EL ESTUDIANTE DE ALCALÁ QUE SE REENCARNÓ EN ARCHIVERO
La impresión que tuve cuando en el año 2009 llegué a Alcalá una madrugada de enero a cumplir con mi último año de archivero hube la impresión tenaz de que yo había estado allá antes, quizás una vida pretérita, había paseado por aquellas calles, guarecido del sol y la lluvia bajo los soportales del Calle Real, haber tenido a un físico la bacinilla mientras practicaba una sangría a un paciente de bubas en el hospital de Atarazanas por cuyas crujías iba y venía un postulante cojo que era cojo y calvo y hablaba con ese tonillo de los de Azpeita proflglando su discurso de concordancias vizcaínas, trayendo orinales y pericos, gasas, sanguijuelas y pomadas, con mucha diligencia pero con algún asco pues había tomado el oficio de enfermero como penitencia por los pecados de su vida anterior, que el veterano de las guerras de las comunidades aseguraba haber sido muchos, y por los que lloraba constantemente hasta salirle surcos en las mejillas de los regueros de tanto llanto, inflamado de orgullo humano y amor divino - yo no lo vi, claro, me lo contaron los que daban ejercicios-, pero cuando lo dicen… Iba el buen donado arrastrando la pata chula que la tenía tiesa desde que le pegaron un zambombazo en el castillo de Pamplona. Decían que había sido soldado, acérrimo del emperador- y como buen realista nos miraba por encima del hombre a nosotros pobres comuneros- y que estaba allá viviendo de la caridad de unos teatinos aunque se juntaba con alumbrados y gente de dudosa procedencia.
También me había cruzado con otro estudiante zambo, corto de vista y largo de lengua, el que luego tendría entre sus dedos la pluma mejor tajada para contarnos cómo España por de fuera y por de dentro con sus versos castellanos, con sus decires, coplas y donaires, en verso y en prosa. Éste andaba con los cuadrilleros dando novatadas y cobrando el portazgo a los novatos del convite al banquete nada más ingresar al pupilaje, La Patente, que se dice, y a unos les arrebataban el sombrero a otros les ponían perdida de gapos la capa nueva, o les traían un jarro para darles a beber cerveza y no era cerveza pues aquella maldita encella había sido utilizada como sillico donde meara toda la cuadrilla a escote, y de hoy en un año; a otras les mandaban echar calle arriba a la pata coja y les lanzaban piedras mientras el cachicán del rey de gallos prorrumpía en estentóreas risotadas:
-¿Ponen las gallinas?
-Creo que sí. Ya es san Antón. La gallina pon y cacarean las pitas por los corrales, que las estoy oyendo, y se está bien al sol.
-De ¿Dónde es vuesa mercé?
-De Carrión de los Condes, señor.
-No me digas señor. Dime coleguita. Y ahora para ver como andas de recursos te vamos a mantear.
-No. No por vida de mi madre.
Protestas inanes. Entre cuatro o cinco trajeron una cortina de paño morado con las que se atapan los altares en tiempos de Pasión y alzaron por los aires al palentino una y otra vez. Lo subían, lo bajaban y hacían como querer dejarlo caer en el santo suelo hasta descoyuntarse como si fuese una manta palentina a la que la doméstica zurra el polvo en el balcón. Uno de los manteadores dominado por el estro profético había leído el futuro y pronosticó la llegada de guerreros por el aire.
-Así volarán algún día los paracas.
-Bajarme de aquí fementidos, hideputas.
-No. Bartolo, no aguanta, no seas caguita. Los soldados de Cristo han de soportar todas las pruebas con buen talante. Y la flauta de Bartolo toca maravillas con un agujero solo.
-No ésta- exclamó el palentino- que voy a vomitar.
Implacables no se apiadaron de las voces que daba el neófito que no paraba de gimotear y de proferir ayes y de llamar a su madre.
-Ay madrecita mía que mal día amaneció para mí.
-¿Cómo te llamas?
-Teofilo
-Pues Teofilo te vas a acordar del día de san Antón hasta tu graduación cuando vuelvas a tu obispo con tu bonete y tus cartas dimisorias de misacantano.
Poco después corrieron el gallo y hubo otras bromas, muchas jácaras. Decían que el masto lo había traído de Mastrique un luterano con lo que fue mayor el ahínco con que le sacudían estopa al animalito y el enojo con el que le arrancaron el pescuezo aquellos malos cristianos.
-¿Qué hacéis hijos del gran demonio?
-Pues no lo ves. Cortarle la cresta al gallo.
-Al hereje. Al hereje- gritaron todos a coro.
Los estudiantes estaban ya beodos. Puede decirse que al cuadrillero mayor de estas justas que era un teólogo portugués que de allí a poco iría a parar como capellán santiguador a uno de los tercios viejos creyendo que el ave era el que más zurraba al rey de gallos y cabalgó su jumento a los cuatro pies exhibiendo su trofeo chorreando sangre hasta la plaza.
Tan divertidas escenas no las padecí yo, que siempre me suelo hacer el longuis y escurrir el bulto en tales situaciones de pintar bastos, por vivencia material, aunque sí espiritual. Creo que las había leído en algún libro picaresco o a lo mejor fueron una nefasta experiencia de los estudiantes de latinidad de los que formé parte en la vida que me precedió.
Iban avanzando las nubes del entrelubricán y remejaban las sombras los campos yertos con alguna claridad. Amanecía dios igual que entonces sobre las riberas del Henares, y la vida tiritaba bajo la helada, se escuchaba el campanil de las clarisas, y en otras muchas iglesias de la población anunciando que ya habían dado cuenta de maitines y laudes. Sobre la cúpula de la catedral de los Santos Niños las cigüeñas complutenses que son las más elegantes y majestuosas de la península ibérica – se las nota en el volar- descabezaban su último sueño con su singular modo de dormir a la pata coja pues la cigüeña según dice el refrán alta vive, alta vuela y en lo alto toca la castañuela.
-Diga usted que sí. Cigüeñas vigilantes del Henares donde las ninfas moran crotorando silogismos. Son la viva imagen de la castidad, la fidelidad y la paciencia.
A Teofilo por fin lo dejaron en paz los tunos y vino a recogerlo una mujer que, movida a piedad, lo llevó a su aposento donde lo lavó, cepilló su capa llena de salivazos e indignidades.
-Hijo, te han vuelto eccehomo. Dichosos muchachos.
El manteado nada dijo pero las caridades de la dueña le hicieron revivir. Fue al arca y extrajo un bodigo de la última cocedura cortó el corrusco y se lo entregó junto con un dedal de aguardiente. Su desfallecimiento se debía no al manteamiento sino que no había comido en dos días.
Alcalá lo resucitaba de la misma forma que me reencarnó a mí. Pues yo también volví en la españolísima ciudad a la vida por un complicado proceso de metempsicosis intelectual. Podía ser uno de aquellos estudiantes y continos que arrastraban la loba sin mangas y flameaban becas al viento multicolores cada uno con el color y la divisa del colegio del que procedían (granate el de los ildefonsos, amarillos los de Atarazanas y verdes los de san Marcos, blancos los cistercienses y dominicos).
Acabada la cátedra de prima, aquel abigarrado mundo de estudiantes era un espectáculo. Teólogos y minoristas usaban sotanas y los canonistas portaban un bonete de tres puntas en la cabeza que entre los jesuitas era bisunto. Poco después de entrar yo al Estudio General los licenciados en Artes empezaron a gastar balandrán cubridero por cima de los hombres y teja (sombrero sin alas) que llevaron los clérigos españoles toda la vida.
Como venía aterido y en tren de cercanías no había calefacción, para entrar en calor me arrimé a la barra de una taberna e estaba frente por frente de un gran seminario vacío de traza neogótica. El chigrero un rumano por nombre Ventila salió a servirme. Le pedí un aguardiente de los Carpatos llamado zwuiska de 40 grados.
-Bona zwuiva.
-Buenos días.
Se sorprendió Ventila de mis conocimientos de la lengua románica hablada a orillas del Ponto por los soldados de Trajano que guarda su raíz latina en conjugación con muchos aditamentos eslavos y turcos por lo cual conserva una prosodia endiablada.
-Sé también decir Xristós enviat.
-Ahora no es Pascua.
-Si me das otro chupito de ese coñac hablaré no sólo el rumano sino el griego, el búlgaro y hasta el húngaro que no es idioma indoeuropeo.
-Birak - repuso Ventila que era de una región del Danubio frontera con Hungría, frotándose las manos. A la legua se notaba que aquel fondista extranjero no era tan cruel y áspero como los taberneros nacionales gente odiosa y encanallada y que sabía seguir la corriente a los borrachos y aguantarlos. No echarlos a la calle o pegarles.
Sin embargo aquel aguardiente de los Cárpatos tenía poco que ver con aquel vino chirle que nos servían en el refectorio los días de fiesta de guardar y con el que ayunábamos el viernes Santo para refrescar el gañote de nuestros queridos domines cuando andábamos a pupilaje. De mis labios surgieron cantos de alabanza al dulce néctar traicionero que pasa bien pero luego habrá que mearlo. Entra acariciando Baco en sus dominios y se apodera. Los que sucumben a los falaces halagos de la bebida saben que no hablo a humo de pajas:
Ave color vini clari
Ave sapor sine pari
Tua nos inebriari
Digneris potantia
Oh felix venter ubi intraris
Et felix guttur
Quam rigabis
Oh felix os
Quod lavabis
Oh beata labia
Y a través de aquellas coplas tabernarias en latín surgió el monje giróvago que llevo dentro de mí. Los parroquianos me admiraban por mi capacidad de ingesta y el don de lenguas aunque estaba inspirado más por Baco que la Blanca Paloma. A sus ojos yo era un resucitado, un español que no se parecía a esos otros españoles taciturnos y reconcentrados en sí mismos del siglo XXI que nada tenían que ver con sus predecesores y me deseaban buena madrugada. Buona diminuta. De todas las horas del día era la amanecida la que más me gustaba. Puerta por puerta de la cantina del dacio estaba la iglesia ortodoxa. Celebraban la navidad. Olía a incienso. Un orfeón esparcía por la nave de la antigua católica preces de un maravilloso concento retando a las preces que decía deprisa un diacono muy gordo desde el antifonal. Prostérneme en tierra y besé los santos íconos y los ecos de la plegaria diaconal me transportaron miraculosamente al sopista con poca fortuna que había sido hará lo menos quinientos años.
Clareaba el día y Alcalá se había transformado. La vía del tren volvía a ser la estrata romana que había sido durante mil años y los regimientos ilustres como el Villaviciosa XIV volvieron a su antiguo ser de los castra romanos donde practicaban los équites las artes desultorias. Recordando que allí estuvo de asiento la Victrix o la invencible con todos sus escuadrones y acies los cuales dieron el relevo a los tercios viejos los que combatieron en Italia y en Flandes. Por el camino pasaban estudiantes. Me sumergí en aquel bullicio juvenil de mozos camino de la docta casa, la universidad recién fundada por Gonzalo de Cisneros. Y aquel gentío buscando las aulas entremezclado con los escuadrones de soldados que salían al campo a ejercitarse en la instrucción de sus armas me recordó la gran verdad de que la pluma y la espada son hermanas y que la lengua va de cómitre con el imperio. No hay vuelta de hoja. Todos llevaban capa corta, un puñal al cinto, y en la otra cadera colgaban los cartapacios, las pizarritas los plumieres y los recados de escribir. Confundidos entre la multitud se veía a algún catedrático de mucetas coloradas, amarillas o azules según la disciplina que enseñaran, tocados de la orla con plumas de avestruz. La cátedra de prima comenzaba a las ocho de la mañana. Un bedel somnoliento se acercaba al estrado, precediendo al profesor, batía sus palmas y formulariamente rezaba una oración luego de lo cual abría las puertas del aula y exclamando en voz alta Propinquate, alumni, lectio incipit se dirigía a los estudiantes y luego al facultativo: magíster, aperta est cátedra . Los pupilos llenaban el aula. Por falta de bancos muchos se sentaban en el suelo. Todos portaban recado de escribir y rayajeaban las palabras del catedrático sobre un palimpsesto en forma de pizarra que luego pasaban a limpio los oidores. Sólo se hablaba en latín. Transcurrida hora y media regresaba el ujier galonado luciendo un espadín y un sombrero chambergo y volvía a dar unas palmadas.
-Satis.
A esta señal el catedrático se quedaba con la palabra en la boca y los alumnos salían al patio de estampida en medio de un gran alboroto.
Pasaba entonces un fraile benito cuya presencia de padre del desierto discordaba con la de la alegre muchachada. El benedictino caminaba con los ojos bajos y el rostro inclinado tapándose con la cogulla. Avanzaban todos atropelladamente. Si veían a alguno de su pueblo iban a darle los días y a recibir nuevas de la aldea. Los más vivaces espantaban el frío y los sabañones arrojándose bolas de nieve. Uno de los proyectiles alcanzó a un catedrático de hebreo en todo el occipucio. Rodó por los suelos el bonete bisunto en medio de los gritos y juramentos del dómine en la lengua que enseñaba y el cual yacía por el suelo cual largo era buscando a tientas las antiparras que también se le habían caído y sin las que no veía dos en un burro. Sonaron a su lado carcajadas, maldiciones y porvidas.
Uno de los tunos dijo:
-Comed nieve de una vez, padre mío, ya que nunca os empacharéis de jalufo.
Montó en cólera el cristiano nuevo y retumbaron excomuniones por la Calle de la Hueva
-Pronto pagareis bien caro vuestras truhanerías. Os vamos a echar del mundo, voto a bríos.
Se encocoró el estudiante el muy cabrito hizo la señal de la cruz, después el buz y acto seguido empezó a gritar al hebraísta:
-Marrano… Marrano. Cómete tus biblias. Eres hereje, luterano encubierto y alumbrado.
Oído esto, el catedrático que debía de ser converso cobró temor y levantándose como pudo y sacudiéndose el barro y la nieve de la loba tomó el portante y enfiló por una calle adyacente pues alguien había mentado al Santo Oficio.
Con la bulla se hicieron presentes los corchetes. Los estudiantes de que los vieron pusieron aina pies en polvorosa. La concurrencia asistía alborozada a la escena y todos se hacían lenguas de la puntería con que aquel bellaco había descalabrado al converso pero al pasar junto al portal de la iglesia de la Compañía le echaron mano los alguacilillos, lo trabaron, manearon y subiéndolo en un asnillo las manos atadas; él caminaba cara atrás como los condenados a muerte y así lo llevaron preso a la cárcel del arzobispo. Cuatro días a pan y agua y cien azotes.
Lo soltó el alcalde bajo advertencia de que si incurría en otra travesura semejante de descalabrar a un “judío” iría a galeras. Así que por san Antón la gallina pon. Se había acabado Michelmas y empezaba el trimestre de Santomatía, el que iguala las noches con los días. El más frío y desabrido. Estudiantes a estudiar pechando contra los cierzos rigurosos que os arrebatan la capa cuando salís del portal y la nieve y el pedrisco jugaban al chito con nuestros respectivos cogotes cuando no eran gargajos de algún truchimán imbele pero maligno. Había venido yo de sopista con mi amo que era de Soria y que se llamaba don Martín de Agreda y bajo la vigilancia de su ayo Muriel de Torrelaguna el cual por ser paisano del Cardenal tenía fuero. Nuestra lavandera era una tal Doña Guiomar Alpiste que aparte de la colada se encargaba de planchar el hábito y coser los botones de la sotana, que eran 75 en recuerdo de los 75 azotes que dieron a Cristo. Habíamos venido desde la alta paramera aquellas navidades por muy malos caminos en una recua de jumentos pero con buenas alforjas y provisiones y una no menguada bolsa pues nuestro señor y padrino el Duque de Agreda era hombre rico. Conducía la recua un arriero morisco el cual en cuanto nos descuidábamos nos sisaba hurgando en nuestros bolsillos estando dormidos y el maldito cuando nos topábamos con una cruz de humilladero se reía o le lanzaba gargajos. Iba en su mula cantando lilailas y no faltaban zalemas y abluciones al alba y a la atardecida ante nuestras propias narices. Alá era grande y misericordioso por lo visto.
Pasado Almazán, nos encontramos con una estantigua que llevaba el cadáver de un fraile que había muerto santo en Andalucía a un pueblo de Castilla.
Recalamos en Aranda en una posada donde a mi amo le robaron un crucifijo de oro que traía. Fue un asunto de picos pardos. Don Diego se dejó engañar por unas izas que operaban en conchabanza con unos malandrines, el uno era su cohén y el otro su rufián. Era gente muy despiadada como también lo era el arriero morisco aquel Antón Muñoz de las Posadas fanático de Mahoma. Y a la que nosotros bajábamos para Alcalá por el camino real de Francia subían soldados de las últimas levas que iban a combatir por nuestro rey y nuestra santa religión a Flandes. Unos llevaban escapularios que les regalaron sus madres como por ejemplo una imagen de san Vitorino todo llagado después del tormento al que fue sometido en Panonia. Debía de ser bisoño. Un furriel contaba que en la guerra los santos y las reliquias no sirven para nada.
Sólo el valor y la fortuna. Pasábamos mucho frío porque los días fueron perversos. Hacíamos hogueras y a veces Antón Muñoz perdía su ruta borrada por la nieve y blasfemando contra todo lo divino y humano perdía el tino aunque no se acordaba de Mahoma. Únicamente de Dios y la Virgen. ¿No ahorcarían a aquel malvado? De sus barbas y turbantes Satán se encastilla y andará errante por el mundo hasta los últimos días.
Dicen sus apologetas ser religión muy humana, tan humana que en las siete plegarias diurnas se arrodillan y alzan el poster en pompa. En aquel tiempo sin embargo les tocaba ir de nones gracias al gran cardenal que a las puertas del Alhambra quemó alcoranes y otros libros que ellos dicen de su revelación no siendo sino supercherías y odios pues siempre tratan de imponer a su dios mediante la espada y donde entra Alá no vuelve a crecer la hierba. El siglo de oro en efervescencia, el muhadín no había llegado todavía pero yo en mis pujos poéticos lo presentí con tristeza y compuse trenos para el pueblo de Dios con Jeremías.
No nos hicieron caso. Se preparaba la gorda de la apostasía, la desbandada. Porque de allí a medio milenio de aquel san Antón no quedaría piedra sobre piedra del edificio perfecto que nos cobijaba. Soplarían aires anticatólicos hispanófobos una brisa mefítica a la que tuvieron que acostumbrarse nuestras narices pues las narices no sólo los ojos saben hacer con frecuencia la vista gorda. Cabalgaba el ángel apocalíptico en el caballo cuyo nombre era la Gineocracia. Se sublevaría el gineceo y pasarían cosas muy gordas. La política estaría dominada por intereses creados y por hetairas. Otros la decían Cenizosa al estar regida por Carolabriá el Cenizo. No tenía ni para pagarle el retal de la loba (llamaban loba a esta prenda porque comía mucha tela) y mis padres eran hidalgos pobres de Almazán el pueblo de Laínez, plaza fuerte de conversos.
El primogénito embarcó a las Indias y otro fue condenado a galeras pues se juntó con un alcabalero que lo engañó, el tercero había muerto en Namur defendiendo nuestras banderas y tres de mis hermanas profesaron de monjas. Pero mi ayo me dijo que en Alcalá no faltaría pan; con él me fui. Conforme es la manta se estira la pata y donde comen cuatro comen cinco igual que en mesa de San Francisco. Y verdad es que nunca me faltó aunque algunos días hube de estar a la cola de la sopa boba que daban de caridad a los peregrinos y menesterosos las Bernardas.
Allí aprendí a manducar con los dedos sin necesidad de tenedores ni de hueseros o gañivetes.
Otra vez los que me socorían eran los traperos de vara que venían de Alsacia hasta Alcalá a vender paños y era gente misericordiosa. Nunca me junté con gentes del trueno ni fulleros. Iba a mis clases, rezaba mis oraciones nada más levantarme, bruñía los mocasines de mi amo, era condescendiente y amable con mis semejantes y no armaba broncas. Me gustaban muchos libros y también garabateaba en los papeles que encontraba por la calle ocurrencias mías a ratos perdidos. Hurgaba en los montones de trapero y papel que veía lo desdoblaba para ver qué ponía en pauta. La lectura se convirtió en mi vivir. Leía y leía a todas horas, tan es así que gasté mis ojos Desde que llegue a la villa complutense conocí que mi destino estaría uncido a las artes y las letras. Era diligente en el aseo de la camarilla que estaba en un sobrado del tercer piso de la casa de doña Guiomar, fregaba los platos cuando me lo pedían y los miércoles día de arreo y parada porque había que salir a esperar a algún visitante ilustre que se llegaba a la ciudad pasaba la almohaza por el lomo de la mula torda a la que gustaba montar a don Gaspar cuando salía a vistas y se organizaban paradas y procesiones ecuestres tan vistosas como el día de San Lucas.
Daba la pez a la cabezada y deshacía los ñudos del pretal o le preparaba la ventrisca y la aljaba cuando iban de caza. Al salir los señores tenía la acémila del ramal y con un golpe en las ancas le arreaba en latín:
-Eamus
Que en cristiano quiere decir arre
Como las tales mulas yeguatas eran tan doctas como los amos ellas me entendían cuando sobre su lomos híbridos clavaba espuela con la lengua del Lacio. Y si alguien me llamaba capigorrón y se reía de mi triste figura de mantista pobre bajaba la mirada y no contestaba a las injurias de mi agresor verbal. Un viuda rica de Almazán pagaba mi matrícula así como un juego de mudas, la beca estudiantil, el ropón y los jubones que había que tener dos, uno para los días de fiesta y otro para los de diario. Siete maravedíes costaba la matriculación por los cuatro trimestres. Y siempre que mis obligaciones ancilarias me permitían solía asistir a la cátedra de Vísperas de la que estábamos dispensados los bachilleres y que daba un paisano mío el doctor Laínez un jesuita muy adusto y seco que guiñaba un ojo y el otro no lo podía abrir. Tenía cara de liebre pero no había en todo el claustro quien supiera más teología que aquel soriano. No me cabe la menor duda de que el dicho que se nos achaca a los sorianos (que nunca se supo en la historia que hiciera mucho bulto la gente de Socia) la tengo por falsa. Salía poco Lainez del convento todo lo contrario que el maestresala don Miguel de Avendaño amigo de juergas y cuchipandas. Se juntaba con el padre definidor o prior de los dominicos al que también le gustaba comer y beber y como buen dominico les tenía cierta enemiga a los hijos de san Ignacio. Muy tomista y ufano en sus disputationes o torneos teológicos.
Eran muy sonadas las disputas, justas teológicas y competiciones para saber quien sabía más sobre los ángeles, el Espíritu Santo o el misterio del Génesis tal y conforme se muestra en el Libro de la
Revelación. El definidor dominico era un hombre alto coloradote aire de buen vivant y ese buen pasar y tolerancia o actitud vital de los gordos. Lainez por el contrario austero, magro, enteco, mal encarado y algo bisojo. Discutían sobre los espíritus puros cuya esencia y existencia no está ominada por las leyes de la gravedad. El uno decía una cosa y el otro la contraria. Hasta que hartos de discutinio los dos frailes se enojaron que diríase que iban a llegar a las manos. En último termino y como postrer argumento Lainez en un acceso de cólera termino su disertación aludiendo al rubio Avendaño :
-Rubicundus erat Judas.
Y el otro ágil de reflejos:
-Sed de Societate Jesu
El cura portugués que arrojó la bola de nieve contra la mollera del primer catedrático de hebreo andando los años sería capellán de uno de los tercios el Sancho Dávila comandado por el duque de Alba. Todo el claustro se rasgó las vestiduras pero don Joao se hizo de pencas. Con buenas agarraderas contaba. Lebrija, el doctor Laguna y otros de la cuerda elevaron un escrito al rector pidiendo la destitución del revoltoso teólogo. Fue óbice de que la propuesta no prosperara contra el maestrescuela de nuestro colegio que vetó aquella diligencia.
Es más y para decirlo de otra forma:. Este lio levantó las orejas y el hocico a los sabuesos de la inquisición que empezaron a oler el poste y corrió la voz por la ciudad que el maestro en cuestión por nombre Cepeda había tenido un abuelo penitenciado en Toledo y era primo de una monja inquieta, rebelde y andariega que iba por Castilla abriendo conventos y decía tener consuelos místicos y tratos con el Señor. Se la había aparecido Jesucristo no sé cuantas veces y sobre ella cayeron sospechas y anatemas de alumbrada pero se libró. Tenía buenas aldabas entre la gente de viso que por aquellos días eran todos conversos. Es ni más ni menos que el brillo del oro que para los de esta raza es su única deidad.
Jesucristo, la Virgen y los santos son para ellos un pretexto con el que envuelven sus engañifas y hasta se ríen a espaldas de los hombres de buena fe. A mí estos místicos siempre me dieron algo de pavor. Hieden a impostura desde lejos y con sus mentiras engañan a muchos incautos y sus invenciones repetidas se convierten en dogma. Mi fe es de otra manera. Ne quid nimis. En el amor divino no hay que echar la yesca humana que todo lo corrompe.
En la actualidad cuando veo avanzar por las calles a los graduados con sus capisayos ostentando las galas y las orlas académicas con mucho orgullo y solemnidad entonando las notas del gaudeamus igitur no puedo por menos de sonreírme ante las ironías de la vida. El aire en cuestión era una cantiella de monjes borrachos. Monjes alemanes
Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus. (bis) Post iucundam iuventutem, post molestam senectutem, nos habebit humus. |
Ubi sunt qui ante nos in mundo fuere? Vadite ad superos, transite ad inferos, ubi iam fuere. |
Vivat Academia, vivant professores. Vivat membrum quodlibet, vivant membra quaelibet, semper sint in flore. |
Vita nostra brevis est, breve finietur. Venit mors velociter, rapit nos atrociter, nemini parcetur. |
Vivat nostra societas! Vivant studiosi! Crescat una veritas, floreat fraternitas, patriae prosperitas. |
Vivat et Republica, et qui illam regit. Vivat nostra civitas, Maecenatum charitas, quae nos hic protegit. |
Pereat tristitia, pereant osores. Pereat diabolus, quivis antiburschius, atque irrisores. |
Alma Mater floreat quae nos educavit, caros et conmilitones dissitas in regiones sparsos congregavit. |
exsequator