TÍO MONAGO Y EL
TABACO
Desde 1929 no he fumado ni un
solo pitillo. Había en Fuentezotes un médico al que llamaban don Adolfo no sé
si lo recordareis que me dijo a qué no tienes cojones Monago y dejas de fumar y
yo le dije ¿no será por una apuesta, doctor? Pues ya lo verá. Y al punto dejó
el Tío Monago de fumar execrable vicio al que denominan venganza de los indios.
Varón de voluntad recia y enteriza, sería difícil encontrar en los pueblos de
la contornada y la anarquía de Villa y Tierra y en toda la cabeza de partida un
hombre tan voluntarioso como él y que trazara los surcos tan rectos. El año 29
fue el año del crack se derrumbó la bolsa neoyorquina cayó la dictadura y
Monago acababa de venir de la guerra de África. Su decisión le trajo beneficios
para la salud del alma y del cuerpo alivió sus pulmones clareó su garganta y hablaba
sin tener la voz tomada.
—
Ahorré miles de duros. Así que ¿qué te parece,
Constantino?
Constantino era el alcalde de Fuentezota
y muchas tardes con los de su cuadrilla se reunían para echar un trago en la
bodega y charlar a la sombra de un almendro que crecía erecto sobre los
declives del somo. Unos parecían Sócrates y otros Descartes. Pocos podrían dar
de mano a aquellos buenos españoles a la hora de filosofar. Esplendoroso personajes.
Monago de letras sabía poco. No había vuelto a coger un libro desde cumplir con
la escuela. Alto cenceño, frugal caballero de la triste figura. Todo lo
contrario que Constantino del Val que era amigo del buen yantar, buen compañero
del jarro, la colilla del cigarro entre los labios formaba parte de su
fisonomía.
Estaba ya próximo a concluir el
verano. La luz diamantina de septiembre traía entre sus fulgores el anuncio del
invierno. El pueblo olía a uva, el grano metido en la cilla, las trojes
aventando grano y las golondrinas que se habían marchado. Los renteros iban a
casa del amo a cobrar la soldada. El sol se mostraba benigno pero el cierzo
apretaba relentes mañaneros y había que defenderse con el tapabocas. Ya en la
lejanía blanqueaban las primeras nevadas sobre los puertos. El otoño es un
tiempo de sazón en el cual el hombre ha de meditar en su destino. Todo se acaba.
—Pues yo fumé desde los trece
años y no pienso dejarlo— decía Constantino que aquel año era el alcalde— y a
lo mejor cuando me saquen con los pies para adelante en aquel momento
abandonaré esta puñetera vacía. También los que no fuman se mueren
—
Mira tú, la diferencia está entre vivir enfermo
y morir sano. Nunca estuve malo. No cojo en el invierno ni un catarro
—
Que cosas dices. Debe de ser que te obsesionas
—
Fumar o no fumar tanto da. Los hay fumadores que
mueren de viejos dándole a la cigarra. Recuerda al tío Colodro al que acabamos
de dar tierra. Se ha ido con 99 años y no salía al campo sin su petaca y su
librillo de papel de fumar mientras al Tío Zoilo mucho más moderado lo subimos
al camposanto no hace ni media semana. Creo que no había cumplido ni los 50.
—
Depende de la naturaleza y los excesos. Todo ha
de hacerse con moderación.
Virtus in medio est, decía el clásico — agregó el alcalde que sabía
latines estuvo tres años en el seminario y ayudaba misa al párroco don Belarmino.
El quid nimis de los clásicos en aquella morigerada tertulia en la
bodega volvía por donde solía. De nada demasiado. Hay que ir a todo con tiento
y al vino como rey y al agua cual rey. Poca gente sabe vivir. A Constantino el
alcalde le llamaban el curilla. Su conversación poblada de adjetivos y
sustantivos inusuales y algo rebuscados le incitaba a las citas de los clásicos
y a proferir sentencias tomadas de la gramática del Errandonea.
Era algo epicúreo y no había misa de funeral o
banquete patronal donde no estuviera Constantino. Su amistad con los curas no
era óbice para profesar un cierto adelante anticlerical. Monago por su parte se
mostraba escéptico ante los planteamientos de su amigo. Le gustaba subirse a la
escalera del tiempo y observar impávido el discurrir de la existencia desde los
bardales. Los dos eran solteros.
Monago porque era algo retraído
para las mujeres y le costaba trabajo arrimarse a una y el alcalde porque tuvo
una madrina de guerra pero se le murió. A ella guardaba ausencias toda su vida.
El tiempo cubrió sus sienes de
ceniza curtió su piel amojamó sus carnes... volaban los dos como dos cuervos ancianos
con alas de plomo hacia la muerte el paso renqueante pero que se le va a hacer,
esta es la vida. El uno comprobaba las delicias de Baco el dios oscuro y cunado
se emborrachaba declamaba versos diyámbicos de Virgilio. Monago por su parte
abstemio profería pestes contra el vicio del tabaco. Murió sin conocer la
gracia de dios y sin haber prendido una targanina con el chisquero que todavía
guardaba como una reliquia del voto que hiciera a los dioses el año del crack. Val
vivió algunos años más asistiendo a las cuchipandas de los curas cantando el
arrobo en los bautizos y contando historias en las noches de filandón. Ambos
personajes han regresado a mi memoria palpitando entre los renglones que yo
escribí allá por el año 76 en Londres. Han pasado cuarenta años y recordando a
mis dos amigos de Fuentezotes enciendo mi pipa y echo un trago de aquel vino de
la ribera que bebíamos en mi pueblo, vino puro sin sulfitos ni polvos de la
madre Celestina. Néctar de los viejas deidades mías que atolondra y hace bien
al cuerpo y al alma mientras brota en el alma la espuma de una gran cascada de
recuerdos. A ver quien es el majo.
Jueves, 19 de enero de 2017