2022-02-01

LOS ABUSOS Y LASCIVIAS DE UN PENITENCIARIO

 

CONFESIONARIOS AL DESGUACE

ANTONIO PARRA-GALINDO

 

Hablábamos hace poco del síndrome de la iglesia vacía y de los templos que huelen a gatizo y hoy les toca el turno a los confesionarios esos cajones imponentes que había en las iglesias católicas algunos de bastante buena traza y antiguos como este de la iglesia de Soto de Luiña. Pero que sólo valdrían como piezas de museo o para hacer leña. Me gustan las iglesias ortodoxas porque en ellas no existen tales cajoneras donde íbamos a descargar el saco. El cura hacía preguntas mórbidas y entraba en las lindes de lo procaz por aquello del sigilo sacerdotal. Todos los pecados de aquella época se referían a lo mismo:

         -Hijo mío ¿y cuántas veces?

         -Padre y a usted que le importa.

Una vez en mi ciudad me fui a confesar con un jerónimo horripilado por el pecado que acababa de cometer: verle hacer pipi a la hija de mi vecina la Mari la hija de la señora Marce que era una muchacha robusta a la que apuntaban los senos y le relampagueaban  como un vellocino de oro pues era rubia y con los ojos muy grandes los pelillos del monte de Venus- que pecado más horrible, hijo. Seguro que te condenas. Pero el buen padre jerónimo que ya debía de estar curado de espanto me largó un rollo de no sé que de la concupiscencia de los ojos y de la pureza y de procurar apartarse de las ocasiones. Ni por esas, ni por las absoluciones del buen monje ni las admoniciones ad virtutem yo seguí pecando. Mirando a la Mari cuando se bajaba las bragas sin miedo a que las gallinas o el gallo picotero se metieran con ella admirando lo mismo que yo sus poderosas nalgas. El deseo o la libido eran más fuertes que las consejas y un día ella me inició en el sexo. Lo tenemos que hacer como lo hacen nuestros padres. Y nosotros lo hicimos en la cochiquera. La Mari despreciativa me dijo que la tenía pequeña. Seguro que la había visto mucho más grande la muy bellaca que la de un chaval de once años. Estas nostalgias ahora me hacen reír pero estuve todo un verano con una angustia infinita  quemado por el gusanillo de la conciencia. Aquel fue el verano de mi seducción y, arrepentido, hice confesión general y entré en el seminario de cabeza donde aun seguí perseguido por los muslos generales de aquella doncella que me causaban pesadillas y poluciones nocturnas. Lloraba mi pecado y hasta me ponía cilicio en la entrepierna. Seguía todavía soñando en los muslos de la Mari.

 Crecido ya y canonista, llegué a aprender que la confesión auricular o exmologesis es un invento del siglo XIII y está relacionado con la irrupción de la herejía cátara que daban prelación en sus devocionesa la pureza de costumbres y estaban obsesionados por los traumas sexuales.

 También la exmologesis está relacionada con el escándalo de las indulgencias, los racioneros de los cabildos que cuantificaban el delito e imponían la penitencia correspondiente. Por eso se los llamaba penitenciarios. Las bulas, la ofrenda, el diezmo y la primicia. Tanto tienes, tanto vales. Tanto aportas, tanto pecas y tus pecados serán perdonados. ¿Cuánto vale una absolución? Depende. Según la mana así se estira la pata y según va el chache así la chacha marcha.

¿Cuánto vale, padre mío, una tremenda? La rejilla de estos locutorios fue una ventana abierta al trato torpe de ciertos clérigos fornicarios. Lobos disfrazados de corderos que siempre arramblaban con la mejor cordera. Muchos escándalos y hasta crímenes pasionales hubieran podido ser evitados si muchas mujeres no hubieran tenido “predicador” ni director espiritual a puerta de casa.

 La Iglesia cometió muchos pecados de escándalo, latrocinio de la contra, delitos de peculado, estupros y otros reatos dentro de esos cajones. Cristo no puede ser un asunto particular ni un escrúpulo de conciencia. Es el Dios total. El único que sabe y que perdonan pero no faltan los ministros indignos que se arrogaron sus funciones de la perdonanza Saa y las usaron en su propio beneficio. A este confesionario de la iglesia de soto de Luiña le tengo cierto cariño pues en él hice mi última confesión con el padre Arturo. En vez de una confesión nos contamos nuestras vidas y nos perdonamos el uno a otro que habíamos echado a nuestras espaldas los pecados de la Iglesia desde los tiempos de Comillas y perdonamos también al mundo.

El que no conozca a los hombres no conoce a los vicios pero ay de vosotros sepulcros blanqueados etc. Por lo demás es un hecho sintomático de que algo no furrula en el Vaticano cuando éste ha ordenado que los fieles vayan a confesar su pecado ecológico no tirar la basura no disponer de los vidrios como corresponde, no reciclar pero los vidrios están rotos. Pecados pecadillos y pecadazos. Los pecados que no se perdonan son aquellos contra el Espíritu Santo.

Esos no se perdonan no y se cometen a mansalva mientras los curas miran para otro lado. Eso es lo que me preocupa mucho más que el arcipreste se fugue con la mujer del cabo de la Guardia Civil.

Más que pecado un delito contra el honor y si al cura le cortaron los huevos el marido burlado fue culpa suya. Los confesonarios  tenían un diseño espantoso y una estructura escabrosa. Eran lugares de vigilancia y centros de espionaje donde el diablo, suplantando al ángel, se acurrucaba imbuido de la estola presbiteral. Necesitamos otra forma de confesión y, arrumbados los confesionarios, derogada la exmologesis que tiene tintes heréticos y abusadores, la Iglesia seguirá funcionando. Pues esos malditos cajones han proyectado una noción de Cristo como torturador y han contribuido al esparcimiento de hipócritas aberraciones.

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