenos el Señor de todo mal en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu.

A Enrique no le había valido la invocación. Se lo llevaron los ángeles que viajaban en el sidecar. Eran unos ángeles malos y su ángel de la guarda les increpaba a grandes voces y lamentos que podían ser escuchados en el barrio de Jauja y llegaban hasta la estación confundiéndose con los pitidos del mixto que llegaba a aquella hora de Santander. Sobre el zócalo un pintor con mucho alarde el que había aderezado aquella casa c. 1595 había estampado escenas cinegéticas de la antigüedad clásica. En un escusón aparecía Diana Venatrix disparando su arco contra dos rebecos que se alejaban. En la siguiente escena Neptuno soplando por su cabeza monstruosa y poblada de barbas mojadas. Más allá estaba Apolo y en otra Venus semidesnuda. No te creas que mucho lo pasábamos mal al mirar para el techo. Porque en el paraninfo vi yo a mi primer muerto y también la primera mujer en cueros. A más de uno le debieron de entrar pensamientos escabrosos y algunos directores espirituales protestaron ante lo que ellos consideraban una falta de recato propios de la paganía pero el Rector que era un humanista amante de los autores latinos y de la mitología ordenó dejarlas como estaban:

Esas figuras del peralte, padre Mañanas, no son más que símbolos. No tienen nada de pecaminosos.

Así y todo el jesuita del que hablaremos más tarde largo y tendido era muy escrupuloso en tales cuestiones y ordenó a sus pupilos que cuando entrasen en el aula magna jamás mirasen para arriba y que dijesen una jaculatoria al trasponer el umbral: “Señor, antes morir que pecar”.

Se me ha quedado la oración y la repetía yo con harta frecuencia, a veces inconscientemente. Eolo manejaba los vientos. Nosotros manejaríamos las conciencias. Jano abriría las puertas del infierno a los que se suben a la barca de Queronte, y nosotros les abriríamos las puertas del cielo. A Venus había que verla como emblema tutelar de la vida y de las cosechas. Estos eran los argumentos del Rector que no acaban de convencer a Mañanas. Pero allí el cristianismo se respaldaba en lo que había antes que era la mitología. Y los dioses y las diosas olímpicas compartían sitio junto con el crucifijo y presencia en las sesiones escolásticas. Allí tenían lugar los plenos diocesanos, las lecciones magistrales, allí se sentaba el tribunal de la Sangre, allí se votaba la terna para elegir a los obispos. Era el salón de actos de las sesiones inaugurales y de la concesión del titulo de Magíster Artis y de Bachellor Artis el MA y el BA. Igual que en Oxford porque todo hay que decirlo en muchas de sus costumbres disciplinarias los ingleses se inspiraron en los jesuitas a los que admiran y fruto de tal admiración nos vino de las Islas el bueno de Chespi al que cantábamos el Iste Confessor por las fiestas del obispillo.

La sala de deliberaciones olía a moho y humedad. Un día era aula magna y al día siguiente tanatorio. No somos nadie


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