CONFESIONARIOS
AL DESGUACE
ANTONIO PARRA-GALINDO
Hablábamos hace poco del
síndrome de la iglesia vacía y de los templos que huelen a gatizo y hoy les
toca el turno a los confesionarios esos cajones imponentes que había en las
iglesias católicas algunos de bastante buena traza y antiguos como este de la
iglesia de Soto de Luiña. Pero que sólo valdrían como piezas de museo o para
hacer leña. Me gustan las iglesias ortodoxas porque en ellas no existen tales
cajoneras donde íbamos a descargar el saco. El cura hacía preguntas mórbidas y
entraba en las lindes de lo procaz por aquello del sigilo sacerdotal. Todos los
pecados de aquella época se referían a lo mismo:
-Hijo mío ¿y cuántas veces?
-Padre y a usted que le importa.
Una vez en mi ciudad me fui a
confesar con un jerónimo horripilado por el pecado que acababa de cometer:
verle hacer pipi a la hija de mi vecina la Mari la hija de la señora Marce que
era una muchacha robusta a la que apuntaban los senos y le relampagueaban como un vellocino de oro pues era rubia y con
los ojos muy grandes los pelillos del monte de Venus- que pecado más horrible,
hijo. Seguro que te condenas. Pero el buen padre jerónimo que ya debía de estar
curado de espanto me largó un rollo de no sé que de la concupiscencia de los
ojos y de la pureza y de procurar apartarse de las ocasiones. Ni por esas, ni
por las absoluciones del buen monje ni las admoniciones ad virtutem yo seguí
pecando. Mirando a la Mari cuando se bajaba las bragas sin miedo a que las
gallinas o el gallo picotero se metieran con ella admirando lo mismo que yo sus
poderosas nalgas. El deseo o la libido eran más fuertes que las consejas y un
día ella me inició en el sexo. Lo tenemos que hacer como lo hacen nuestros
padres. Y nosotros lo hicimos en la cochiquera. La Mari despreciativa me dijo
que la tenía pequeña. Seguro que la había visto mucho más grande la muy bellaca
que la de un chaval de once años. Estas nostalgias ahora me hacen reír pero
estuve todo un verano con una angustia infinita
quemado por el gusanillo de la conciencia. Aquel fue el verano de mi
seducción y, arrepentido, hice confesión general y entré en el seminario de
cabeza donde aun seguí perseguido por los muslos generales de aquella doncella
que me causaban pesadillas y poluciones nocturnas. Lloraba mi pecado y hasta me
ponía cilicio en la entrepierna. Seguía todavía soñando en los muslos de la
Mari.
Crecido ya y canonista, llegué a aprender que
la confesión auricular o exmologesis es un invento del siglo XIII y está
relacionado con la irrupción de la herejía cátara que daban prelación en sus
devociones a la pureza de costumbres y estaban obsesionados por los traumas
sexuales.
También la exmologesis está relacionada con el
escándalo de las indulgencias, los racioneros de los cabildos que cuantificaban
el delito e imponían la penitencia correspondiente. Por eso se los llamaba
penitenciarios. Las bulas, la ofrenda, el diezmo y la primicia. Tanto tienes,
tanto vales. Tanto aportas, tanto pecas y tus pecados serán perdonados. ¿Cuánto
vale una absolución? Depende. Según la manTa así se estira la pata y según va
el chache así la chacha marcha.
¿Cuánto vale, padre mío, una
tremenda? La rejilla de estos locutorios fue una ventana abierta al trato torpe
de ciertos clérigos fornicarios. Lobos disfrazados de corderos que siempre
arramblaban con la mejor cordera. Muchos escándalos y hasta crímenes pasionales
hubieran podido ser evitados si muchas mujeres no hubieran tenido “predicador”
ni director espiritual a la puerta de casa.
La Iglesia cometió muchos pecados de escándalo,
latrocinio de la contra, delitos de peculado, estupros y otros reatos dentro de
esos cajones. Cristo no puede ser un asunto particular ni un escrúpulo de
conciencia. Es el Dios total. El único que sabe y que perdona pero no faltan
los ministros indignos que se arrogaron sus funciones de la perdonanza y las usaron en su propio beneficio. A este
confesionario de la iglesia de soto de Luiña le tengo cierto cariño pues en él
hice mi última confesión con el padre Arturo. En vez de una confesión nos contamos
nuestras vidas y nos perdonamos el uno a otro que habíamos echado a nuestras
espaldas los pecados de la Iglesia desde los tiempos de Comillas y perdonamos
también al mundo.
El que no conozca a los hombres
no conoce a los vicios, pero ay de vosotros sepulcros blanqueados etc. Por lo
demás es un hecho sintomático de que algo no furrula en el Vaticano cuando éste
ha ordenado que los fieles vayan a confesar su pecado ecológico, no tirar la
basura, no disponer de los vidrios como corresponde, no reciclar pero los
vidrios están rotos. Pecados pecadillos y pecadazos. Los pecados que no se
perdonan son aquellos contra el Espíritu Santo.
Esos no se perdonan no, y se
cometen a mansalva mientras los curas miran para otro lado. Eso es lo que me
preocupa mucho más que el arcipreste se fugue con la mujer del cabo de la
Guardia Civil.
Más que pecado un delito contra
el honor y si al cura le cortaron los huevos el marido burlado fue culpa suya.
Los confesonarios tenían un diseño espantoso y una estructura escabrosa. Eran
lugares de vigilancia y centros de espionaje donde el diablo, suplantando al
ángel, se acurrucaba imbuido de la estola presbiteral. Necesitamos otra forma
de confesión y, arrumbados los confesionarios, derogada la exmologesis que
tiene tintes heréticos y abusadores, la Iglesia seguirá funcionando. Pues esos
malditos cajones han proyectado una noción de Cristo como torturador y han
contribuido al esparcimiento de hipócritas aberraciones.
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