CORRESPONSAL DE LA NUEVA ESPAÑA EN NUEVA YORK. UN MORDISCO A LA GRAN CAMUESA
Antonio Parra
Con una estampa de la Santina en bolso y bastante
miedo en el cuerpo me acuerdo de mi arribada a NY tal que una noche de san
Andrés de 1976. Estaba nevando o a punto de hacerlo en honor de aquel refrán
que dice: Por los Santos nieve en los altos y por San Andrés nieve en los pies.
Cuando en América se acatarran aquí cogemos unas pulmonías de espanto.
Era una
tempestad de granizo casi tropical lo que caía terciada con hampos de una
nevasca rusa que descendían perezosos sobre la cima de los rascacielos y el
viento huracanado jugando a capricho con la aeronave. Por un instante creímos
que nos íbamos a estrellar contra las Torres Gemelas. Allí vi un signo de los
días porvenir. El horrísono espectáculo para los hiperestésicos como yo no es
nuevo. A Nostradamus lo he vivido en mis
propios huesos. La fatalidad muslímica frente al destino. Makfut. Está escrito.
Desde entonces, y aunque salí de aquélla y de otro
accidente que tuvimos en Lisboa, se incendiaron dos motores en pleno vuelo, a
raíz de mi accidentado aterrizaje en la Gran Manzana, he tenido pesadillas
columbrando aviones que caían sobre el World Trade Centre. También la torre
Eiffel y el embudo donde se encastilla el Big Ben, torre del parlamento de
Westminster, pero sobre todo las torres Gemelas eran el tema recurrente de mis
cefaleas oníricas. ¿Occidente en la encrucijada?
Hasta escribí
una crónica y creo haber entregado algún despacho anticipando esa experiencia
apocalíptica de las Torres Mellizas derrumbándose que ha puesto al mundo los
pelos de punta. Y la obsesión me ha martilleado muchos años porque Nueva York
es algo que imprime carácter que cambia la mentalidad y el modo de ser de las
gentes. Allí mi vida experimentó un giro de varios azimuts. Y silbé sus “blues”
bajo la autoridad de Frank Sinatra, un neoyorquino típico: “I love New York.
New York”.
En América todo es grande y es extremo. Las
montañas. Los huracanes. Los hombres y las mujeres; allí se encuentran los más
altos y los más bajos, los más guapos y los más feos, los flacos como leznas y
los más gordos pues dicen que Nueva York, donde abundan los “fatis”, cambia
hasta el metabolismo y a mí me ocurrió que engordé treinta quilos. Las
ciudades. Los árboles más grandes como el alerce de las Rocosas o las secoyas
de California. Se lo pasan allí en grande los estadísticos, los amigos de los
contrastes y todos aquellos que sienten pasión por evaluar las contradicciones,
sinrazones y a veces maravillas de la raza humana. América casi carece de
raseros y de varas de medir. Hasta climatológicamente las subidas y bajadas del
mercurio de tan bruscas carecen de parangón. Se pasa sin solución de
continuidad de una mañana calma de primavera a una tarde de calígine para luego
tener una noche de escarchas. “If you
dont like our weather, just wait” (Si no te gusta nuestro clima aguarda un
segundo), advierten los castizos de Brooklyn.
Esta volubilidad a mí me parece que influye en la
forma de ser de los habitantes con bruscos cambios emocionales que hace que no
se asuste el neoyorquino de nada. Y se asusten también de todo. Allí suele
tomarse la vida muy a pecho puesto que para sobrevivir hay que ser un adicto
del curro. Como aquel Herbie, el transcriptor de mis crónicas en la ITT de la
Onu, un judío entrañable. El pobre se fue a morir a Miami a un cementerio de
elefantes. Que así se llama en el lenguaje coloquial a los que se jubilan y lo
peor que le puede pasar a un “newyorker” es jubilarse.
Y es que allá cuando llueve, es el diluvio y si
truena o cellisca lo hace a conciencia y de verdad.
Iban a ser cuatro años de experiencia sin
precedentes. De calores húmedos en los cuales se podía cortar el aire con una
navaja y de hielos espantosos. Recuerdo
la morriña que me invadía todos los veranos al regreso de las vacaciones en
Artedo con sus mareas cantábricas, un verdadero servicio de limpieza costero
que no existe en la Bahía del Hudson fuertemente contaminadas a causa del
carboneo y el intenso tráfico náutico que ha degradado a las playas como las de
Long Island consideradas como las mejores del mundo; una vez fui a bañarme a
los Kills de Staten Island, un marasmo de galipote, y por poco perezco,
añorando las olas de mi Cudillero, no a causa del agua sino en el cieno de las
cloacas y de los vertidos de los basureros oceánicos. De la parte de New Jersey
las tardes que cambiaba el aire llegaba una hedentina que quemaba los ojos y
las narices. Allí todo era grande y distinto. Hasta el tufo. La naturaleza, más
joven que en la vieja Europa, observa un comportamiento más vigoroso e
imprevisible. Allí todo es grande hasta los atentados como el que acabamos de
presenciar horrorizados a través de la CNN. En los famosos kills se entierran
ahora los cascotes del desastre y Staten Island era y lo sigue siendo la isla
de los muertos. Gestaten, en alemán y en holandés vale tanto como inhumación.
Habíamos tenido un vuelo con turbulencias. La
aproximación a Kennedy la hizo el piloto con mucha cautela. Estuvimos dando
rodeos a la vertical del cielo de la mejana inmensa que es la isla de
Manhattan, a la que llaman cariñosamente Big
Apple (la gran camuesa) los
neoyorquinos, gentes de todas las etnias y razas que han aprendido a convivir
en armonía y sin problemas, dentro de lo que cabe, formando ese caldero o
melting pot que demuestra que los caminos del mundo no son los de la xenofobia
sino los de la xenofilia y benevolencia hacia el forastero, el meteco o el
espaldas mojadas que llega en busca de acomodo y de un futuro mejor. Allí uno
nunca se siente de fuera.
Esto no quiere decir que sea una megapolis cómoda o
fácil ni el Edén, porque se lleva una vida que no es para llegar a viejo. Es
una ciudad bronca donde todo es difícil y
donde nunca hay que bajar la guardia pero allí se percibe un halo de
humanitarismo tierno bajo la hosca corteza del neoyorquino quien, cuando habla
por cierto lo hace con palabras precisas y como con barbas. Su “slang” o
jeringonza es uno de los más interesantes por sus alardes de precisión y de fantasía.
Puede decirse que el cheli y el pasota madrileño lo copian. Hasta el punto de
que allí la sabiduría se aprende en la calle. Street wisdom y street wise son dos palabras que allí conviene
aprender. Sin una orientación y una buena aguja de marear te caes pues refiere
un viejo dicho local “nice guys here
dont last” (los buenos chicos aquí duran poco). Están acostumbrados a las
emergencias. Lo que más me sorprendió al principio es que la radio ensayaba
simulacros de un posible ataque nuclear y llevaba a cabo tests de evacuación a
los refugios Estos anuncios radiales terminaban todos terminaban todos ellos
con la muletilla: “Esto no fue sino una prueba; de haber sido una emergencia
real les hubiésemos facilitado las precisas instrucciones para acudir a los
refugios subterráneos”.
Es el mejor
inglés jamás escuchado y eso mismo me decía el querido periodista y novelista
gijonés Faustino G. Ayer, un
enamorado de América y de todo lo americano (los dos íbamos a comprar el pan
juntos a una tahona italiana de la ciudad baja, downtown) que conocía bien New
York, claro dentro de un límite porque en este foro mundial todo se mueve. Todo
parece en perpetua catarsis y siempre confunde, siempre sorprende. Con este
colega asturiano también tomé copas en el bar cerca de Trinity Place donde acostumbraba a beber hasta quedar tendido Dylan Thomas. A veces nos acompañaba el
ovetense Delfín García, corresponsal de RNE, bravo carbayón aunque muy
cabezota, que tenía un aire inconfundible de Humphrey Bogart siempre con su Pall
Mall sin boquilla a flor de labios. Pero en Nueva York la bohemia es mucho más
escurridiza y peligrosa que en Europa. He aquí a uno de los máximos poetas en
lengua inglesa convertido en difunto de taberna en uno de esos pubs de mala
muerte denominados “dives” (inmersiones) o cavernas o “speakeasy” (hablemos
paso) que recordaban los tiempos de la Ley Seca. A Dylan que añoraba sus
excelsos valles del Principado de Gales Nueva York fue su tumba; lo derrotó.
Así que el skyline se presentó ante mis ojos como una
visión. Pensé en Moisés y Aarón bajando del Sinaí con las tablas bajo el brazo.
Una nueva era de mi vida empezaba traumáticamente. Parto acongojado. Yo venía a
Nueva York por una de esas carambolas a contar ese periodo de transición que
fue la era Carter para los lectores de “Arriba” LA NUEVA ESPAÑA y una cadena de
otros cincuenta periódicos y también a entregar la cuchara porque la cadena del
Movimiento para la que trabajaba iba a ser pignorada o desmantelada a nostramo,
porque dígase lo que se quiera reconozcámoslo o no en España desde el año 45
los que mandan son los americanos y algunos amigos yanquis me han confesado
sottovoce de que con Franco les iba mejor. No quedaba más remedio. En aquel
puesto había habido predecesores brillantes: Manolo Blanco Tobío, Celso Collazo, uno de los creadores de EFE, Guy
Bueno, Félix Ortega, que fue el mejor de todos ellos a mi criterio de todo
el cupo iniciado en el 48 por Pepe
Cifuentes y Rodrigo Royo, quienes tuvieron que vérselas con una ley tan
pistonuda como la del senador MacCarrack, el diplomático de Truman que luchó en
Brunete con las Brigadas Internacionales y
que vedaba la entrada en territorio estadounidense a los españoles. El
bloqueo estuvo en teoría hasta comedios de los cincuenta sólo sobre el papel porque
en la realidad nunca se llevó a efecto.
Todas esas
firmas habían dejado muy alto el pabellón y aunque entusiasta y audaz
periodista como se decía en la jerga el momento no me sentía con capacidad
suficiente como para hacer sombra a aquellos gigantes. En los primeros días me
fumé dos cartones de tabaco pero no fui el único. José María Carrascal que llegó en barco casi como un polizón se
había fumado treinta paquetes hasta perder la voz. Y a nadie le extrañe porque
Nueva York acojona e impresiona y más si el recién llegado la descubre en medio
de una aparatosa tormenta como me pasó a mí. La clemente Santina me echó un
capote. Aquella vez y todas.
Durante la espera para aterrizar estuvimos de
circunvuelo. A nuestros pies la postal inconfundible del paisaje urbano:
Manhattan con sus dársenas, espigones, grandes buques amarrados. Bocanadas de
humo blanco manaban de las fauces de las chimeneas de la central térmica
edificio lindero con el de la ONU y se iban a colgar estos penachos sobre los
tiesos adarves del Woolworth, el rascacielos más antiguo, y del Empire
State. Es el emporio de la civilización
y la impresión que ofrece al viajero es la de algo que arde y echa
chispas. Viviría dos años con mi mujer y
mis dos niños casi a la sombra de este mastodonte de hormigón con su chapitel
calado donde la inmensa lanza de una antena de radio hace las veces de
campanario. Todas las mañanas me despertaba la visión y el espectáculo de la
city. Es un paisaje abstracto que no inspira sosiego, que parece que siempre está
llamándote a la calle e instándote a la acción y al movimiento pero los
atardeceres son verdaderamente apoteósicos.
El Empire es
el palo mayor de esta ciudad con forma y fisonomía de buque de guerra con
jarcias de cristal. Las Torres Gemelas
eran las vergas de popa. Cualquier bamboleo, descartado pues el firme de
Manhattan no es más que un peñasco yermo vendido por los indios moahawk a los
holandeses por veinticinco dolares en 1622; que se derrumbase todo el montaje,
simplemente imposible, porque los cimientos son de sílice.
La Nueva Roma
se funda sobre un plinto granítico y siguiendo las instrucciones talmúdicas
trata de imitar a la Roca de Israel a la cual alude Ben Gurion cuando fue
proclamado el estado judío en 1948; no mencionó la palabra Dios, sólo la Roca
de Zion. Además los muros de los rascacielos, orgullo de la ingeniería del
siglo, estaban diseñados como soportar
la oscilación del mayor terremoto. Por lo cual el portaaviones sería
inexpugnable. ¿Cómo iba yo a pensar que la Nueva Jerusalén de la Diáspora iba a
ser atacada y sus dos símbolos señeros abatidos? Los pilotos kamikazes hicieron
blanco no ya sobre las moles simbólicas de la Torres Mellizas sino sobre el
corazón que mueve todo el ajetreo de las finanzas. El daño mayor no han sido los
muertos, desaparecidas o el destrozo causado, aunque los norteamericanos tengan
redaños suficientes como para resucitar de los escombros, sino la afrenta moral
a lo que estas dos trípodes de cristal abanderaban.
Conque no
puede ser más símbolo aquello de torres más altas han caído.
Para mí que
conozco Nueva York, amo Nueva York y fui residente allí cuatro años, los más
importantes de mi vida, lo ocurrido el 11 martes fatídico de septiembre del
nuevo milenio ha sido una señal. Un toque de atención que exhorta al rearme
moral más que al físico, una vuelta al pensamiento de la nueva frontera de la
época Kennedy. Que América vuelva a ser amada más que temida y odiada. No se
aconseja un castigo porque Dios no puede castigar sino que el ataque representa
un aviso enviado desde lo alto. Algo no va del todo bien pese a la euforia de
los últimos años. Se exige no la guerra de represalias contra la diabólica
mente que urdió la infernal hecatombe sino la reflexión meditada y el reposo
sobre cómo somos, qué queremos, hacia dónde marcha el mundo.
Y esta idea se me ocurre cuando a mi memoria viene
el recuerdo de aquella tarde noche de san Andrés en medio de la tormenta
durante la angustiosa aproximación a un aeropuerto congestionado de un tráfico
terebrante. Allí oscurece mucho más rápidamente que aquí. Me impresionó la visión de aquellos dos conos
mágicos como una soberbia representación de una ecuación matemática sobre el
paisaje. Dos falos erectos encarnación de la potencia genésica de una nación
joven ¡qué contraste frente a los aires caducos de Londres! Dos mástiles de un
transatlántico en el que actuaría de timonel, de serviola y de mascarón de proa
la estatua de la Libertad apuntando su hachero con la flama perenne hacia
Europa. Nunca imaginero tan mediocre como era Bertholdi, aquel escultor que fue
contratado por la municipalidad neoyorquina para llevar a cabo el proyecto,
tuvo tanto éxito con un molde. Es lo que significa el coloso. Los pobres de la
tierra recién llegados a la isla de Elis estuvieron viniendo a refugiarse bajo
sus zócalos y ahora el pebetero de la verde dama en cuya cabeza hueca cabe todo
un restaurante puede que esté también amenazado. Ha soplado un viento recio en
el rebufo de la carlinga y la cola de los dos aviones estrellados contra la
fachada de las dos torres. Vesania fundamentalista. Muchos corearán aquella
frase del Corán “Alá es grande”. Pero la grandeza divina nunca podrá cimentarse
sobre un montón de escombros y una pira de cadáveres.
Sin embargo yo entonces con treinta y
dos años y medio pensaba que estaba llegando al epicentro del futuro. Caía en
la forja de una horno donde todo se cuece donde está el crisol del mundo nuevo.
La primera impresión fue la de acogotamiento. Nueva York amedrenta un poco
cuando se la ve desde el aire y más en las circunstancias de aquel vuelo en
medio de una tempestad que hizo que el avión se zarandease como una vaina. En
uno de los fucilazos del relámpago quedó diseñado sobre las nubes el cordonazo
de san Francisco o la palma de santa Barbara que decían los pastores de mi
pueblo. Me pareció entonces que una mano invisible estaba diseñando el croquis
de los tiempos por venir con una anticipación de veintiséis años sobre los
acontecimientos. Mi olfato periodístico me dijo que no hay que dar de lado a
las corazonadas y yo en aquellos momentos la tuve y ya desde entonces nadie me
pisó el scoop y por eso mi corresponsalía fue un poco a la contra de la de los
demás. Parece ser que a muchos les supo a cuerno quemado que uno quisiera
contar la verdad. Yo a los cables de la Ap, de Reuter y del “Times” les daba siempre la vuelta y al
revés te lo digo y acertarás, piensa diferente y acertarás. Hice periodismo de
calle. No me limité a pegar telegrama o a refritar el Times como otros becarios
de la Fullbright y con master en Columbia que se convertían en amanuenses de
los lobbies por los pasillos del Edificio Azul o del Departamento de Estado.
Desde el principio tuve muy claro que venía a servir los intereses de mi país.
Me dieron por díscolo pero hice bastantes dianas y conseguí moverme con soltura
en el laberinto de la política exterior de Cyrus Vance, para mí un auténtico
caballero. Los americanos tienen un alto código de valores tanto éticos como
morales y eso se nota también en el apasionante mundo político y estratégico de
la Casa Blanca y del Pentágono.
La verdad tiene muchos carriles y a un
periodista se le perdona todo menos el de ser aburrido ni pastueño. La
mansedumbre de feligrés da buen resultado en el rebaño y en la manada, nunca en
esta bataneada profesión a la vez canalla y sublime. Mi lema era un poco el de
la libertad al estilo del fundador del “Manchester Guardian”: Facts, sacred.
Opinions, free” (los hechos son sagrados; las opiniones libres). De acuerdo
pero existen diversas formas de presentar objetivamente unos mismo datos. A la
que descendíamos el avión perdía presión. ví como el pararrayos de una de las
Towers absorbía la descarga de una centella. La gran azotea se iluminó con una
luz de espectro. La gran fábrica del rascacielos aguantó impávida. Aquello me
pareció el techo del mundo pero yo ya colegí que aquellos prodigios de la
ingeniería eran vulnerables. La exhalación había pegado justo sobre la punta de
la antena de una de las torres y el firmamento fulguró. Entonces el Worl Trade
Center estaba casi vacío y en alquiler la mayor parte de sus ciento diez pisos
y dependencias. Bajo la borrasca ofrecían estos dos titanes de acrílico un
aspecto de desafío a los elementos. Habían sido erigidos a prueba de terremoto.
Eran el orgullo de la técnica. Sin embargo, dos aviones de pasajeros una
fatídica mañana del final de un verano para olvidar, el del 2001, acabaron con
esa suposición presuntuosa. Al verlas por primera vez recuerdo que pensé en
Babilonia y en Babel.
-Scary[1]eh?
- dijo entonces un portorriqueño compañero de vuelo empujandome con el codo.
-A little[2]
- repuse en inglés y él se puso a jurar entonces en español como suelen hacer
los simpáticos de la isla de Borinquén que habían emigrado en oleadas a
Manhattan en la década anterior y constituían casi un cuarenta por ciento de la
población:
-Manda huevos con el viajecito.
Gran parte del pasaje estaba vomitando en aquel
instante de turbulencias y de zarandeos. No pude por menos de reprimir la
carcajada que distendió el estado de nuestros nervios. De allí a poco sentimos
gañir los neumáticos del Jumbo contra el tarmac de la pista de Kennedy. Todo el
mundo empezó a aplaudir. Y yo a rezar.
Recuerdo que en ese instante apreté contra
mi pecho la medalla de la Virgen de Covadonga parte indispensable de mi ajuar.
A lo largo de cuatro años no se me pasó el acojone y
creo que todavía me dura pero acabé amando a Nueva York identificándome con su
latido. Es el pulso del mundo del mundo. No me extraña que Manolo Blanco Tobío
dijese que lo que más extrañaba - para este gran periodista gallego muy
habituado a los modos de vida norteamericanos Europa era una especie de exilio-
es una ojeada rápida todas las mañanas al New York Times.
El bien y el mal conviven allí puerta por puerta.
Ángeles y demonios sentados a la misma mesa. Los rabinos con sus kaftanes y los
popes con sus manteos comparten un sitio en el metro. El superlujo y la
elegancia de la Maddison Avenue entremedias de la cochambre del Bowry. De todo
aquel caos que fue mi experiencia neoyorquina saqué la conclusión de que tiene
que haber un dios, un demiurgo que ponga orden, que se apiade. Eso. Alguien que
se apiade porque Nueva York hace pensar en la famosa frase de san Pablo “nada
de lo humano me es ajeno”. No se puede ser ateo en Nueva York. Todo menos ateo.
Sientes como una fuerza que te lleva, una especie de protección. De lo
contraría te hundirías. La gran manzana, la inmensa colmena, el hormiguero de
gentes que se afanan un día y otro y también el avispero y las injusticias. Y
como no la mafia. La metrópoli suscita ideas enfrentadas, pensamientos
contradictorios de amor y de odio. No es una ciudad para volver porque de ella
no se consigue salir nunca. Te atrapa desde el primer minuto y ya no te suelta
aunque te alejes físicamente. Nueva York
es una condición mental, estado anímico. Yo diría que es una ciudad mística. He
aquí una lectura judía en versión talmúdica de la “Civitas Dei” agustiniana.
Que sólo cree en la gracia del esfuerzo y que a Dios lo coloca en otro plano. A
él rogando y con el mazo dando. Es una concepción utilitarista de los elegidos
llamados a poseer la tierra sucediendo esto acá abajo sin tener que aguardar al
más allá. No se conforma con la resignación cristiana ni lo injusticia a la que
lucha por atajar en este mundo. Por eso es un frenesí continuo. Arriba y abajo.
La ciudad que nunca duerme. La riada humana. El poder automático.
Está tan cargado de voltios el lugar que los
picaportes y los pestillos sueltan chispazos. La estática pervade el entorno.
Yo viví en el Este hacia la calle 14. Allí todos están juntos, nunca revueltos.
Mi barrio era una mezcolanza de judíos y de sicilianos que veneraban la camorra
y nietos de Al Capone todavía practicaban ese vudú italiano que es la
“jettatura” pero católicos al por mayor ya que en la fiesta de san Jenaro
sacaban su imagen por Manhattan en procesión. En la otra manzana había polacos
con su manera tan peculiar de concebir el cristianismo y antipáticos. Los pacíficos ucranianos todos con su peculiar y
angulosa cabeza, los húngaros con sus botas de fuelle me gustaban más y me hice
amigo de los judíos como mi kioskero, un bendito de Dios por nombre Samuel, que
me regalaba unos puros verdes trapicheados de Cuba y hablaba algo de ladino o
judeoespañol. “Aguarde su merced agora un momentico pues vengo al punto” Entre
todas las etnias son los más de fiar. Los más caritativos, los que más ayudan,
aunque en cuestión de dinero no se casen con nadie.
Luego, hispanos los había por todas partes y ahora
creo que son más. No se puede contemplar esta inmensa urbe con prejuicios,
nueva York los desborda. Es un mundo que rebasa todas las barreras y trasciende
las ofuscaciones y atavismos de la vieja Europa donde se mira con recelo al
nacido en el pueblo de al lado. Allí este tipo de resentimientos se desconoce.
No hay envidia y si existe por lo menos no se nota. Ni miradas por encima del
hombro. Sí tiene que haber un Dios flotante por encima de nuestras cabezas, un
Cordero que quite los pecados del mundo. Alguien que se apiade. De la torre
herida por el rayo. De la humanidad que palpita y gime desconcertada. De la
inconsciencia, la banalidad, la vulgaridad a espuertas, la frivolidad sin
limites. Se vive mucho mejor en el Rellayo pero uno no sé por qué termina
añorando a la Ciudad Automática. Un mundo sin paletos, sin intereses de
campanario y con periodistas e informadores, literatos amantes de su patria y
de su país con razón y sin ella, que tienen muy en cuenta la ley del libelo a
la hora de sentarse delante del ordenador y que saben como nadie maquillar la
información y autocensurarse mientras
que la prensa a este lado del charco da fe de una picaresca en auge y la rosa
en su chabacanería procaz parece una corrala.
Aquí todo se ha vuelto un poco peripróctico, ya que la información, anal
y asnal, parece girar en torno al mismo cabo. Lo acabamos de ver en la manera
que han abordado el choque de los aviones contra el hastial imponente de las
torres. Nos han demostrado que entienden el periodismo como una vocación de
servicio público, un menester que ha de hacerse con categoría, responsabilidad
y serenidad ¿Para eso queremos una Facultad de Ciencias de la Información?
18 de septiembre de 2001
Antonio Parra fue corresponsal en USA. Licenciado en
Filología Inglesa y Románicas.